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Cerca, muy cerca, a unas pocas pulgadas. Hacía años que nadie estaba tan cerca de ella, y nunca, nunca, Michael.

No pudo hablar, no pudo pensar, no pudo hacer nada aparte de respirar y mirarle la cara, comprendiendo que deseaba, con una horrorosa intensidad, que la besara.

Michael.

Buen Dios, deseaba a Michael.

Era como si la estuvieran rebanando con un cuchillo. No debía sentir eso; no debía desear a nadie. Pero a Michael…

Debería haberse alejado. Demonios, debería haber salido corriendo. Pero algo, no sabía qué, la dejó clavada en el lugar. No podía apartar los ojos de los suyos; no pudo evitar mojarse los labios, y cuando él colocó las manos en sus hombros, no protestó.

Ni siquiera se movió.

Y tal vez, sólo tal vez, incluso se le acercó un poco más, tal vez algo dentro de ella reconoció ese momento, ese sutil baile entre hombre y mujer.

Hacía muchísimo tiempo que no se mecía así para recibir un beso, pero al parecer hay ciertas cosas que el cuerpo no olvida. Él le tocó el mentón y le levantó ligeramente la cara.

Y ella no dijo no.

Simplemente continuó mirándolo, se lamió los labios y esperó… Esperó el momento, el primer contacto, porque por aterrador e incorrecto que fuera, sabía que lo sentiría perfecto.

Y fue perfecto.

Él le rozó los labios con los suyos en una suavísima caricia. Era el tipo de beso que seduce con sutileza, que le produjo sensaciones en todo el cuerpo haciéndola desesperar por más. En algún nebuloso recoveco de su mente sabía que eso estaba mal, que era más que incorrecto, era una locura. Pero no podría haberse apartado ni aunque las llamas del infierno le estuvieran lamiendo los pies.

Estaba atontada, transportada por su caricia. No se habría atrevido a hacer ningún movimiento, a invitarlo de alguna manera distinta a mecer suavemente el cuerpo, pero tampoco hizo ningún intento de romper el contacto.

Simplemente esperó, con el aire atrapado en la garganta, que él hiciera algo más.

Y él lo hizo. Deslizó la mano por su cintura y la abrió en su espalda, tentándola con su embriagador calor. No la atrajo hacia sí exactamente, pero ella sentía la presión, y disminuyó el espacio entre ellos hasta que sintió el roce de su traje de noche a través de la seda de su camisón y bata.

Y se calentó, se sintió derretida. Inicua.

Los labios de él exigieron más y ella los abrió, dándole acceso a su boca para que la explorara. Y él lo aprovechó, introduciendo la lengua y moviéndola en un peligroso baile, tentándola, seduciéndola, atizando su deseo hasta que sintió las piernas débiles y tuvo que cogerse de sus brazos, aferrarse a él, acariciarlo también, reconocer que estaba presente en el beso, participando en él.

Que lo deseaba.

Él musitó su nombre, con la voz ronca por el deseo, la necesidad, y algo más, algo doloroso, pero ella no pudo hacer otra cosa que aferrarse a él, dejarse besar y, Dios la amparara, corresponderle el beso.

Subió la mano hasta su cuello, disfrutando del suave calor de su piel. Por entonces, llevaba el pelo ligeramente largo y unos gruesos rizos se le enrollaron en los dedos y… ay, Dios, deseó sumergirse en su pelo.

Él subió la mano por su espalda dejándole una estela de fuego. Deslizó la mano por su hombro, acariciándoselo, la bajó por el brazo y la detuvo en su pecho.

Francesca se quedó inmóvil, paralizada.

Pero Michael estaba tan inmerso en el beso que no se fijó; ahuecó la mano en su pecho y se lo apretó suavemente, emitiendo un ronco gemido.

– No -musitó ella.

Eso era demasiado, demasiado íntimo.

Era demasiado… Michael.

– Francesca -musitó él, deslizando los labios por su mejilla hasta la oreja.

– No -repitió ella, apartándose, liberándose de sus brazos-. No puedo.

No quería mirarlo, pero no pudo dejar de mirarlo. Y cuando lo miró, lo lamentó.

Él tenía la cabeza gacha y la cara ligeramente desviada, pero seguía mirándola, perforándola con sus ojos penetrantes, intensos.

Y ella se sintió quemada.

– No puedo hacer esto -susurró.

Él no dijo nada.

Entonces le salieron más rápidas las palabras, a borbotones, aunque las mismas.

– No puedo, no puedo, no puedo. No…

– Entonces vete -dijo él entre dientes-. Ahora mismo.

Ella echó a correr.

Huyó hasta su dormitorio y al día siguiente huyó a casa de su madre.

Y al día subsiguiente, huyó hasta Escocia.

Capítulo 15

… Me alegra mucho que te vaya tan bien en la India, pero me gustaría que consideraras la posibilidad de volver a casa. Todos te echamos de menos, y aquí tienes responsabilidades que no se pueden atender desde el extranjero.

De una carta de Helen Stirling a su hijo,

el conde de Kilmartin, dos años y cuatro meses

después de su marcha a la India.

Francesca siempre había sido buena para mentir, pensaba Michael mientras leía la corta carta que le dejó a Helen y Janet, pero era mejor aún cuando podía evitar decir las cosas cara a cara y lo hacía por escrito.

Había surgido algo urgente en Kilmartin, escribía, que hacía necesaria su atención inmediata, y luego pasaba a explicar, con admirables detalles, el brote de fiebre moteada entre las ovejas. No tenían por qué preocuparse, les decía, pues no tardaría mucho en volver y les prometía traer provisiones de la espléndida mermelada de frambuesas que preparaba la cocinera, y que, como todos sabían, no tenía igual en Londres.

Michael jamás había oído que una oveja contrajera fiebre moteada, ni ningún animal de granja, en realidad. Cualquiera podía preguntarse: ¿cómo se les ven las manchas en la piel a las ovejas?

Todo le había salido muy pulcro, muy fácil. Michael pensó si incluso Francesca no habría organizado las cosas para que Helen y Janet estuvieran fuera de la ciudad ese fin de semana para poder escapar sin tener que despedirse de ellas personalmente.

Porque era una escapada. De eso no cabía la menor duda. Él no se creía ni por un momento que hubiera una urgencia en Kilmartin. Si eso fuera cierto, ella habría considerado su deber informarle. Podía haber estado años administrando la propiedad, pero él era el conde, y ella no era el tipo de persona que usurparía o socavaría su puesto ahora que estaba de vuelta.

Además, él la había besado, y más aún, le había visto la cara después de besarla.

Si Francesca hubiera podido huir a la luna, lo habría hecho.

Ni Janet ni Helen mostraron mucha preocupación por su marcha, aunque sí hablaban (sin parar, en realidad) de lo mucho que echaban de menos su compañía.

Él simplemente estaba sentado en su despacho sopesando métodos de autoflagelación.

La había besado. Besado, a ella.

No era esa, pensó irónico, la mejor manera de actuar de un hombre que desea ocultar sus verdaderos sentimientos.

Seis años hacía que la conocía. Seis años, durante los cuales lo había mantenido todo bajo la superficie, y representado su papel a la perfección. Y a los seis años lo había estropeado todo con un simple beso.

Aunque en realidad el beso no tuvo nada de simple.

¿Cómo era posible que un beso pudiera superar todas sus fantasías? Y habiendo tenido seis años para fantasear, se había imaginado besos verdaderamente supremos.

Pero ese… había sido mucho más. Había sido mejor… Había…

Se lo había dado a Francesca.

Era curioso cómo eso lo cambiaba todo. Se puede pensar en una mujer todos los días durante años, imaginarse cómo sería tenerla en los brazos, pero nada, nada puede igualar a la realidad.