– Debes demostrarle a todo el mundo que lo tienes en alta estima -dijo Sophie. Entonces la miró interrogante-. A no ser que no lo tengas, claro.
– Noo, sí que lo tengo -repuso Francesca, exhalando un suspiro.
Sophie tenía razón. Sophie siempre tenía razón tratándose de asuntos de cortesía y cánones sociales. Debía ir a saludar a Michael. Él se merecía una bienvenida pública y oficial en Londres, por ridículo que lo encontrara ella, después de pasarse dos semanas cuidándolo de las fiebres de la malaria. Simplemente no le hacía ninguna gracia tener que abrirse paso por la muchedumbre de sus admiradoras.
Siempre le había divertido la reputación de Michael; tal vez porque se sentía ajena a ella, o incluso por encima de todo eso. Siempre había sido una broma entre ellos tres: ella, John y Michael, y él nunca se había tomado en serio a ninguna de las mujeres, y por lo tanto ella tampoco.
Pero en esos momentos no lo estaba observando desde su cómoda posición de feliz señora casada. Y Michael ya no era solamente el Alegre Libertino, el ocioso bueno para nada que mantenía su posición en la sociedad gracias a su ingenio y encanto.
Ahora era conde y ella era viuda, y de pronto se sentía pequeña e impotente.
Eso no era culpa suya, lógicamente. Eso lo sabía, lo sabía tan bien como… bueno, tan bien como sabía que él sería el horroroso marido de alguien algún día. Pero en esos momentos, saber eso no le servía de mucho para aplacar del todo su ira, estando él con esa bandada de mujeres alrededor riendo como jovencitas tontas.
– Francesca, ¿quieres que te acompañe una de nosotras? -le preguntó Sophie.
– ¿Qué? Ah, no, no, no es necesario -contestó ella, enderezándose, avergonzada de que sus hermanas la hubieran sorprendido en la luna-. Soy capaz de ocuparme de Michael -dijo firmemente.
Avanzó dos pasos en su dirección y se volvió hacia las otras tres.
– Después de ocuparme de mí misma -dijo.
Acto seguido se dio media vuelta y se dirigió a la sala de aseo y tocador de señoras. Si tenía que sonreír y ser educada en medio de las bobas que rodeaban a Michael, le iría bien hacerlo sin estar saltando de un pie a otro.
Pero alcanzó a oír a Eloise decir en voz baja: «Cobarde».
Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no girarse y pinchar a su hermana con una réplica mordaz.
Bueno, además de que temía que Eloise tuviera razón.
Y la humillaba pensar que podría haberse convertido en una cobarde por Michael, justamente.
Capítulo 11
… me ha escrito Michael, tres veces en realidad. Todavía no le he contestado. Te sentirías decepcionado de mí, estoy segura. Pero no puedo…
De una carta de la condesa de Kilmartin
a su difunto marido, diez meses después de la marcha
de Michael a la India, arrugada y tirada al fuego
después de mascullar: «Esto es una locura»
Michael había visto a Francesca en el instante mismo en que entró en el salón de baile; estaba en el otro extremo del salón charlando con sus hermanas, y llevaba un vestido azul y un peinado nuevo.
Y también la vio en el instante en que salió por la puerta de la pared noroeste, y supuso que iba a la sala de aseo y tocador de señoras, porque sabía que estaba en ese corredor.
Lo peor de todo era que estaba seguro de que también sabría el momento en que regresara al salón, aun cuando estaba conversando con unas doce damas, todas las cuales creían que él tenía toda su atención puesta en su pequeño grupo.
Eso era como una enfermedad en él, un sexto sentido. No podía estar en la misma sala o habitación con Francesca sin saber dónde estaba. Eso le ocurría desde el momento en que se conocieron, y lo único que se lo hacía soportable era que ella no tenía ni idea.
Eso era una de las cosas que más le gustaban de la India. Que ella no estaba y que nunca tenía que estar consciente de su presencia. Pero de todos modos lo acosaba. De vez en cuando veía a alguien de pelo castaño que reflejaba la luz de las velas igual que el de ella y por una fracción de segundo le parecía que era el de ella. Se quedaba sin aliento y la buscaba, aun sabiendo que no estaba allí.
Era un infierno, y normalmente le bastaba con beber algún licor fuerte. O pasar la noche con su última conquista.
O ambas cosas.
Pero eso ya había acabado; estaba de vuelta en Londres, y le sorprendía lo fácil que le resultaba adoptar su antiguo papel de encantador indolente y despreocupado. No era mucho lo que había cambiado la ciudad; ah, sí, algunas caras habían cambiado, pero en su conjunto, la alta sociedad estaba igual que siempre. La fiesta de lady Bridgerton era tal como se la había imaginado, aunque tenía que reconocer que le asombraba bastante la inmensa curiosidad que había despertado su reaparición en Londres. Al parecer, el Alegre Libertino se había transformado en el Gallardo Conde, y antes del primer cuarto de hora de su llegada ya lo habían abordado nada menos que ocho, no nueve (no debía olvidar a la propia lady Bridgerton) señoras de la sociedad, impacientes por conquistar su favor y, lógicamente, presentarle a sus hermosas hijas solteras y sin compromiso.
No sabía si eso era divertido o un infierno.
Divertido, decidió, por el momento al menos. La próxima semana no dudaba de que sería un infierno.
Después de otros quince minutos de presentaciones y más presentaciones, y una proposición ligeramente velada (afortunadamente de una viuda y no de una de las debutantes ni de sus madres), declaró su intención de ir a buscar a su anfitriona, y presentó sus disculpas al grupo.
Y entonces ahí estaba ella. Francesca. Él estaba a medio salón de distancia, lo que significaba que tendría que abrirse paso por en medio de la multitud si deseaba hablar con ella. Estaba pasmosamente bella con su vestido azul oscuro, y cayó en la cuenta de que con todo lo que ella había hablado de comprarse un guardarropa nuevo, esa era la primera vez que la veía vestida con un color que no fuera de medio luto.
Entonces lo golpeó la comprensión, otra vez. Se había quitado el luto. Volvería a casarse. Reiría, coquetearía, vestiría de azul y encontraría un marido.
Y probablemente todo eso ocurriría en el espacio de un mes. Una vez que dejara clara su intención de volverse a casar, los hombres comenzarían a echarle abajo la puerta. ¿Cómo podría alguien no desear casarse con ella? Ya no gozaba de la juventud de las otras mujeres que andaban buscando marido, pero poseía algo de lo que las jovencitas debutantes carecían: chispa, vivacidad, un destello de inteligencia en los ojos que se sumaba a su belleza.
Seguía sola en el umbral de la puerta, advirtió. Era pasmoso que nadie se hubiera fijado en que estaba allí, de modo que decidió arrostrar la multitud y abrirse paso hasta ella.
Pero Francesca lo vio antes de que llegara hasta ella, y aun cuando no sonrió, se le curvaron levemente los labios, le destellaron los ojos al reconocerlo, y cuando echó a andar hacia él, se le quedó retenido el aliento.
Eso no tenía por qué sorprenderle, pero le sorprendió. Cada vez que pensaba que lo sabía todo de ella, que sin querer había memorizado todos sus detalles, algo vibraba y cambiaba dentro de ella, y él sentía que todo comenzaba de nuevo.
Nunca escaparía de esa mujer. Jamás escaparía de ella, y jamás podría tenerla. Aun cuando ya no estaba John, eso era imposible, sencillamente incorrecto. Era muchísimo lo que había que tomar en cuenta. Habían ocurrido demasiadas cosas, y él no podría jamás quitarse la sensación de que en cierto modo la había robado.
Peor aún, que había deseado que ocurriera todo; que había deseado que muriera John y le dejara libre el camino, que había deseado el título, a Francesca y todo lo demás.
Fue avanzando, avanzando, y se encontró con ella a medio camino.
– Francesca -dijo, con su tono más tranquilo y agradable-, qué alegría verte.
– Y la mía al verte a ti -contestó ella.