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La escuchaba cacharrear en la cocina mientras yo pasaba la aspiradora por la alfombra, tratando de borrar las manchas de nuestra vida en común, medio ocultas como los fósiles de un yacimiento.

– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Pablo? -inquirió.

– Hace un mes, más o menos.

– ¿Y qué te contó?

– No lo recuerdo. Al poco de oír su voz, la cabina se tragó todas sus monedas y no volvió a intentarlo.

Nuestra relación de hermanos nunca fue buena. A sus veinticinco años vivía en las afueras de París, en un piso compartido que mi madre calificaba de «cuchitril», aunque nunca lo visitamos. Se dedicaba a trabajos eventuales y, sobre todo, al óleo. Cinco años atrás se había marchado a Toulouse convencido de que en España no saben reconocer a un verdadero artista (ni siquiera aprobó la carrera de Bellas Artes). No le fue bien. Después intentó la toma de la Bastilla. Siempre tuvo una gran fe en sus posibilidades y cierta inmunidad al desaliento.

– Le llamé la semana pasada para contarle lo de Elena. Dice que lo siente muchísimo y me manda ánimos. Y que si no te llama es porque está sin un duro. Menudo mes llevamos.

Con el ruido de la aspiradora y desde la cocina, mi madre se hacía oír a gritos.

– También se ha muerto nuestra vecina del primero, ¿te acuerdas, Lucas, de Encarnita? Di que ya estaba muy mayor, pero era una santa.

Desmonté la boquilla de la aspiradora y pasé el tubo bajo el sofá. Algo pequeño y sólido entró velozmente, algo que fue chocando contra las oscuras paredes del cilindro, tal vez en trayectoria de remolino, lo sentí recorrer todo el largo del tubo hasta acabar subsumido por el agujero negro. Una pequeña moneda o un botón.

– No suelta prenda, pero yo sé que sigue metido en ese cuchitril con no sé cuántos inmigrantes.

Él también es inmigrante, repuse, pero no se tomó en serio el comentario. Siguió hablando un rato más, fuera de mi campo visual; arrastraba las sillas para barrer debajo de la mesa.

– Me contó que tiene otra exposición y que va a ir mucha gente, en fin, lo de siempre. Está seguro de que ahora sí va a vender, de que las cosas le van a ir mucho mejor. Todo el rato con lo mismo, no me pidas que vuelva, mamá, no me pidas que vuelva, que si patatín que si patatán.

Vagamente pensé en Pablo, en el significado de la expresión «amor propio». Un amor basado en no admitir su fracaso, el fracaso de un regreso a Madrid, cuando tantas veces le advertimos que no se marchara a Francia, que buscara otra forma de ganarse la vida.

– ¿Quién eres tú para juzgarme y decirme lo que debo o no debo hacer? -replicaba.

Al final, mi madre tomó asiento junto al teléfono y lo llamó a París. Empezó chapurreando un inglés que su interlocutor no debía entender, a juzgar por sus repeticiones.

– ¿Habla español? Pablo, please, telephone, ¿cómo dice? ¡Lucas, apaga la aspiradora!… Speaking Pablo, Spain, Spain. Pablo. P-a-b-l-o. Silvuplé…

Mi padre murió hace quince años. Era carpintero, un hombre sencillo. En mi recuerdo siempre estuvo presente su forma de ser cuando yo era un muchacho y vivíamos en un piso diminuto de una callejuela de Atocha con aquella corrala que era un hervidero de vidas ajenas en estado de putrefacción. Mi padre era un hombre fuerte que fabricaba muebles a medida y pasaba todo el día fuera de casa, y por la noche, tras quitarse su mono de trabajo, hojeaba mis cuadernos escolares y me acariciaba la cabeza diciendo: «Tú no acabarás dando martillazos como yo». Mi hermano acababa de nacer.

Lo que más ha marcado mi forma de ser no es mi padre, ni mi madre, sino aquella corrala, ese patio interior de mugre y ruido donde se aireaban impúdicamente las vidas de los vecinos, supurantes de miserias, desde donde nos llegaban los gritos, las trifulcas, los lloros, las palizas, las melopeas, los chantajes, las burlas, ese constante espiarse, azuzarse de unos contra otros, la envidia, la malquerencia, la constante transpiración de las casas mal ventiladas, los olores de las cocinas y los de las alcobas que se colaban por mi ventana aunque hubiera sellado los cristales a los marcos con cintas de almohadilla adhesiva.

Pasaba las tardes en casa, estudiando, y odiaba a todos mis vecinos, por esgrimir contra mí su impudor, por hacerme sufrir sus indiscreciones. Había crecido junto a la corrala, junto a su bullicio. De niño no me había molestado; ni siquiera había reparado en que pudiera resultar molesto; era un ruido de fondo al que me había acostumbrado de tal modo que apenas lo oía. Algo que marcó mi entrada en la adolescencia fue la abrupta conciencia de lo abominable. El ruido de fondo pasó a ser un taladro en mis tímpanos. Odiaba tener que enterarme de las vidas y problemas ajenos, odiaba tener que respirar aquella inmundicia y escuchar tantas conversaciones que no quería escuchar. ¿Por qué no son capaces de guardar sus problemas en la intimidad?, me preguntaba. La intimidad, un bien precioso. Tal vez ya era un chico introvertido, pero ese suplicio que duró tantos años me hizo amar la intimidad y el silencio por encima de todo. Este país se me hacía ruidoso por doquier.

Tras seis años residiendo en distintas ciudades, en distintos países, había decidido apostar fuerte por nuestra relación y renuncié al CERN para establecerme definitivamente en Madrid. En cuanto nos instalamos los dos en el 34 de la avenida del Mediterráneo recuperamos la ilusión de los comienzos. Todo iba bien, ya no había fronteras de por medio, incluso sentíamos que la separación prolongada había conferido cierta fortaleza, cierta garantía de perdurabilidad a lo que, de otro modo, se habría ido apagando de forma natural. Nos habíamos merecido vivir juntos y ahora podíamos al fin disfrutarlo, y las primeras semanas no paramos de celebrarlo, con cenas íntimas y románticas.

Sólo me preocupaba mi nuevo trabajo. Me lo había ofrecido un antiguo colega de la facultad, Gabriel Fernández, pero cuando llegué a Madrid aún no sabía muy bien en qué consistía. Confiaba en Gabriel, que me había asegurado tener entre manos algo importante, con todo el respaldo del Servicio Interdepartamental de la Universidad Autónoma. Y él contaba conmigo como (así me llamó) «primer espada» de su equipo.

Una vez en el laboratorio, Gabriel me dio a conocer el asunto. Se trataba de un proyecto de investigación sobre las cualidades de los semiconductores, a los que Gabriel veía aplicaciones extraordinarias y delirantes. Creía que era un proyecto muy prometedor.

– Es un proyectazo -dijo.

Su «proyectazo» no tardó en revelarse como un fiasco, al menos para mí. No le veía ni futuro ni presente. Todavía las primeras semanas confiaba en que podría encontrarle una vertiente interesante, un desarrollo innovador. Pero al cabo de un mes me di por vencido, me venció la pura inutilidad del asunto, la farragosa matemática, el papeleo. Me veía como aquellos alquimistas que se afanaban por liberar el soplo que hace vivir a los metales. Teníamos un presupuesto ridículo, escasez de medios, mano de obra becaria y, encima, nos autofinanciábamos impartiendo clases. El proyectazo comenzó a ser una bola de estiércol que iba engordando y haciéndose más fétida. Y comencé a mirar con malos ojos a su creador, a quien ya no podía evitar llamarlo, para mis adentros, el Proyectazo. Porque Gabriel era como su proyectazo: un pomposo envoltorio sin contenido.

La mayoría de la gente acepta un trabajo que no le gusta, siempre y cuando no lo martiricen y le asignen un salario satisfactorio. La mayoría de la gente acepta que el trabajo no proporciona placer alguno, que hay que hacerlo sin más, y a ser posible hacerlo bien, para que no haya quejas. Yo supuse que sería como la mayoría de la gente, que me resignaría a una aceptación dócil, a una tácita rutina.

No tragaba su proyectazo, no tragaba al Proyectazo. Mientras cubría el expediente, miraba por la ventana que apenas se remontaba del nivel del suelo y pensaba en Ginebra; aquéllos sí que eran sótanos, aquéllas sí que eran máquinas; pensaba en las verdaderas oscuridades de la materia, en los evanescentes quarks, en la escala última de la realidad, la escala de Planck; pensaba en mi futuro con nostalgia del pasado.