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Violet encogió delicadamente los hombros.

– Me gustaría ver a Michael. Hyacinth, ¿me pasas los bollos, por favor?

– No sé qué planes tendrá para hoy -se apresuró a decir Francesca.

Michael había tenido un ataque esa noche, el cuarto de fiebre, para ser exactos, y tenían la esperanza de que fuera el último del ciclo. Pero aunque ya estaba mucho más recuperado, seguía teniendo un aspecto horroroso. Afortunadamente, no se le había puesto amarilla la piel, lo que según él, solía ser un signo de que la enfermedad estaba avanzando a su fase letal, pero de todos modos se veía terriblemente débil y enfermo, y su madre se horrorizaría con sólo verlo. Y se enfurecería, claro.

A Violet Bridgerton no le gustaba que la mantuvieran en la ignorancia. Y mucho menos si se trataba de un asunto para el que se podía emplear la expresión «de vida o muerte», sin que se la considerara exagerada.

– Si no está simplemente me volveré a casa -dijo Violet-. La mermelada, por favor, Hyacinth.

– Yo también iré -dijo Hyacinth.

Ay, Dios. El cuchillo de Francesca dio un salto por encima de su bollo. Iba a tener que drogar a su hermana. Era la única solución.

– No te importa que yo vaya, ¿verdad? -le dijo entonces Hyacinth a Violet.

– ¿No tenías planes con Eloise? -preguntó Francesca.

Hyacinth lo pensó, pestañeando unas cuantas veces.

– Creo que no.

– ¿No ibais a ir de compras? ¿A la sombrerería?

Hyacinth estuvo otro momento examinando su memoria.

– No, estoy segura que no. La semana pasada ya me compré una papalina. Una preciosa, en realidad. Verde, con una franja crema monísima. -Miró su tostada, la contempló un momento y luego alargó la mano hacia la mermelada-. Estoy harta de comprar -añadió.

– Ninguna mujer se harta de comprar jamás -dijo Francesca, ya algo desesperada.

– Esta mujer lo está. Además, el conde… -se interrumpió para mirar a su madre-: ¿Puedo llamarlo Michael?

– Eso tendrás que preguntárselo a él -contestó Violet, tomando un bocado de los huevos revueltos.

Entonces Hyacinth se volvió hacia Francesca.

– Ya lleva toda una semana en Londres y no le he visto. Mis amigas viven preguntándome por él, y no tengo nada que decirles.

– No es educado cotillear, Hyacinth -dijo Violet.

– No es cotilleo. Es la más honrada difusión de información.

Francesca notó que le bajaba la mandíbula.

– Madre -dijo, agitando la cabeza-, deberías haber parado a los siete.

– ¿Hijos, quieres decir? -preguntó Violet, bebiendo té-. A veces lo pienso, sí.

– ¡Madre! -exclamó Hyacinth.

Violet se limitó a sonreírle.

– ¿La sal?

– Le llevó ocho ensayos para que le saliera bien -declaró Hyacinth, acercándole el salero a su madre con una decidida falta de amabilidad.

– ¿Y eso significa que tú también esperas tener ocho hijos? -le preguntó Violet dulcemente.

– Pardiez, no -exclamó Hyacinth, y con mucho sentimiento.

Y ni ella ni Francesca pudieron evitar reírse.

– No es educado blasfemar, Hyacinth -dijo Violet, en el mismo tono que había empleado para decirle que no cotilleara.

– ¿Te parece que vayamos poco después de mediodía? -le preguntó Violet a Francesca, una vez pasado el momento de las risas.

Francesca miró el reloj. Eso le daría escasamente una hora para poner presentable a Michael. Y su madre había dicho «vamos», plural. Como si pensara llevar a Hyacinth, que tenía la capacidad de convertir cualquier situación incómoda en una vívida pesadilla.

– Iré enseguida -dijo, levantándose a toda prisa-. A ver si está disponible.

Su madre también se levantó, sorprendiéndola.

– Te acompañaré a la puerta -dijo, y con firmeza.

– Eh… ¿sí?

– Sí.

Hyacinth comenzó a levantarse.

– Sola -añadió Violet, sin siquiera mirar a Hyacinth.

Hyacinth volvió a sentarse. Incluso ella tenía la sensatez de no discutir cuando su madre combinaba su sonrisa serena con su tono acerado.

Francesca se hizo a un lado para que su madre saliera primero, y juntas caminaron en silencio hasta el vestíbulo, donde esperó que el criado le llevara su chaqueta.

– ¿Hay algo que desees decirme? -le preguntó Violet.

– No sé qué quieres decir.

– Creo que lo sabes.

– Te aseguro que no -repuso Francesca, mirándola con una expresión de absoluta inocencia.

– Pasas mucho tiempo en la casa Kilmartin.

– Vivo allí -dijo Francesca, por centésima vez, le pareció.

– No, ahora no estás viviendo allí, y temo que la gente hable.

– Nadie ha dicho ni una sola palabra -replicó Francesca-. No he visto absolutamente nada en las columnas de cotilleo, y si hubiera habladurías, seguro que una de nosotras ya lo habría sabido.

– El que la gente no diga nada hoy no significa que no dirá nada mañana -dijo Violet.

Francesca exhaló un suspiro de irritación.

– No es que yo sea una virgen que nunca ha estado casada.

– ¡Francesca!

Francesca se cruzó de brazos.

– Perdona que hable con tanta franqueza, madre, pero es cierto.

Justo en ese momento llegó el criado con la chaqueta de Francesca y le informó que el coche estaría en la puerta dentro de un momento. Violet esperó a que el criado hubiera salido a esperar la llegada del coche, y entonces se volvió hacia Francesca y le preguntó:

– ¿Cuál es exactamente tu relación con el conde?

– ¡Madre!

– No es una pregunta tonta.

– Es la pregunta más tonta, no, la más estúpida que he oído. ¡Michael es mi primo!

– Era primo de tu marido.

– Y era mi primo también. Y mi amigo. Santo cielos, de todas las personas… no me lo puedo ni imaginar… ¡Michael!

Pero la verdad era que sí se lo podía imaginar. La enfermedad de Michael había mantenido todo a raya; había estado tan ocupada cuidándolo y atendiéndolo que se las había arreglado para no pensar en ese estremecedor momento en el parque, cuando lo miró y algo cobró vida dentro de ella.

Algo que había estado muy segura de que había muerto hacía cuatro años.

Pero oír a su madre hablar del tema… Buen Dios, era humillante. De ninguna manera posible en la tierra podía sentir atracción por Michael. Eso estaba mal, verdaderamente mal. Eso era algo… bueno, malo. No había ninguna otra palabra que lo definiera mejor.

– Madre -dijo, tratando de hablar muy tranquila-. Michael ha estado algo enfermo. Te lo dije.

– Siete días es bastante tiempo para un catarro.

– Es posible que sea algo de lo que se contagió en la India. No lo sé. Creo que está casi recuperado. Le he estado ayudando a instalarse aquí en Londres. Ha estado ausente muchísimo tiempo, y como has observado, tiene muchas responsabilidades nuevas como conde. Me pareció que era mi deber ayudarlo en todo eso.

La miró con expresión resuelta, bastante complacida con su discurso.

– Hasta dentro de una hora -dijo simplemente su madre, y se alejó.

Y la dejó sintiéndose muy aterrada.

Michael estaba disfrutando de un momento de paz y silencio, y no es que le hubiera faltado silencio, aunque la malaria no procuraba paz precisamente, cuando irrumpió Francesca por la puerta, con los ojos agrandados de terror y sin aliento.

– Tienes dos opciones -dijo, o más bien resolló.

– ¿Sólo dos? -preguntó él, aunque no tenía idea de qué hablaba.

– No hagas bromas.

Él se incorporó hasta quedar sentado.

– Francesca -dijo, iniciando la pregunta con mucho cuidado, pues ya sabía por experiencia que hay que proceder con suma cautela cuando una mujer está nerviosa-, ¿te encuentras…?

– Va a venir mi madre -dijo ella.

– ¿Aquí?

Ella asintió.

No era una situación ideal, pero no era algo que justificara esa agitación de Francesca.