Entramos en un bar. Estábamos cansados y sedientos. En mi caso, no era una fatiga física, sino una necesidad de tranquilidad.
– ¿No te parece increíble? -dijo Annette, dando sorbos al gintonic.
– Sí, claro. Tanta gente haciendo esas cosas…
– No me refiero a los fieles, sino al predicador. ¡Hablaba sin lengua!
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Le has visto la lengua?
– No creo que pudiera verla aunque la tuviera.
– Fíjate en la foto. -Señaló la octavilla que aún conservaba.
– Aquí sólo se ve una mancha negra. No significa nada.
– Es una boca vacía -insistió.
– Y si lo es, ¿qué?
– Palatales, labiales, dentales, guturales, fricativas. Lo estudié en la escuela. Ese hombre las pronunciaba todas.
– La foto es una chapuza. La boca negra me da asco.
– Así que no crees en los milagros -dijo.
– No; no especialmente. No en días laborables.
– Admitirás que no todos los días se tiene ocasión de ver a un hombre hablando sin lengua.
– Desde luego.
– Es una lástima ver a toda esa gente vibrando de fe y pensar que son un rebaño de idiotas.
– Hay cosas peores. Pensé que tú eras escéptica.
– No me conoces. ¿En qué te basas?
– Tú misma me lo dijiste.
– Y tú, ¿te consideras escéptico?
– En este momento, sí, porque no te creo. Me estás tomando el pelo.
– Podría ser. Te declaras escéptico, y aun así crees en las videntes. Crees que Vera acertó con su fecha agorera.
– Te expliqué lo de la caja fuerte.
– No me hace falta. Sé que hubo una predicción, una fecha.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me lo dijo Elena por teléfono, un mes antes del final.
– Entonces debes admitir que acertó.
– Era una embaucadora, Lucas. ¿No te diste cuenta? Por lo visto te engañó a ti también. Jugaba con las esperanzas de la gente, sirviéndose de burdas tretas. Manipulación mental, sugestión, miedo. Pobre Elena, ¿cómo pudo acabar en ese camino?
Escuché su explicación conteniendo el aliento. A Annette le desagradaba hablar de todo esto, volver sobre aquellos días oscuros en los que Elena sufrió una recaída. «Ideas de muerte -anotó en su libreta-. Influencias perniciosas; ocultismo. Dependencia patológica.» El teléfono ya no servía. El caso se le iba de las manos. La conminó a tratar el asunto en su consulta. Elena no quería viajar a París, no se sentía con ánimo ni con fuerzas. Annette se iba dando cuenta de que lo tenía todo en contra: el canal era inapropiado y no conseguía acertar con el mensaje, o Elena estaba demasiado obcecada como para escucharla. Los argumentos racionales no servían de mucho, pero aun así intentó en vano convencerla.
Al enterarse del origen chileno de Vera, mi amiga recurrió a sus contactos en Santiago. Confiaba en poder descubrir algún antecedente que pusiera una sombra de duda sobre Vera, algo que utilizar como argumento para alejar a Elena de las garras de esa bruja. Fue mucho más fácil de lo que había supuesto, porque era un personaje muy conocido en Santiago. A mediados de los ochenta solía aparecer en un programa de Chilevisión: Misterios sin resolver. Tenía un número de adivinación con gente del público, en directo. Había un buzón donde la gente metía un sobre con un número y ella lo adivinaba. Los trucos suelen ser siempre decepcionantes, en comparación con el espectáculo. Pero Vera nunca insinuó que fuera una ilusionista, ella se presentaba como dotada psíquica. La consultaban personalidades del país, hombres de negocios; tenía una clientela de oro. Pues bien, todo eso acabó en un programa. Tres jóvenes que se encontraban entre el público saltaron al plató y antes de que pudieran ser interceptados por el personal de seguridad, derribaron el buzón, que ocultaba… ¡un enano! Un enano con un intercomunicador. El escándalo obligó a interrumpir la emisión. Se comentó el caso en la prensa y en la radio durante un par de semanas. Poco después se olvidó, aunque nadie olvidó que la mujer era una embaucadora. Se quedó sin clientela y se vio obligada a buscar nuevos caladeros lejos de su país, donde no llegara su fama.
– A ver si lo entiendo bien. Esto significa que, aunque era una impostora, no me mintió cuando me dijo que le había hecho a Elena esa profecía perversa.
– Así es.
– Y si era una impostora, ¿cómo se pudo cumplir su profecía?
– Hay profecías que, según quien las reciba, se cumplen. Y hay burdos augurios que se convierten en profecías si hay alguien dispuesto a creerlos ciegamente, alguien vulnerable a la manipulación. Y hay profecías tan perversas que perversamente se cumplen, que anulan nuestra voluntad para dilucidar su mentira, que sugestionan y aniquilan.
– ¿Y por qué a Elena? ¿Qué le había hecho ella?
– Posiblemente nada. Vera encontró en Elena un cabeza de turco para desatar su rencor de exiliada forzosa.
Me quedé un rato observándola. Ella se debió de sentir incómoda, se puso en pie y dijo, con una media sonrisa pícara:
– ¿Sabes una cosa, Lucas Frías? Estás mucho más guapo cuando te quitas la venda de los ojos.
32
A la mañana siguiente me levanté con resaca. No había bebido apenas, tal vez se debía al impacto de la revelación de Annette. Había dormido mal y tenido pesadillas. No recordaba nada. Pero sentí un escalofrío al saberme en casa de Annette, en ese presente suspendido en el aire, como un alambre de funambulista, en el que yo evolucionaba en precario equilibrio.
Bajé a la cocina. Ella no estaba. Sentí una dolorosa decepción.
Sobre el hule de la mesa encontré una nota suya. Su abuela Angélica había fallecido esa noche. Durante el día iba a asistir a los oficios fúnebres y dormiría en casa de su hermana. Deduje que Alejandro estaría con la familia. A su escueta nota añadía la fotocopia de un recorte del diario El Mercurio, del 16 de marzo de 1986.
El artículo era la crónica, en tono irónico, del suceso televisivo en el que se desmanteló el burdo truco de Vera. En la fotografía, algo borrosa, se veía a un enano saliendo del buzón volcado y a una Vera perpleja, seis años más joven.
El sol entraba por la ventana de la cocina. Quedaba café templado en la cafetera. La lavadora trabajaba entre sollozos y era como si hablara por mi cuerpo, como si me estuviera escuchando a mí mismo.
Qué estúpido fui al creerla, me dije. Sufre más el pundonor de aquel que ha sido embaucado que el del embaucador que ha sido delatado. Creí haberla puesto a prueba. Mi truco del suceso imposible de prever, aquella tarjeta que guardaba en mi bolsillo y que le reté a adivinar, tampoco había funcionado. Sin duda su abstención se debía a simple ignorancia, más que a una oculta sabiduría. Mi error me acercaba un poco a Elena, me ayudaba a entender que es humano dejarse engañar por una mujer tan hábil y astuta. Y también es humano atribuir a una persona un poder sobre nuestro destino, y plegarse a ese poder, como el súbdito ante el señor.
¿Cómo había ido a caer Elena en las garras de Vera? No podía ser una simple coincidencia que fuera de nacionalidad chilena la vidente que había escogido en Madrid, una ciudad de escasa población chilena, en la que el gremio de videntes era un producto bastante autóctono. Alguien debía de haber servido de enlace, alguien en Chile, próximo a Vera, tuvo que darle sus referencias en Madrid, tal vez una recomendación unida a una tarjeta de visita. Elena buscaría en Vera una forma de continuidad a algo que habría empezado en Santiago de Chile, en procura de refugio espiritual.