La Panamericana cambia de nombre durante un par de kilómetros por el de «calle Comercio», al atravesar el diminuto pueblo de Pozo Almonte, pues esta carretera es su única calle, con algunos tristes comercios. A algo más de un kilómetro, la siguiente localidad tiene nombre de western: Humberstone. Es otra aldea fantasma erigida en torno a una oficina salitrera, venida a menos cuando el negocio dejó de ser rentable, a principios de los sesenta. Las casas se conservan en buen estado y la iglesia parece restaurada. Recorriendo sus parajes encontré una piscina de cobre con techumbre de caña, casas de antiguos mineros, una «pulpería» vacía. A las cuatro el calor abrasaba la garganta. Como en una imagen del far west, vi pasar, empujada por el viento, una de esas bolas de arbustos resecos llamadas salsolas. Paré, bebí y agoté el primer bidón de cinco litros. Di un breve paseo por los alrededores para estirar las piernas y tuve la impresión de que todo aquello me iba a gustar. Mientras almorzaba comida enlatada rebañada en pan apoyado contra la trasera del coche, me entretuve en buscar similitudes con los desiertos españoles. En cierto modo, pudiera recordar algo a los Monegros, por la salinidad, sólo que el desierto aragonés tiene una fisonomía diferente, un color más ceniciento, como de blanca caliza calcinada, moteada por mechones ralos de arbustos pajizos, con esos taludes romos, que el cierzo ha ido alisando hasta conferir una perfecta horizontalidad a sus techos, a veces escalonados, pero siempre rectilíneos, salvo por la presencia de alguna que otra sabina extraviada. El cierzo hace del desierto aragonés un lugar más desolado de lo que realmente es. El viento me produce una vaga tristeza.
En cambio, no se parece nada al desierto de Tabernas, de suaves lomas, tachonado de palmitos y cactus mediterráneos. La luz mediterránea de este desierto lo convierte en un lugar acogedor, que lejos de ensombrecer el ánimo, como en Monegros, lo eleva. Y aún más enardecedor me resultó el paisaje volcánico de Lanzarote, pura roca negra. Este de Atacama es un desierto diferente, desolado y sobre todo antiguo, un desierto horizontal, que duele en los ojos, que provoca espejismos de agua en la carretera; un yermo con casas en ruinas y un montón de cosas abandonadas, como estas formidables máquinas salitreras de Santa Laura, que sugieren una huida masiva, precipitada, en plena faena, provocada por la súbita erupción de un pánico colectivo. Proseguí el viaje hacia el norte, impaciente por descubrir qué había más allá de Humberstone.
Más adelante volví a toparme con un asentamiento humano: Huara, repentino como un oasis en el desierto. En otro tiempo había sido una estación de servicios que proporcionaba el salitre. El volante del coche ya estaba untuoso de sudor. Paré ante un control de carabineros anunciado con un cartel al pie de la carretera:
CONTROL OBLIGADO
LOCOMOCIÓN COLECTIVA Y DE CARGA
Allí, tras mostrar a los aburridos agentes de aduana mi documentación, me aprovisioné de agua en una tienda, compré comida enlatada y pedí un mapa del valle de Camarones. Una señora flaca me indicó que con suerte conseguiría uno en la garita de control de carabineros. Tras beber de un tirón, a gollete, medio litro y meter cinco grandes bidones de agua en la trasera del coche, entré de nuevo en la polvorienta cabina. Me examinó con curiosidad, sin levantarse de la mesa donde completaba un crucigrama, un hombre grueso y desaseado. No me cobró el mapa, regalo de la casa, dijo. Rascándose la cabeza por debajo de la gorra, parecía preguntarse qué se le habría perdido a un español por esos andurriales.
– ¿Qué se puede visitar por aquí? -inquirí.
– En Huara hay una farmacia que tiene más de cien años, la farmacia y botica Libertad, transformada en museo. Un poco más adelante, en Tiliviche, es famoso su cementerio. No se lo pierda. Una de las siete maravillas del mundo.
Antes de continuar, colgué en la ventanilla opuesta una toalla empapada para refrescar el aire que entrara en el coche. Anhelaba el frío de la noche. La luz dolía en el fondo de los ojos. El mapa que llevaba conmigo, junto a la palanca de marchas, no servía para nada. Habría de librarlo todo a la intuición. En el reverso del mapa se decía algo del arte rupestre de la quebrada de Camarones, «célebres geoglifos, petroglifos y pictografías de los pueblos precolombinos que habitaron estas tierras». Elena me habló de ellos, pero no debí de escucharla y apenas lo recordaba.
La carretera emprende un leve descenso poco después de pasado Huara y, avanzando más adentro de Atacama, penetré en el valle de Tiliviche. No es que el cambio fuera muy perceptible. Más arena por todas partes. Algún arbusto escuálido, asfixiado. Otro pueblo salitrero que debió de conocer tiempos mejores. La única mancha verde era una plantación artificial cerca de una pequeña hacienda. Crucé varios puentes toscamente incrustados en una cortada, para sortear un desnivel, sin señalizar siquiera: un aviso implacable de no pisar el acelerador.
Tiliviche se me fue revelando como el brazo de un desfiladero que conecta con otro brazo: el valle de Tana, donde volví a vislumbrar una ladera de vegetación rala. Más adelante, siempre hacia el norte, paralelo a la costa, dejando atrás Tana, ya no se veía más que puro desierto, con incipientes dunas, y una carretera completamente recta que temblaba en el horizonte como vista sobre la llama de una vela. Entré en una zona conocida como «Las siete pampas» aunque no pude contar ni una sola. Reduje por una calzada cuarteada y llena de socavones.
Penetré en una especie de gran cañón desértico, cerrado en embudo como una trampa: la cuesta de Chiza. Detuve el coche en la cortada del arcén y saqué un par de fotografías del cañón, y una del coche. Esta vasta extensión circundante me producía cierta liberación. La temperatura caía con celeridad. En cosa de minutos me cubrí con un jersey de lana. A partir de allí emprendí un repecho de veintiún kilómetros hacia el noroeste, sobre un terreno pedregoso y proclive a los derrumbes.
Anochecía cuando llegué a Cuya, el primer pueblo del valle de Camarones. Los chilenos llaman a los valles «quebradas» y a las montañas «cerros». Enclavado en el fondo de la garganta, Cuya cuenta con un pequeño control de aduanas. Jamás vi un país con tantas aduanas y casi todas inútiles. Era un punto de paso, sin posibilidad de escape, entre el desfiladero y el mar.
Sin apearme del coche cené un bocadillo de embutidos. Las temperaturas seguían bajando. El termómetro del coche marcaba cuatro grados. Me acerqué hasta la costa para otear la inmensidad del Pacífico y allá arriba, pinchadas en el hule negro, las estrellas. Hacía frío, un frío del demonio. Un frío maravilloso.
Buscando un lugar donde pernoctar, encontré una fonda de carretera secundaria llamada Casa Chica, en la que tuve el honor de ser el único huésped del día. Un letrero rezaba a la entrada:
CASA CHICA, CORAZÓN GRANDE
Le pregunté a la casera si tenían habitaciones libres. Me recibió con la alegría de quien ve aparecer al primer cliente de la semana.
– Le subiré la estufa a la habitación número seis. ¿O prefiere alguna otra?
Dije que la seis era perfecta, aunque realmente no había visto ninguna.
– Espere unos minutos aquí mientras me encargo de hacer algunas diligencias.
Diligencias. Hacía tiempo que no escuchaba esta palabra tan correcta. La última vez debió de ser en una película de John Ford.
Rosa era una mujer gruesa de la cintura para abajo; la grasa le había ensanchado las caderas, las nalgas y las piernas; este desequilibro le confería un andar pesado, bamboleante, como de paquidermo con busto femenino. Su faz era alegre, coqueta, y sus ojos, claros y bonitos. El salón comedor era una sala pequeña, con cocina americana, caldeada por una estufa de butano. Me sirvió la cena en una mesa con un mantel bordado con vistosas flores y me llenó de agua un vaso de color verde, como los que usábamos en España treinta años atrás. El primer plato humeaba y olía bien.