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Annette hizo una señal al camarero, que acudió solícito.

– Tráiganos quince tostadas, ah, y un buen plato de mantequilla.

– Quinze, mademoiselle?

– Mi amigo y yo hemos decidido que hoy rompemos la dieta, ¡y queremos hacerlo a lo grande!

El camarero fingió no darse cuenta de que estábamos bebidos.

– Si me permite una sugerencia, señora, tal vez en lugar de mantequilla prefieran nuestro exquisito foie micuit.

– Es una buena sugerencia, pero tenemos un irresistible antojo de mantequilla, ¿verdad? -Me miró y yo asentí.

El camarero se retiró con el pedido.

– ¿Quieres que nos echen? -le dije-. ¿Qué piensas hacer con quince tostadas?

– Verificación experimental. No podemos arriesgarnos a probar con una tostada mal balanceada, que tienda a caer siempre por el mismo lado. Para contrarrestar este sesgo necesitamos una tostada distinta para cada ensayo. ¿Me equivoco?

– Es correcto.

– Además, imagino que una tostada al microscopio es muy irregular. Nada de supersimetrías y esas cosas, ¿verdad?

– Más bien física del caos.

– Partiendo del hecho de que siempre habrá un lado más pesado que el envés, dejemos al azar si untamos de mantequilla el lado más pesado o el lado más ligero, en sucesivos intentos.

El camarero dispuso en nuestra mesa un plato de tostadas; cubiertas por un paño fino y una pequeña bandeja con un bloque de mantequilla. Las tostadas aún calientes parecían perfectas para un experimento en toda regla. Antes de retirarse, el camarero comprobó por un asentimiento de Annette que todo estaba a nuestro gusto.

– ¡La hermenéutica de la tostada nos dará la sabiduría!; -rió.

La blanda textura de la mantequilla facilitaba la tarea de aplicar una capa fina y ligera. Al terminar, extrajo del bolso una pequeña libreta y trazó una línea en una hoja para anotar los resultados, C («con») y S («sin»). Se volvió a ambos lados para comprobar que nadie nos estaba observando y sostuvo la primera rebanada en posición vertical a la altura de la mesa. Allá va.

Primer lanzamiento: S

Segundo lanzamiento: S

Una comensal de la mesa de al lado nos lanza una mirada de reprobación, al tiempo que susurra a su compañera:

– Quelles maniéres!

Annette finge no oírlo y deja caer la tostada una y otra vez.

Tercero: S

Cuarto: S

Quinto: S

Sexto: S

No quería mirar al suelo, pero la curiosidad era excesiva. En el octavo ensayo con el mismo resultado, comencé a interesarme por esta curiosa tendencia unívoca.

– Ahora tienes que continuar tú, para que no se pueda decir que yo no las dejo caer horizontales. Repartamos equitativamente el factor humano.

Los comensales de al lado se removían en la silla, escandalizados. La sonrisa de Annette era tan radiante que logró disipar mi sensación de ridículo. Incluso me sentí liberado cuando efectué mi primer lanzamiento. Y aún más en los siguientes ensayos. Insólito: todas las rebanadas cayeron por el mismo lado.

Los quince ensayos sin excepción fueron anotados en la columna S. No hubo modo de que nuestra tostada cumpliera la ley de Murphy.

Quince sucesos no son muchos para verificar una teoría, pero la claridad del resultado parecía rebatir la ley de Murphy con cierta solvencia. Ella negó con la cabeza.

– Más bien deberíamos concluir que cuando se quiere demostrar la ley de Murphy, ésta no se cumple, para fastidiar.

Antes de tomar un vuelo a Santiago de Chile, pasé una extraña noche de jarana con mi hermano y sus amigos bohemios, que celebraban la inauguración de su nueva exposición de óleos en una taberna española con el infame nombre de «Torero's, bar de tapas». Por la efusión de su saludo, nada más llegar me di cuenta de que ya estaba bastante bebido. Me presentó a su novia Fleur, una imponente guineana de piel café, uno noventa de altura, pechos opulentos y anchas caderas, que se conducía como la maestra de ceremonias, con desparpajo y simpatía, hablando a ratos francés, a ratos español con el grupo de argentinos y españoles. En el momento en que me puse de puntillas para besarla, no pude evitar evocar a mi madre, cómo le caería esta noticia. Formaban una pareja estrafalaria, él tan delgado que parecía perderse entre las hechuras de su novia. Había barra libre y los botellines de cerveza circulaban de mano en mano. El bar pertenecía a un amigo de Pablo y lo había cerrado para nosotros. La exposición se ofrecía en una trastienda que antes era una sala de futbolines, y los cuadros de mi hermano ocupaban, a diferentes alturas y muy juntos, las cuatro paredes empapeladas de amarillo.

Me habría gustado poder decir que me encantó la exposición. Como me temía, sus temas seguían siendo retratos anónimos de caras deformes y bodegones con insectos marca de la, casa (cucarachas de antenas largas y enormes gusanos entre la, fruta podrida). Él hablaba, en fin, de la influencia de las pinturas negras de Goya en su visión artística, pero nadie se lo tomaba en serio. Afirmaba que en su pintura buscaba representar el misterio humano. Cuando le pregunté en qué consiste eso del misterio humano, me miró como a un necio.

El color predominante de su paleta continuaba siendo el color mugre. Más que una inauguración de exposición fue una juerga de amigos que cada dos por tres brindaban por el artista. Curiosamente, nadie se acercaba a ver los cuadros.

Su compañero de piso, un argentino arrogante, me comentó que esos mismos cuadros los había expuesto antes en tres lugares diferentes, y a las inauguraciones habían asistido los mismos incondicionales.

A las cinco de la mañana me retiré, agotado y aturdido por el humo de los cigarros de marihuana. Mi hermano me despidió con un fuerte abrazo y me dijo, con torpe vocalización y escaso equilibrio (Fleur lo sostenía, sonriendo), que aquel reencuentro había servido para unirnos.

No supe cuándo volveríamos a encontrarnos.

19

Altitud: 11.120 metros. Temperatura exterior: -59 grados. Hora locaclass="underline" 23.17. La luz piloto al extremo del ala desbrozaba las tinieblas. Volábamos hacia la noche, ampliando la noche, prolongando su manto. Volábamos contra la órbita terrestre. Abajo, una extensión tenebrosa: el negro océano.

Dormí muchas horas, soñé cosas extrañas, y mis sueños estaban poblados por mujeres. Se mezclaban Annette y Elena, y en alguno también apareció Vera y Lady Macbeth; a veces Elena asumía la caracterización de Annette y era psicóloga, y vivía en París, o adquiría rasgos de Vera, tenía el rostro y la voz de Elena Blanco, pero adivinaba el futuro, su propio futuro, y siempre acertaba con su muerte. Era un personaje trágico, encaminándose a su final, contando las horas que le faltaban. De cuando en cuando me despertaba arrebujado en la manta azul marino de la compañía aérea, encogido en mi asiento 25 A. Mis oídos se destapaban de golpe y se hacía presente el monótono zumbido del avión, en la semioscuridad pespunteada por las suaves luces rojas de los paneles del techo abovedado. Volvía a dormir y ahí estaban ellas otra vez, Elena con la máscara de jade al cuello, y en todos los sueños en los que aparecía Annette desempeñaba un papel positivo, arrojaba claridad en medio de la confusión.

Aterrizamos en Santiago de Chile, en plena primavera. Fue como un despertar a la luz, a una luz distinta, meridiana. El aire puro me reanimó. A la salida del aeropuerto internacional de Pudahuel, al mediodía, un termómetro marcaba 25 grados. Taxis negros con techo amarillo. Tomé uno hasta el hotel Carrera. Me sentía cansado, hecho un asco. Demasiadas horas de mal dormir, alimentándome de comida plastificada. En cuanto llegué a la habitación, me duché, me cambié de muda y telefoneé a Andy, como habíamos acordado. Me invitó a cenar a su casa. Puse el despertador a las siete y me acosté.