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Francesca era consciente de que no debería haber salido al jardín con sir Geoffrey Fowler, pero él se había mostrado muy educado y encantador y ella se sentía acalorada en el abarrotado salón. Eso era algo que no habría hecho jamás cuando estaba soltera, pero las viudas no se ceñían a los mismos criterios; además, sir Geoffrey le había dicho que dejaría la puerta entreabierta.

Todo fue muy agradable los primeros minutos. Sir Geoffrey le hacía reír y le hacía sentirse hermosa, y era casi doloroso comprender lo mucho que había echado de menos eso. Por lo tanto se reía y coqueteaba, dándose permiso para entregarse al momento. Deseaba volver a sentirse mujer, tal vez no en todo el sentido de la palabra, pero de todos modos, ¿qué tenía de malo disfrutar de la embriaguez de saber que era deseada?

Tal vez lo único que deseaban todos era su maldita doble dote, tal vez deseaban emparentarse con dos de las familias más notables de Gran Bretaña; ella era Bridgerton y Stirling después de todo. Pero por una hermosa noche se permitiría creer que todo era por ella.

Pero entonces sir Geoffrey se le acercó más. Ella tuvo que retroceder lo más discretamente que pudo, pero él avanzó un paso, luego otro y antes de darse cuenta se encontró apoyada en el ancho tronco de un árbol y mientras él la dejaba encerrada ahí apoyando las manos en el tronco, muy cerca de su cabeza.

– Sir Geoffrey -dijo, tratando de continuar siendo amable mientras pudiera-, creo que ha habido un malentendido. Ahora quiero volver al salón -añadió, en tono amistoso, pues no quería provocarlo a hacer algo que luego ella tuviera que lamentar.

Él acercó más la cara a la de ella.

– Vamos, ¿por qué querría eso? -susurró.

– No, no -dijo, tratando de agacharse para salir de allí-. Me van a echar de menos.

Porras, tendría que darle un pisotón, o peor aún, reducirlo golpeándole de la manera que le enseñaron sus hermanos cuando todavía era una niña.

– Sir Geoffrey -dijo, haciendo un último intento de ser educada-, de verdad, debo…

Y entonces él le plantó la boca en la suya, toda mojada, los labios blandengues, asquerosos.

– ¡No! -logró gritar.

Pero estaba resuelto a aplastarle la boca con los labios. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, pero él era más fuerte de lo que se había imaginado y no tenía la menor intención de dejarla escapar. Sin dejar de debatirse, logró poner la pierna en posición para levantar la rodilla y enterrársela entre las ingles, pero antes de que pudiera hacerlo, sir Geoffrey simplemente… desapareció.

– ¡Oh!

El sonido de sorpresa le salió solo de los labios. Sintió agitarse el aire, como por una ráfaga de movimientos; un ruido que parecía ser de puños sobre un cuerpo y un muy sentido aullido de dolor. Cuando logró hacerse una idea de lo que ocurría, sir Geoffrey ya estaba tendido de espaldas en el suelo y un hombre corpulento se hallaba medio inclinado sobre él con una bota firmemente plantada en su pecho.

– ¿Michael? -preguntó, sin poder dar crédito a sus ojos.

– Dilo -dijo Michael, con una voz que ella ni habría soñado que oiría salir de sus labios-, y le aplastaré las costillas.

– ¡No! -se apresuró a decir.

No se habría sentido en absoluto culpable por darle un rodillazo en la entrepierna a sir Geoffrey, pero no quería que Michael lo matara. Y a juzgar por la expresión que veía en su cara, estaba segura de que lo haría alegremente.

– Eso no es necesario -dijo, corriendo a su lado. Entonces retrocedió, al ver el feroz brillo de sus ojos-. Eh… ¿tal vez podríamos simplemente pedirle que se marche?

Michael estuvo un momento sin decir nada, simplemente mirándola. Mirándola fijamente, a los ojos, y con una intensidad que a ella casi le quitó la capacidad de respirar. Después enterró otro poco la bota en el pecho de sir Geoffrey. No con mucha fuerza, pero la suficiente para hacer gemir de dolor al hombre.

– ¿Estás segura? -preguntó entonces, entre dientes.

– Sí, por favor, no hay ninguna necesidad de hacerle daño -contestó ella. Cielo santo, sería una pesadilla si alguien los sorprendía así. Su reputación quedaría manchada y a saber qué dirían de Michael, que atacaba así a un muy respetado baronet-. No debería haber salido al jardín con él -añadió.

– No, no has debido salir -dijo él en tono duro-, pero eso no le da permiso para obligarte a aceptar sus atenciones.

Entonces retiró la bota del pecho del tembloroso sir Geoffrey y de un tirón lo puso de pie; cogiéndolo por las solapas de la chaqueta, lo aplastó contra el árbol y se le acercó hasta que estuvieron nariz con nariz.

– Es desagradable estar atrapado así, ¿verdad? -le dijo.

Sir Geoffrey no contestó, simplemente lo miró, aterrado.

– ¿Tienes algo que decirle a la dama?

Sir Geoffrey negó enérgicamente con la cabeza. Michael le golpeó la cabeza en el árbol.

– ¡Piénsalo mejor! -gruñó.

– ¡Lo siento! -chilló el hombre.

Como una niña, pensó Francesca, objetivamente. Ya sabía que no sería un buen marido, pero eso se lo confirmó.

Pero Michael no había acabado con él.

– Si alguna vez te acercas a diez yardas de distancia de lady Kilmartin, te arrancaré personalmente las entrañas.

Incluso Francesca se encogió.

– ¿Me has entendido?

Sir Geoffrey emitió otro chillido y dio la impresión de que podría echarse a llorar de lo aterrado que estaba.

– Fuera de aquí -gruñó Michael, dándole un fuerte empujón-. Y de paso, arréglatelas para ausentarte de la ciudad un mes o más.

Sir Geoffrey lo miró espantado.

Michael se mantuvo inmóvil, peligrosamente inmóvil, y luego encogió un hombro, insolente.

– No se te echará de menos -dijo en voz baja.

Francesca cayó en la cuenta de que tenía retenido el aliento. Michael era aterrador, pero también magnífico, y le estremecía hasta el fondo del alma comprender que jamás lo había visto así.

Jamás se había imaginado que él podría ser así.

Sir Geoffrey echó a correr por el jardín de césped, en dirección a la puerta de atrás. Y así Francesca se quedó a solas con él, sola y, por primera vez desde que lo conocía, sin saber qué decir.

– Lo siento -logró decir.

Él se giró a mirarla con una ferocidad que casi la hizo tambalearse.

– No pidas disculpas.

– No, claro que no, pero debería haber tenido más prudencia.

– Él debería haberse comportado -gruñó él, vehemente.

Eso era cierto, y ella no se iba a echar la culpa del ataque, pero pensó que sería mejor no atizarle la furia, por lo menos no en ese momento; jamás lo había visto así; en realidad, nunca había visto a nadie así, tan tenso por la furia que daba la impresión de que podría estallar en trocitos. Pensó que estaba descontrolado, pero viéndolo tan inmóvil que casi le daba miedo respirar, comprendió que era todo lo contrario.

Michael estaba tan controlado como si estuviera aferrado por unas tenazas; de lo contrario, sir Geoffrey ahora estaría tendido en el suelo sobre un charco de sangre.

Abrió la boca para decir algo más, algo apaciguador, o incluso divertido, pero descubrió que no se le ocurría nada, no tenía capacidad para hacer nada que no fuera mirarlo, mirar a ese hombre que creía conocer tan bien.

El momento le producía una especie de parálisis, un atontamiento; no podía desviar los ojos de él. Tenía la respiración agitada; era evidente que seguía esforzándose por dominar la rabia y, curiosamente, parecía no estar del todo presente allí; estaba mirando a lo lejos, como hacia el horizonte, con la mirada desenfocada, y daba la impresión de que estaba…

Sufriendo.

– ¿Michael? -dijo, tímidamente.

Él no reaccionó.

– ¿Michael? -repitió, alargando la mano y tocándolo.

Él se encogió, y se giró tan rápido a mirarla que ella casi se cayó de espaldas.

– ¿Qué pasa? -preguntó, con la voz ronca.