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– Pero ahora estás lejos de París y él…

– Los hombres no tenéis el menor sentido de la fidelidad.

– Reconozco que soy asquerosamente hombre.

– Volviendo a lo que dijiste antes, puede que tengas razón, que tú y yo no podemos ser amigos. No porque dos amigos no puedan atraerse, sino porque dos amigos al menos confían el uno en el otro.

– Siempre he sentido que me juzgabas -admití.

– Lo hice al principio, pero no ahora.

– Juegas a ir por delante de mí. Sobre todo, con lo de Elena.

– Supongo que te refieres a que sabía lo de la vidente y no te lo dije hasta el final.

– Por ejemplo.

– No habría sido lo mismo si yo te lo hubiera contado todo, ¿no crees? La meta no es tan importante como el recorrido.

Su última frase sonaba a verdad profunda y, sin duda, le hubiera gustado a Andy; no obstante, no la creí: más bien pensé que si me lo había ocultado hasta el final era para no darme pistas sobre cuál fue su fracaso como terapeuta. Le avergonzaba admitirlo.

– Creo que Elena no nos ha unido, sino que al final nos ha separado -concluí.

Su expresión se tornó grave. Bebió un par de sorbos y me miró pensativa.

– No tengo resentimiento hacia ti, si te refieres a eso.

No la creí.

– Los dos hemos sufrido por lo que pasó -apunté- y los dos tenemos asuntos sin cerrar.

– Tu dolor es mucho mayor.

– Claro, pero me refiero a que también tú cometiste un error que te persigue. Recuerda que dejaste un mensaje en mi contestador. He ido atando cabos.

– Así es -admitió tras un largo silencio.

– Los dos tenemos errores que reprocharnos. Los dos pudimos hacer algo que no hicimos.

Ella afligió los ojos.

– Cierto.

– Por eso creo que hay un punto oscuro, un punto de sospecha, que lo envenena todo y nos impide acercarnos con total confianza. Hemos perdido la presunción de inocencia.

Se quedó unos segundos pensativa. Finalmente, cabeceó.

– Tienes razón, Lucas. He tratado de racionalizarlo y de eliminar ese punto oscuro que tú dices, y admito que sigue estando ahí.

– Has debido de hacer un gran esfuerzo. Me has invitado a tu casa y me has tratado muy bien. Sin embargo, creo que debería volver al hotel.

– Como quieras -dijo ella, y los ojos le brillaron de tristeza.

– Espero que no te importe.

– No me parece bien, pero haz lo que quieras.

– Será lo mejor. Gracias de todas formas.

Salimos poco después. No recuerdo qué calles atravesamos, pues estaba tan imbuido en mis pensamientos, tan inundado de emociones, que era como si no viera nada a mi alrededor. La tristeza, cuando te acomete de golpe, rompe ciertas inhibiciones que ni siquiera la bebida libera, es como si toda apariencia te dejara de importar, necesitas dejar que hable tu corazón y te olvidas de todo lo demás.

Le confesé que no tenía muy claros cuáles eran mis sentimientos hacia ella, pero que comenzaban a ser intensos. Por eso iba a encontrarme más cómodo en el hotel. Con esto rompí la última coartada para el disimulo. Emocionada, ella me asió del brazo y declaró que ella tampoco tenía claros sus sentimientos, y que en cualquier caso, yo era para ella algo más que una simple tentación para poner a prueba su fidelidad a Édouard, o algo sobre lo que reafirmarla. No obstante, ¿qué podía esperar de mí? Nuestra relación nos conduciría a una senda destructiva. El punto de partida era la muerte de una persona que quisimos. Estaba enterrada, y no era cuestión de echar nosotros nuevas paletadas de tierra. Y eso por no hablar de la imposibilidad de vivir juntos. No había futuro, así que nuestra única opción era conformarnos con un affaire de peau con despedida previsiblemente sentimental en el aeropuerto, promesas de reencuentro que no se cumplirían, palabras y más palabras. Cierto, habría sido exactamente así. Y le faltó añadir que en cuanto me alejara de ella creería más que nunca que mis sentimientos eran profundos y sinceros.

La ex pareja de Andy había regresado fugazmente para llevarse todas sus pertenencias. Volvieron a discutir. Herido en su amor propio, Andy necesitaba desahogarse. Le escuché hora tras hora y traté de reconfortarlo diciéndole lo obvio: que no merecía afecto ni amistad quien tan mal le había tratado. Bajo su rabia latía una vieja y cansada melancolía. Pasó un par de días malos, bebiendo sin control y hablando más de la cuenta, pero pronto se recuperó y nos centramos en los preparativos para el ascenso al Tronador.

En el club de montañismo averiguamos que no necesitábamos tienda de campaña ni sacos de dormir, puesto que el refugio Otto Mailing, a los pies del macizo, rodeado de glaciares, disponía de literas y hasta de calefacción. Trazamos a modo de borrador un mapa del ascenso. Marcamos los pasos difíciles, los posibles puntos de reposo, estudiamos las variantes para evitar largos de hielo muy verticales o desplomados y zonas demasiado expuestas al viento del sur. Partiríamos el 1 de enero y, con suerte, tres días después coronaríamos la cima.

Andy no ignoraba que yo tenía algo más en la mente, algo más que ese macizo nevado. Era ese tipo suspendido en el aire, una visión que me volvía una y otra vez, como si no acabara de digerirla, en toda su dimensión anómala. Esta extraña experiencia me había acercado a su proyecto, Inquiring Minds. Sólo ahora me intrigaba. Admitía que estaba ante algo que superaba mi capacidad de comprensión, algo que ni siquiera podía aprehender.

El 15 de enero iba a repetirse el experimento en la universidad y dos semanas después lo replicarían en el Stanford Research Institute. El primer objetivo era lanzar un claro mensaje a la comunidad científica: «Esto existe. Dejemos de mirar hacia otra parte. Tenemos pruebas. Ahora basta de discusiones sobre si es ciencia o pseudociencia, y ayúdennos a entenderlo y, sobre todo, pongan mucho dinero encima de la mesa».

Una sólida muralla de recelo y escepticismo se oponía al primer objetivo. Pedirían que se repitiera el experimento en condiciones draconianas. Vendrían destacados miembros de los comités de redacción de las revistas más importantes para verificar que no había trampa ni cartón, para certificar la autenticidad de los resultados, antes de publicarlos. Vendrían expertos en detectar fraudes, habría muchos pronunciamientos. Esto podía durar un año o algo más, antes de pasar a la segunda fase: dilucidar la naturaleza del fenómeno, el origen de esa anomalía relacionada con la conciencia.

Andy quería que yo estuviera presente en los experimentos, como observador. Podría comprobar el buen estado de la campana de vacío y cualquier variación que se produjera en su interior sobre los elementos metálicos. Eran tareas sencillas, que podría realizar antes de incorporarme a mi nuevo trabajo en Brookhaven, a finales de enero.

Aún quedaba un trámite para sellar el acuerdo: tenía que contar con el visto bueno de su supervisor, John Lizzy, responsable de la financiación del programa. Andy daba por seguro que Lizzy no iba a poner pegas, pues hasta entonces había aprobado todas sus iniciativas. Además, contaba con que mi trayectoria fortalecía la solvencia de la plantilla.

Lizzy se encontraba ocupado con los preparativos en el Stanford Research Institute cuando Andy le llamó para informarle de que yo estaría presente en el primer experimento. No se esperaba su reacción. Lizzy trató de disuadirlo con objeciones carentes de sentido. Andy no podía entender qué había de malo en disponer de un nuevo observador cualificado, un físico de partículas. John Lizzy le dijo: «De acuerdo, estaré allí en un par de días».

La intempestiva llegada de su jefe puso bastante nervioso a mi amigo. Recuerdo que era el 28 de diciembre porque bromeamos con una posible inocentada. La verdad es que no quería complicarle las cosas, y estaba dispuesto a retirarme siempre y cuando se me diera una buena razón.