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Hicimos las inevitables compras en el Cosmocentro Apumanque. Adquirí ropa impermeable, medias interiores, guantes y mochila. Andy tenía martillo de hielo, mosquetones, cuerdas. Alquilaríamos mi piolet, los crampones y el casco en un club de montañismo. Nuestro sueño iba tomando forma día a día.

Una tarde, mi amigo insistió en que le acompañara a una actuación que ofrecía un famoso psíquico argentino llamado Gabriel Berger, que se encontraba en Santiago promocionando su último libro sobre los poderes de la mente.

– Tengo curiosidad por averiguar si es un farsante o un verdadero psíquico -me dijo-. Me gustaría conocer tu parecer.

Mi amigo tenía una conmovedora confianza en lo que llamaba mi gran intuición. Me pregunté por qué me atribuía semejante habilidad.

Quien sí se ufanaba de poseerla era Gabriel Berger, un hombre corpulento, confianzudo, de mediana edad, nariz ganchuda, tez clara, cabello cano, ojos pequeños, astutos, gestos pausados y una voz grave, cautivadora. Gastaba una apariencia de intelectual, con su camiseta blanca y su americana oscura. Eran las siete de la tarde y el espectáculo acababa de empezar en la librería José Donoso, donde nos habíamos congregado cerca de doscientas personas. Tuvimos suerte y pudimos sentarnos en el suelo, en una de las primeras filas, muy cerca del autor, con la espalda apoyada en los lomos de los libros de las enormes estanterías empotradas. La penumbra que nos envolvía, en contraste con la luminosidad de la tarima desde la que Berger se dirigía a nosotros, tras una pequeña mesa con un tapete verde, creaba una estenografía inquietante. Y mientras hablaba, movía las manos con una cadencia hipnótica. Alrededor de nosotros se amontonaban jóvenes descalzos o en chanclas, universitarios con atuendo new age, naturistas, filósofos. Susurré a Andy que estábamos rodeados de gente extraña.

– Ten por seguro que ellos piensan lo mismo de nosotros -replicó.

Tras el hombre se erigía una auténtica plataforma de ejemplares de su último libro, Vivencias psíquicas, junto a un enorme cartel de Berger en pose de autor, un rostro reflexivo apoyado en la mano.

Berger nos dio la excelente noticia de que percibía en el ambiente una vibrante energía positiva.

– Sois partes de un todo. ¿Notáis la fuerza? Es algo que se irradia. Estamos en la energía. Somos la energía, almas que se entreveran, mentes que se interconectan. Ahora voy a canalizar vuestra energía, para romper esta copa que tengo ante mí. -La golpeó con la uña y brotó el sonido agudo característico del cristal de Bohemia-.Yo sólo me limitaré a encauzar una fuerza que no proviene de mí, sino de todos vosotros. Os pido ahora que os concentréis unos segundos, todos a la vez. Quiero que rompáis esta copa sin tocarla. ¡Ahora!

Segundos después, la copa estallaba.

El efecto fue rotundo, formidable. Circuló una unánime exclamación de asombro y regocijo. Gabriel Berger sonrió con satisfacción. Tras un silencio dramático, su voz se tornó más grave y envolvente.

– Ahora os haré una demostración de lo que en mi libro llamo precognición-cuasisimultánea, porque es una adivinación a corto plazo, que requiere menos esfuerzo que la adivinación a largo plazo. La mente puede adelantarse al tiempo, segundos, días, semanas. Cuanto más se anticipa, más profunda debe ser la concentración. En este ejercicio me anticiparé sólo unos segundos. Necesito voluntarios. Y para que nadie piense que estaban conchabados conmigo, los escogeré al azar.

Se situó de espaldas a nosotros en su silla giratoria y arrojó un puñado de caramelos por encima del hombro. Andy logró atrapar uno.

Una joven se levantó, alzando triunfal su caramelo. Era alta, desproporcionada, de rostro agradable. El mentalista la invitó a escoger un libro cualquiera de la librería. Ella se aproximó a una estantería lateral y, tirando del lomo, extrajo uno bastante grueso.

– ¿Cómo te llamas, joven?

– Sofía.

Berger asintió, cogió el libro que ella le entregó y le puso una mano paternal en el hombro. Ella se relajó al momento, como si Berger le hubiera ahuyentado toda tensión de su cuerpo.

– Muy bien, Sofía. Éste es el libro que has escogido para nuestra demostración. Fedor Dostoievski… ¡parece interesante! No lo he leído, lo confieso. Una lástima.

Su broma fue celebrada con discretas risas. Mientras hablaba, hojeó deprisa el libro y acto seguido orientó sus páginas hacia Sofía, a la altura de su cara, de manera que sólo ella podía leerlas.

– Voy a dejar correr deprisa las páginas de este libro a partir de la primera. Tú dime con un «ya» cuándo quieres que me detenga y paro en esa página, ¿has entendido? Muy bien, Sofía, empecemos.

Entre sus dedos dejó correr el flujo de páginas y, transcurrido apenas un segundo, se detuvo a una orden de Sofía, más o menos hacia el centro del libro. Gabriel tenía la cara medio tapada por las tapas del libro y ciertamente no podía ver esa página.

– ¿Puedes decirme qué página es, Sofía?

– La trescientos treinta y uno.

– Bien, fíjate en la primera palabra. ¿Lo has hecho?

– Sí.

– ¿Empieza por la letra ce?

– ¡Sí!

– ¿Es la palabra… carruaje?

Esta vez la joven dejó escapar un gritito de júbilo y admiración. Mientras enseñaba el libro al público de las primeras filas, para que comprobasen el acierto (Andy y yo pudimos ver que, en efecto, la primera palabra era carruaje), el público rompió a aplaudir.

Era sorprendente. No obstante, había algo sospechoso en su número. ¿Para qué necesitaba hojear antes el libro? ¿Para qué necesitaba sostenerlo? Más espectacular habría resultado si ni siquiera el libro escogido por Sofía hubiera pasado por sus manos, o si ella se hubiese situado a una distancia en la que fuera imposible leer una palabra, manteniendo igual el resto del procedimiento.

Andy me cedió el caramelo y me dio un ligero empujón para invitarme a salir a escena. No lo dudé. Avancé entre la gente, tomé un grueso libro de Balzac y se lo tendí. Le pedí en voz alta y con gran cortesía que lo repitiera. No había previsto repetirlo pero, por no desairarme, accedió.

Actuó de idéntica manera: echó un rápido vistazo al libro mientras comentaba algo, pero esta vez no me dejé distraer por sus palabras y seguí la dirección de sus ojos. Me pareció ver que se detenía un instante en la parte superior de una página central, hecho lo cual orientó el libro hacia mí; observé que sus dedos estaban en contacto con la base de las hojas. Repitió las instrucciones antes de dejar correr las hojas. Y en lugar de esperar un instante, como Sofía, me precipité a exclamar «¡stop!». No se detuvo en ese preciso instante, sino que -simulando un leve retardo- aún dejó pasar un buen fajo de páginas y abrió el libro por el centro, justo en la hoja que había reservado con la uña. Sin duda, la página cuya primera palabra leyó velozmente al principio.

No había tiempo para pensar. Me dispuse a delatar en público el fraude, pero algo me lo impidió: el cuchillo frío de sus ojos.

Me había descubierto, nos habíamos descubierto. En una fracción de segundo hubo un intercambio invisible de información a velocidad de relámpago. Su mirada cargó una amenaza tan intensa y perturbadora que mi estómago se encogió y quedé paralizado.

Entonces experimenté algo así como un secuestro emocional. Sin mediar palabra, sin contacto físico, desde su posición de poder me anuló. Me vi ante un público hostil a mis intenciones, un público rendido a él. Me sentí avergonzado, humillado, miserable. No podría explicar qué me despojó de la voluntad, qué sugestión invisible selló mis labios. Me temblaron las rodillas. Le devolví el libro.