Capítulo 12
… bastante ridículo escribirte, pero supongo que después de tantos meses en Oriente mi perspectiva sobre la muerte y la vida después de la muerte se ha transformado en algo que haría correr al párroco MacLeish chillando por las colinas. Tan lejos de Inglaterra, es casi posible simular que todavía estás vivo y puedes recibir esta carta, como recibías las muchas que te enviaba de Francia. Pero entonces alguien me llama y me recuerda que yo soy Kilmartin, y que tú estás en un lugar al que no llega el Correo Real.
De una carta del conde de Kilmartin
a su difunto primo, el conde anterior,
un año y dos meses después de su llegada a la India,
escrita entera y luego quemada lentamente
en la llama de una vela.
No era que le gustara sentirse como un imbécil, reflexionaba Michael haciendo girar una copa de coñac sentado a una mesa del salón de su club, pero parecía que últimamente no podía evitar actuar así, al menos cuando estaba con Francesca.
En la fiesta de cumpleaños de su madre ella había estado tan condenadamente feliz por él, tan encantada de que hubiera pronunciado la palabra «amor» en su presencia, y él sólo le había ladrado.
Porque sabía cómo le funcionaba la mente a ella, y sabía que ya estaba pensando por adelantado, tratando de elegirle la mujer perfecta, y la verdad era…
Bueno, la verdad era tan patética que sencillamente no había palabras para expresarla.
Pero le pidió disculpas, y aunque podía jurar y rejurar que no volvería a portarse como un idiota, lo más seguro era que tuviera que volver a pedirle disculpas en algún momento del futuro próximo, y casi con toda seguridad ella lo atribuiría todo a su naturaleza rara, por mucho que hubiera sido un modelo de humor y ecuanimidad cuando John estaba vivo.
Se bebió todo el coñac. Al cuerno con todo.
Bueno, pronto acabaría toda esa tontería. Ella encontraría un hombre, se casaría con él y se marcharía de la casa. Continuarían siendo amigos, lógicamente. Francesca no era el tipo de persona que fuera a permitir otra cosa, pero él no la vería todos los días en la mesa del desayuno. Ni siquiera la vería con la frecuencia que la veía antes de la muerte de John. Su marido no le permitiría pasar mucho tiempo en su compañía, por muy primos que fueran.
– ¡Stirling! -gritó alguien, y a eso siguió una tosecita que precedía a-: Kilmartin, quiero decir, lo siento.
Michael levantó la vista y vio a sir Geoffrey Fowler, conocido suyo desde su época de Cambridge.
– No tiene importancia -dijo, invitándolo a sentarse en la silla del otro lado de la mesa.
– Espléndido verte -dijo sir Geoffrey, sentándose-. Espero que tu viaje a casa haya sido tranquilo.
Estuvieron unos minutos hablando de trivialidades, hasta que sir Geoffrey fue al grano:
– Entiendo que lady Kilmartin anda buscando marido.
Michael se sintió como si le hubieran dado un puñetazo. A pesar de la atroz exhibición de flores en su salón, continuaba encontrando de mal gusto ese comentario salido de la boca de un hombre.
De un hombre joven, bastante guapo y claramente en el mercado del matrimonio en busca de esposa.
– Eeh, sí -contestó al fin-. Creo que sí.
– Excelente -dijo sir Geoffrey, frotándose las manos, expectante, lo que le produjo a Michael un abrumador deseo de romperle la cara.
– Será muy selectiva -dijo, irritado.
Al parecer eso no le importó nada a sir Geoffrey.
– ¿La vas a dotar?
– ¿Qué? -ladró Michael.
Buen Dios, ahora él era su pariente más cercano, ¿no? Igual tendría que entregarla en la boda. Demonios.
– ¿Sí? -insistió sir Geoffrey.
– Por supuesto.
Sir Geoffrey hizo una corta inspiración, encantado.
– Su hermano ha ofrecido dotarla también.
– Los Stirling nos ocuparemos de ella -repuso Michael, fríamente.
– Parece que los Bridgerton también -dijo sir Geoffrey, encogiéndose de hombros.
Michael notó que se estaba moliendo los dientes, de tanto hacerlos rechinar.
– No te irrites tanto, hombre -dijo sir Geoffrey-. Con una doble dote no tardarás nada en quitártela de encima. Seguro que estarás impaciente por librarte de ella.
Michael ladeó la cabeza, tratando de calcular en qué lado de la nariz del hombre conectaría mejor un puñetazo.
– Tiene que ser una carga para ti -continuó el otro, alegremente-. Sólo la ropa tiene que costar una fortuna.
Michael pensó cuáles serían las consecuencias judiciales por estrangular a un caballero del reino. Seguro que no serían nada con lo que no pudiera vivir.
– Y cuando te cases -continuó sir Geoffrey, sin darse cuenta de que Michael estaba flexionando los dedos y calculando el grosor de su cuello-, tu condesa no la va a querer en la casa. No puede haber dos gallinas al mando en una casa, ¿verdad?
– Verdad -contestó Michael, entre dientes.
– Muy bien, entonces -dijo sir Geoffrey, levantándose-. Encantado de haber hablado contigo, Kilmartin. Debo irme. Tengo que darle la noticia a Shively. No es que quiera competidores, lógicamente, pero este asunto no se mantendrá en secreto mucho tiempo. Bien puedo ser yo quien se lo diga.
Michael le dirigió una mirada como para congelarlo, pero sir Geoffrey estaba tan entusiasmado por el chisme que no se fijó.
Entonces Michael miró su copa. Muy bien, entonces. Apuró la copa. Condenación.
Le hizo un gesto al camarero para que le trajera otra y se repantigó en la silla para leer el diario que había cogido al entrar, pero antes de que pudiera leer los titulares, oyó su nombre otra vez. Hizo el esfuerzo necesario para ocultar su irritación y levantó la vista.
Trevelstam, el de las rosas amarillas. Sintió arrugarse el diario entre sus manos.
– Kilmartin -dijo el vizconde.
– Trevelstam -saludó Michael inclinando la cabeza. Se conocían; no muy bien, pero lo suficiente para poder entablar una conversación amistosa. Señaló la silla que acababa de desocupar sir Geoffrey-. Toma asiento.
Trevelstam se sentó y dejó en la mesa su copa a medio beber.
– ¿Cómo estás? -preguntó-. No te he visto mucho desde tu regreso.
– Bastante bien -gruñó Michael.
Bueno, tomando en cuenta que se veía obligado a estar sentado con un bobo que deseaba casarse con la dote de Francesca, no, con su doble dote. Sí que se había propagado rápido el chisme; probablemente Trevelstam se lo había oído a sir Geoffrey.
Trevelstam era ligeramente más educado que sir Geoffrey; se las arregló para hablar de trivialidades durante tres minutos enteros, preguntándole por su estancia en la India, por el viaje de regreso, etcétera, etcétera. Pero claro, finalmente llegó a su verdadero propósito.
– He ido a visitar a lady Kilmartin esta tarde -dijo.
– ¿Sí? -musitó Michael.
No había vuelto a casa desde que salió esa mañana. Lo último que deseaba era estar presente durante el desfile de pretendientes de Francesca.
– Sí. Es una mujer encantadora.
– Sí -dijo Michael, contento de que hubiera llegado su copa de coñac.
Al instante se le acabó la alegría al darse cuenta de que había llegado dos minutos antes y ya se la había bebido. Trevelstam se aclaró la garganta.
– No me cabe duda de que sabes que tengo la intención de cortejarla.
Michael miró su copa por si quedaban algunas gotas.
– Sin duda ahora lo sé -dijo.
– No sabía si informarte a ti o a su hermano de mis intenciones.
Michael sabía muy bien que Anthony Bridgerton, el hermano mayor de Francesca, era muy capaz de eliminar a los pretendientes inconvenientes, pero de todos modos contestó:
– Basta que me lo digas a mí.
– Estupendo, estupendo -musitó Trevelstam-. Yo…