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– ¿Y perderse toda la comida que les arrojan los niños? -repuso Francesca, sonriendo irónica-. No son estúpidos.

Él simplemente se encogió de hombros. Lejos de él pretender tener mucho conocimiento de la conducta de las aves.

– ¿Cómo encontraste el clima en la India? -preguntó ella-. ¿Hace tanto calor como dicen?

– Más. O tal vez no. No lo sé. Me imagino que las descripciones son bastante precisas. El problema es que ningún inglés puede entender realmente lo que significan esas descripciones hasta que llega allí.

Ella lo miró interrogante.

– Hace más calor del que podrías imaginarte -explicó él.

– Eso me parece… Bueno, no sé qué me parece. El calor no es tan difícil de soportar como los insectos.

– Eso lo encuentro horroroso.

– Seguramente no te gustaría. Por un tiempo prolongado, en todo caso.

– Me encantaría viajar -dijo ella, entonces, en voz baja-. Siempre hacía planes.

Dicho eso se quedó callada, asintiendo levemente, como si estuviera distraída. Estuvo tanto rato bajando y levantando el mentón de esa manera que él pensó que se había olvidado de que lo hacía. Y entonces observó que tenía los ojos fijos en un punto en la distancia. Estaba observando algo, pero él no lograba imaginarse qué. No había nada interesante a la vista, aparte de una niñera pálida empujando un coche de bebé.

– ¿Qué miras? -preguntó al fin.

Ella no contestó; simplemente continuó mirando.

– ¿Francesca?

Entonces ella se volvió a mirarlo.

– Deseo tener un bebé.

Capítulo 7

… tenía la esperanza de que por estas fechas ya habría recibido alguna carta tuya, aunque claro, es imposible fiarse del correo cuando tiene que viajar tan lejos. Sólo la semana pasada me enteré de la llegada de una saca de correspondencia que tardó dos años enteros en llegar; muchos de los destinatarios ya habían vuelto a Inglaterra. Mi madre me dice que estás bien y totalmente recuperada de tu tragedia; me alegra saberlo. Mi trabajo aquí continúa siendo un buen reto, y muy satisfactorio. Me he ido a vivir a una casa fuera de la ciudad como hacen la mayoría de los europeos aquí en Madras. Sin embargo, me encanta visitar la ciudad; tiene una apariencia bastante griega, o, mejor dicho, lo que yo me imagino que es griego puesto que nunca he visitado ese país. El cielo es azul, tan azul que casi es cegador, casi lo más azul que he visto en mi vida.

De la carta del conde de Kilmartin

a la condesa de Kilmartin,

seis meses después de su llegada a la India

– Perdón, ¿qué has dicho? -preguntó él.

Estaba horrorizado, comprendió ella. Incluso esa pregunta pareció hacerla farfullando. No le había hecho esa declaración con el fin de producirle esa reacción, pero al verlo sentado ahí, boquiabierto, con la mandíbula colgando, no pudo dejar de sentir un poco de placer por haberlo conseguido.

– Deseo tener un bebé -repitió, encogiéndose de hombros-. ¿Hay algo sorprendente en eso?

Él estuvo un momento moviendo los labios, pero no le salió ningún sonido.

– Bueno…, no… pero…

– Tengo veintiséis años.

– Sé qué edad tienes -dijo él, algo irritado.

– Cumpliré veintisiete a fines de abril -añadió ella-. No creo que sea tan raro que desee tener un hijo.

Los ojos de él seguían vagamente velados, algo vidriosos.

– No, claro que no, pero…

– ¡Y no tengo por qué darte explicaciones!

– No te las he pedido -repuso él, mirándola como si de pronto le hubiera brotado otra cabeza.

– Lo siento, perdona -balbuceó, contrita-. Mi reacción ha sido exagerada.

Él no dijo nada, y eso le irritó. Como mínimo, podría haber dicho algo para llevarle la contraria. Habría sido una mentira, pero de todos modos habría sido lo amable, lo cortés. Finalmente, dado que el silencio ya se le hacía insoportable, musitó:

– Muchas mujeres desean tener hijos.

– De acuerdo -dijo él, tosiendo-. Sí, claro. Pero…, ¿no te parece que primero podrías necesitar un marido?

– Por supuesto -replicó ella, mirándolo más indignada aún-. ¿Por qué crees que he venido antes a Londres?

Él la miró como si no entendiera.

– Quiero comprarme un marido -explicó ella, como si le estuviera hablando a un bobo.

– Qué manera más mercenaria de expresarlo.

Ella frunció los labios.

– Es que es así. Y tal vez sea mejor que te acostumbres a la idea, por ti mismo. Es exactamente así como van hablar de ti las damas muy pronto.

– ¿Tienes pensado algún caballero en particular? -preguntó él, desentendiéndose de la última frase.

Ella negó con la cabeza.

– Todavía no. Aunque me imagino que cuando comience a buscar surgirá alguien en primer plano. -Aunque intentó decir eso en tono alegre, no pudo dejar de notar que la voz le fue bajando de tono y volumen-. Seguro que mis hermanos tienen amigos -concluyó en un balbuceo.

Él la miró y luego se echó un poco hacia atrás, y se quedó contemplando el agua.

– Te he horrorizado.

– Pues… sí.

– Normalmente eso me causaría un inmenso placer -dijo ella, sonriendo irónica.

Él no contestó, pero puso los ojos ligeramente en blanco.

– No puedo estar de luto por John eternamente -continuó ella-. Es decir, puedo y lo haré, pero… -Se interrumpió, al darse cuenta, fastidiada, de que estaba a punto de echarse a llorar-. Y la peor parte de esto es que es posible que ni siquiera pueda tener hijos. Con John me llevó dos años concebir, y fíjate cómo lo estropeé.

– Francesca, no debes echarte la culpa del aborto espontáneo -dijo él enérgicamente.

Ella emitió una risita amargada.

– ¿Te imaginas? ¿Que me case con alguien para tener un hijo y luego no tenga ninguno?

– Eso es bastante frecuente -dijo él afablemente.

Eso era cierto, pero no le hacía sentirse mejor. Ella tenía opciones. No tenía por qué casarse; si continuaba viuda estaría bien cuidada y mantenida, y sería maravillosamente independiente. Si se casaba, no, «cuando» se casara (tenía que comprometerse mentalmente a la idea) no sería por amor. No tendría un matrimonio como el que tuvo con John; una mujer sencillamente no encuentra un amor así dos veces en la vida.

Se iba a casar para tener un bebé, y no había ninguna garantía de que lo tuviera.

– ¿Francesca?

Ella no lo miró, continuó en la misma posición, pestañeando, tratando angustiosamente de contener las lágrimas que le hacían arder las comisuras de los ojos.

Michael le ofreció un pañuelo, pero ella no quiso darse por enterada de ese solícito gesto. Si cogía el pañuelo tendría que llorar; nada se lo impediría.

– Debo rehacer mi vida -dijo, en tono desafiante-. Debo. John ya no está y yo…

Entonces le ocurrió algo de lo más extraño. Aunque «extraño» no era la palabra correcta. Chocante, tal vez, espantoso, vergonzoso, o tal vez no existía una palabra para expresar el tipo de sorpresa que pareció detenerle los latidos del corazón, dejándola inmóvil, incapaz de respirar.

Se giró hacia él, lo cual era lo más natural del mundo. Se había vuelto hacia él cientos, no, miles de veces. Él podía haber pasado los cuatro últimos años en la India, pero le conocía la cara, y conocía su sonrisa. En realidad, lo sabía todo acerca de él.

Pero esta vez fue diferente. Se volvió hacia él, pero no había esperado que él ya estuviera vuelto hacia ella. Tampoco había esperado que su cara estuviera tan cerca que le viera las pintitas negras de los ojos.

Además de todo eso, lo principal era que tampoco se había imaginado que bajaría la mirada a sus labios. Eran unos labios llenos, exuberantes, bellamente modelados. Y ella le conocía la forma de los labios, por supuesto, tan bien como conocía la forma de los suyos, pero nunca antes los había mirado de verdad, nunca se había fijado en que no tenían un color parejo, ni en que la curva del labio inferior era francamente muy sensual y…