– ¿Qué te parece la vista? -dijo-. ¿No es increíble?
Ante nosotros se dibujaba una imponente panorámica de la ciudad, cuyo trazado asemeja un tablero de ajedrez. Reconocí las arboladas avenidas del centro, las empinadas torres de oficinas del barrio de Los Leones, donde confluyen las avenidas de Apoquindo e Isidoro Goyenechea, la parte de la ciudad que más me atraía. La ciudad se extendía en grandes barrios satélite, apenas distinguibles desde el antepecho del mirador, como un conglomerado informe de viviendas que brillaban bajo el sol y parecían llegar hasta los pies de los Andes. A lo lejos, borrosa por la calima, se alzaba la cordillera como un gigantesco mural que, por contraste, hacía que la ciudad pareciera una ridícula maqueta.
Pasamos la tarde bebiendo cerveza en una terraza del parque. Ella me hablaba de la ciudad y de sus gentes, de cómo en París todo se transmuta en nostalgia.
– ¿Por qué me seguiste en París? -inquirió de repente.
Tardé unos segundos en reponerme de la pregunta a quemarropa.
– No tenía nada más interesante que hacer.
– ¿Te parecía interesante seguirme?
Asentí.
– ¿Por qué?
– En las películas de Rohmer los hombres siempre siguen a las mujeres en París.
– ¿Te gusta Rohmer?
– Elena me llevaba a ver sus películas en versión original. Largas escenas de diálogos y bellos escenarios. Cuento de verano y Cuento de invierno, el mismo cuento siempre, cambiando la estación.
– Así que me convertiste en la heroína de la película.
– Eres la primera mujer a la que sigo.
– También estás siguiendo a Elena.
– Sí, puedes llamarlo así.
– ¿La encontraste?
– Ahora sé cosas que antes ignoraba. También averigüé algo de ti: que tocas muy bien la tiorba.
– Toco en un pequeño grupo de diletantes. Hacemos soirées musicales. Allí toca también mi novio Édouard. Es profesor de clave en la Schola Cantorum.
– ¿Lleváis mucho tiempo juntos?
– Dos años, casi tres. Nos va bien.
– No deberías confiarte.
– ¿Por qué no?
– Los profesores de clave son absolutamente infieles.
– ¿También lo has visto en una peli de Eric Rohmer?
No deseaba seguir hablando de su novio, o a aquel paso acabaría escuchando sus virtudes y cualidades de amante. Me había convertido en una presa fácil de su ironía.
Llevábamos un rato observando una gran afluencia de gente. En unos minutos nos vimos invadidos por una multitud. Annette preguntó qué estaba ocurriendo.
– Va a venir Florencio Souza -contestó una señora.
– ¿Quién es?
– Es un hombre muy conocido en toda América. Un santo.
– ¿De veras? ¿Qué hace?
– Habla sin lengua. Predica la palabra de Dios. Es un milagro.
Decidimos esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pronto pudimos escuchar las primeras palabras salidas de un megáfono. Había un tipo de baja estatura y rostro atezado subido a una peana, hablando a la multitud.
Repartían octavillas entre los asistentes.
UN HOMBRE QUE HABLA SIN LENGUA Florencio Souza sorprende a cuantos le escuchan porque sin lengua, habla y evangeliza a quien se le acerca. Florencio Souza tiene una historia extraordinaria. Hace cinco años, por estar inserto en el mundo de las drogas, perdió la lengua en una trifulca callejera. Cuál no sería la sorpresa que al convertirse en creyente pudo hablar sin tener el único órgano que puede emitir palabras. Ahora lleva por todo el mundo el mensaje de Jesucristo, que le liberó de las drogas, con la prueba inconmensurable de su boca.
Sobre el texto aparecía una fotografía de la cara del predicador con la boca grotescamente abierta, enseñando hasta la campanilla, para demostrar su falta de lengua. Pésima fotocopia, la boca era un agujero negro y redondo.
Annette tiró de mi mano. Nos abrimos paso entre la gente. A medida que nos acercábamos al predicador, la densidad de cuerpos bullendo aumentaba. Olor a humanidad.
La arenga del predicador reverberaba en un silencio extasiado.
– …Y yo recorrí Bolivia y hablé a los hermanos bolivianos, y yo recorrí el Perú, y hablé con esta misma boca mutilada a los hermanos peruanos, y recorrí las selvas de Nicaragua, Guatemala y Ecuador, y relaté con la lengua cercenada el testimonio de Jesucristo redentor a nuestros hermanos nicaragüenses, guatemaltecos y ecuatorianos, y yo atravesé Venezuela, hermanos, y la República Dominicana; yo platiqué a las multitudes en Brasil con esta misma boca sin lengua, en español, y todo el mundo me entendió, porque yo os digo que no hablo por mi boca, sino por la boca de Jesucristo salvador, que no entiende de lenguas ni de naciones, porque su palabra es eterna, hermanos. Por eso decid conmigo, hermanos, ¡ALELUYA!
– ¡ALELUYA! -clamó una voz multitudinaria y unánime.
Annette me apretaba con fuerza la mano, tal vez sugestionada por aquella marea de fe que nos mecía.
– Y estuve en la Pampa argentina, y en Buenos Aires, y la gente me seguía, y las plazas se llenaban para escuchar el mensaje de Jesucristo, y venían los médicos a verme la boca y no lo podían creer, pero yo les devolví la fe, hermanos, yo vi pues a esos muchachos de la pobreza, de las calles de Lima, de La Paz, de Quito, vi a esos muchachos de caras sucias que eran como yo, y vi con estos ojos a los chicos de Bogotá que viven de la delincuencia, platiqué con ellos porque yo era uno de ellos, hermanos, yo era un delincuente que robaba en las tiendas, un maleante, hermanos, todos lo sabéis y no lo oculto, aunque me avergüenzo, llevaba una mala vida, una vida de pecado, y andaba metido en drogas, y en pandillas, cuando no sabía leer, y en una pelea me tajaron la lengua, por la droga, sí, hermanos, la droga me volvió loco, me metió el diablo en el cuerpo, yo podía haber muerto en una sucia esquina de una cuchillada, pude haber muerto en pecado, miserable de mí, pero he aquí que Dios se fijó en su siervo, me dijo: «Levántate, pues, y habla». ¡ALELUYA!
– ¡ALELUYA!
La multitud enardecida saltaba, botaba, boqueaba, vociferaba su entusiasmo: subía como un redoble de tambores un fragor festivo, un júbilo multitudinario. Esta ola nos zarandeaba y Annette seguía aferrada a mi brazo; me clavó las uñas hasta hacerme daño.
– Vámonos -grité cerca de su oído.
Pero era difícil salir del centro, abrirse paso al exterior, cuando todo alrededor nos cierra el paso, nos engulle. También, como en el interior de la materia, operan fuerzas nucleares fuertes, fuerzas que nos absorben hacia dentro, nos impiden romper la cohesión interna. Éramos dos electrones intentando salir de la órbita del núcleo.
Y mientras porfiábamos, empujando cuerpos que no tenían ojos para nosotros, que ni siquiera se daban cuenta de que pugnábamos por salir, el predicador siguió perorando sobre cómo era un caso perdido, desahuciado por médicos, mudo sin remisión, hasta que el Señor le otorgó su gracia y recobró el don de hablar.
Le indiqué a Annette que se pusiera detrás de mi espalda; yo fui metiendo la cabeza entre los cuerpos, para abrir brecha.
– Y Dios puso en mi boca mutilada la Palabra, para que predicara con ella su mensaje salvador. Y Dios me dijo: «Ve, y allá donde vayas cuéntalo, cuenta cómo el Verbo no necesita lengua para predicar la Verdad».
Logramos finalmente salir del círculo. Ya éramos dos electrones libres. Nos alejamos rápidamente. La voz del predicador se fue quedando atrás, cada vez menos sonora, menos persuasiva, pero durante largo rato, mientras bajamos el cerro San Cristóbal, seguimos escuchándola, predicando el milagro, la buena noticia de su siervo, y es que la salvación vence al pecado y Cristo es la respuesta, aleluya.