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– ¿Cómo así? -le preguntó, esbozando una sonrisa de inocencia y condescendencia combinadas-. Voy a hacer justamente lo que me has pedido. ¿No me dijiste que bailara con una Featherington? Voy a cumplir tus órdenes al pie de la letra.

– Estás enfadado conmigo.

– No, no, claro que no -dijo él, pero los dos sabían que su voz había sonado demasiado simpática, demasiado amable-. Simplemente he aceptado que tú, Francesca, sabes más que yo. Y yo que he estado escuchando a mi mente y a mi conciencia todo este tiempo, ¿y para qué? Sabe Dios dónde estaría si te hubiera hecho caso hace años.

Ella exhaló un suave suspiro y retrocedió.

– Tengo que irme -dijo.

– Vete, entonces.

Ella levantó un tanto el mentón.

– Hay muchos hombres aquí.

– Muchísimos.

– Necesito encontrar un marido.

– Deberías -convino él.

Ella apretó los labios y añadió:

– Podría encontrar uno esta noche.

Él estuvo a punto de sonreírle burlón. Siempre tenía que decir la última palabra.

– Podrías -dijo, en el instante mismo en que captó que ella creía que había terminado la conversación.

Ella ya se había alejado bastante, por lo que no pudo gritarle una última réplica. Pero la vio detenerse y tensar los hombros, y eso le dijo que lo había oído.

Se apoyó en la pared y sonrió. Un hombre tiene que darse esos simples placeres donde y cuando puede.

Al día siguiente Francesca se sentía francamente fatal. Y peor aún, no lograba acallar un sentimiento de culpa muy molesto, aun cuando había sido Michael el que había hablado de manera tan insultante esa noche pasada.

Porque, de verdad, ¿qué le había dicho ella para provocar una reacción tan cruel en él? ¿Y qué derecho tenía él para portarse tan mal con ella? Lo único que había hecho ella era expresarle su alegría por la posibilidad de que él deseara un matrimonio verdadero, por amor, en lugar de dedicar la vida a frívolas seducciones.

Pero al parecer, se había equivocado. Michael se pasó toda la noche, antes y después de la conversación entre ellos, hechizando a todas las mujeres de la fiesta. Llegó hasta tal punto que creyó que se iba a enfermar.

Pero lo peor de todo fue que no logró impedirse contar sus conquistas, tal como lo predijera. «Una, dos tres», musitó cuando lo vio hechizando a un trío de hermanas con su sonrisa. «Cuatro, cinco, seis», continuó, cuando pasó a dos viudas y una condesa. Fue repugnante, y se sentía fastidiada consigo misma por haber estado tan obsesionada por eso.

Y de vez en cuando él la miraba a ella. Simplemente la miraba, con esa mirada burlona, con los párpados entornados, y no podía dejar de pensar que él sabía lo que estaba haciendo, que pasaba de una mujer a otra y a otra sólo para que ella pudiera seguir contando hasta llegar a la siguiente decena o más.

¿Por qué le dijo que las iba a contar? ¿Cómo se le ocurrió decirle eso? ¿En qué estaba pensando?

¿O tal vez no estaba pensando? Esa parecía ser la única explicación. No había tenido la intención de decirle que no podría impedirse contar los corazones que él dejara rotos. Las palabras le salieron de los labios antes de darse cuenta de que lo estaba pensando.

E incluso en ese momento no sabía qué significaba eso.

¿Por qué le importaba? ¿Por qué demonios le importaba cuántas mujeres caían bajo su hechizo? Antes nunca le había importado.

Y eso sólo iba a empeorar, además. Las mujeres estaban locas por Michael. Si se invirtieran las reglas de la sociedad, pensó, irónica, el salón de la casa Kilmartin estaría a rebosar de flores, todas enviadas al Gallardo Conde.

Iba a ser horroroso. Ese día se agolparían las visitas, de eso estaba segura. Todas las mujeres de Londres irían a visitarla con la esperanza de que Michael entrara en el salón. Tendría que soportar infinitas preguntas, ciertas insinuaciones y…

– ¡Santo cielo! -Paró en seco y miró el salón sin poder dar crédito a sus ojos-. ¿Qué es esto?

Flores. Flores por todas partes.

Era su pesadilla hecha realidad. ¿Es que alguien había cambiado las reglas de la sociedad y olvidado decírselo?

Violetas, lirios, margaritas, tulipanes importados, orquídeas de invernadero. Y rosas. Rosas por todas partes. De todos los colores. El olor era casi abrumador.

– ¡Priestley! -llamó, al ver a su mayordomo poniendo sobre una mesa un florero alto con bocas de león-. ¿Qué son todas estas flores?

Él hizo un último arreglo al florero, girando un tallo para que la flor no quedara hacia la pared y se volvió a mirarla.

– Son para usted, milady.

– ¿Para mí?

– Sí. ¿Quiere leer las tarjetas? Las he dejado en los ramos, para que vea quiénes se los envían.

– Ah.

No se le ocurrió qué decir. Se sentía como una idiota, con una mano sobre la boca abierta, moviendo la cabeza de un lado a otro, mirando todas las flores.

– Si quiere -continuó Priestley-, podría sacar cada tarjeta y anotar atrás de qué ramo la saqué. Así podría leerlas todas de una vez. -Al ver que ella no contestaba nada, sugirió-: ¿Preferiría retirarse a su escritorio? Tendré mucho gusto en llevarle allí las tarjetas.

– No, no -dijo, sintiéndose terriblemente inquieta por todo eso. Era una viuda, por el amor de Dios. Los hombres no debían enviarle flores. ¿A que no?

– ¿Milady?

– Esto… -Enderezando la espalda, se volvió hacia Priestley, y se obligó a pensar con claridad, o por lo menos a intentarlo-. Creo que voy a, eh… a echarles una mirada…

Eligió el ramo que tenía más cerca, un delicado arreglo de jacintos nazarenos y jazmines de Madagascar, y leyó la tarjeta. «Pálida comparación con sus ojos», decía. La firmaba el marqués de Chester.

– ¡Oh! -exclamó.

La mujer de lord Chester había muerto hacía dos años. Todo el mundo sabía que andaba buscando otra esposa.

Casi incapaz de contener la extraña sensación de vértigo que empezaba a apoderarse de ella, avanzó hacia un ramo de rosas y sacó la tarjeta, esforzándose por no parecer demasiado ilusionada delante del mayordomo.

– Me gustaría saber de quién es este -dijo, con estudiada indiferencia.

Un soneto. De Shakespeare, si no recordaba mal. Firmado por el vizconde Trevelstam.

¿Trevelstam? Había estado con él una sola vez, cuando los presentaron. Era joven, muy apuesto, y se rumoreaba que su padre había derrochado la mayor parte de la fortuna de la familia. El nuevo vizconde tendría que casarse con una mujer rica. Al menos eso decían todos.

– ¡Santo cielo!

Francesca se giró y se encontró ante Janet.

– ¿Qué es esto?

– Creo que esas fueron exactamente mis palabras cuando entré aquí -contestó Francesca.

Le pasó las dos tarjetas y le observó atentamente la cara mientras Janet leía las líneas pulcramente escritas.

Con la muerte de John Janet había perdido a su único hijo. ¿Cómo reaccionaría al verla a ella cortejada por otros hombres?

– Caramba -dijo Janet al levantar la vista-. Parece que eres la Incomparable de la temporada.

– Vamos, no seas tonta -repuso Francesca, ruborizándose. ¿Ruborizándose? Buen Dios, pero ¿qué le pasaba? Ella no se ruborizaba. Ni siquiera se ruborizó durante su primera temporada, cuando de verdad fue una Incomparable-. Estoy muy vieja para eso.

– Al parecer no -dijo Janet.

– Hay más en el vestíbulo -dijo Priestley.

– ¿Has visto todas las tarjetas? -preguntó Janet.

– Todavía no, pero me imagino…

– ¿Que son más de lo mismo?

Francesca asintió.

– ¿Te molesta?

Janet sonrió tristemente, pero con sus ojos amables y sabios.

– ¿Querría que siguieras casada con mi hijo? Por supuesto. ¿Deseo que pases el resto de tu vida casada con su recuerdo? Por supuesto que no. -Le cogió una mano-. Eres una hija para mí, Francesca. Deseo que seas feliz.