Y ahora estaba peor que antes. Si, la había besado; sí, había sido el beso más espectacular de su vida.
Pero ya había acabado todo.
Y no iba a volver a ocurrir.
Ahora que había ocurrido por fin, ahora que había probado la perfección, sufría más que nunca. Ahora sabía exactamente lo que se perdía; comprendía con dolorosa claridad qué era lo que no sería jamás suyo.
Y nada sería igual.
No volverían a ser amigos. Francesca no era el tipo de mujer que pudiera tomarse a la ligera un acto de intimidad. Y puesto que detestaba cualquier tipo de situación que le hiciera sentirse incómoda o violenta, se desviviría por eludir la presencia de él.
Demonios, se había marchado a Escocia para librarse de él. Una mujer no puede dejar más claros sus sentimientos.
Y estaba la nota que le dejó a él, que, bueno, era mucho menos explicativa que la que les dejó a Janet y Helen:
Estuvo mal. Perdóname.
De qué diablos creía necesitar ser perdonada, escapaba a su entendimiento. Había sido él quien la había besado a ella. Sí, ella había entrado en su dormitorio en contra de su voluntad, pero él era lo bastante hombre para saber que no lo había hecho suponiendo que él podría tratarla así. Estaba preocupada porque creía que él estaba enfadado con ella, por el amor de Dios.
Había actuado con precipitación, sí, pero sólo porque le tenía cariño y valoraba su amistad.
Y ahora él había estropeado justamente eso.
Todavía no entendía bien cómo había ocurrido todo. Él la estaba mirando, sin poder apartar los ojos de ella. El momento le quedó grabado a fuego en el cerebro: su bata de seda rosa, la forma como apretó los dedos mientras le hablaba. Llevaba el pelo suelto, colgando sobre un hombro, y tenía los ojos agrandados y húmedos de emoción.
Y entonces le dio la espalda.
Entonces fue cuando ocurrió; eso lo cambió todo. Él sintió subir algo por su interior, algo que no lograba identificar, y se le movieron los pies. De pronto se encontró al otro lado de la habitación, a poca distancia de ella, tan cerca que podía tocarla, cogerla.
Entonces ella se giró.
Y él estuvo perdido.
En ese momento le fue imposible parar, escuchar la voz de la razón. Simplemente se le evaporó el autodominio con que había envuelto su deseo durante años, y tuvo que besarla.
Fue así de sencillo. No tuvo otra opción, ni voluntad propia. Tal vez si ella hubiera dicho no, tal vez si se hubiera apartado y alejado. Pero ella no hizo ninguna de esas cosas; se quedó donde estaba, en silencio, simplemente respirando, y esperó.
¿Esperaba que él la besara? ¿O esperaba que él recuperara la sensatez y se apartara?
Eso no importaba, pensó amargamente, arrugando una hoja de papel en la mano. El suelo alrededor de su escritorio estaba lleno de papeles arrugados. Estaba de un humor de perros, y las hojas de papel eran un blanco fácil para descargarlo. Cogió una tarjeta color crema claro que reposaba en el papel secante y la miró con la intención de arrugarla. Era una invitación.
Detuvo el movimiento y la leyó. Era una invitación para esa noche, y probablemente había contestado que iría. Estaba casi seguro de que Francesca había pensado ir; la anfitriona era amiga suya desde hacía mucho tiempo.
Tal vez debería arrastrar su patética persona hasta su dormitorio para vestirse para la noche. Tal vez debería salir y buscar esposa. Eso no le curaría el mal que lo afligía pero tendría que hacerlo, tarde o temprano. Y eso tenía que ser mejor para el alma que quedarse sentado ante su escritorio bebiendo.
Se levantó y volvió a mirar la invitación. Exhaló un suspiro. La verdad, no deseaba pasar la noche haciendo vida social, hablando con cien personas que le preguntarían por Francesca. Con la suerte que tenía, seguro que el salón estaría lleno de Bridgertons, o peor aún, de mujeres Bridgerton, que tenían un diabólico parecido con Francesca, con su pelo castaño y sus anchas sonrisas. Ninguna de ellas estaba a la altura de Francesca, por cierto; sus hermanas eran demasiado amistosas, alegres y francas. Carecían del misterio que rodeaba a Frannie, de ese destello irónico que iluminaba sus ojos.
No, no quería pasar la noche en compañía de gente fina.
Por lo tanto, decidió atender su problema como había hecho tantas veces antes.
Buscándose una mujer.
Tres horas más tarde, Michael llegó a la puerta de su club de un humor espantosamente horroroso.
Había ido a La Belle Maison, que, a decir verdad, no era otra cosa que un burdel, pero en cuanto burdel, era de buen tono y discreto, y se podía estar seguro de que las mujeres eran limpias y estaban allí por propia voluntad. Él había sido cliente ocasional durante los años que viviera en Londres; muchos de sus conocidos visitaban La Belle, como les gustaba llamarlo, con más o menos frecuencia. Incluso John había ido allí antes de casarse con Francesca.
La madame lo recibió con mucho cariño, tratándolo de hijo pródigo; él tenía allí su fama, le explicó, y habían echado de menos su presencia. Las mujeres siempre lo habían adorado, le dijo, y comentaban con frecuencia que era uno de los pocos a los que les importaba el placer de ellas además del suyo.
Ese elogio le dejó un regusto amargo en la boca; en esos momentos no se sentía un amante legendario; estaba harto de su reputación de libertino y no le importaba si daba placer a alguien esa noche. Simplemente deseaba una mujer que pudiera dejarle la mente en blanco de satisfacción, aunque sólo fuera unos minutos.
Tenían justo la chica adecuada para él, arrulló la madame. Era nueva y estaba muy buscada; le encantaría. Él se encogió de hombros y se dejó llevar hasta una beldad rubia y menuda, que, le aseguraron, era la «mejor».
Él empezó a alargar la mano hacia ella, pero la dejó caer. No estaba bien. Era demasiado rubia. No quería una rubia.
Muy bien, le dijeron, y apareció una bellísima morena.
Demasiado exótica.
¿Una pelirroja?
No, tampoco.
Y así fueron apareciendo una tras otra, pero o eran demasiado jóvenes, o demasiado viejas, o demasiado pechugonas, o demasiado planas, hasta que al fin eligió al azar, resuelto a cerrar sus malditos ojos y acabar con eso de una vez.
Duró dos minutos.
La puerta acababa de cerrarse y se sintió enfermo, casi aterrado, y comprendió que no podría hacerlo.
No era capaz de hacerle el amor a una mujer. Qué apabullante, qué humillante, qué castrante. Demonios, igual podría coger un cuchillo y convertirse en eunuco él mismo.
Antes hacía el amor y obtenía placer con mujeres con el fin de «borrar» de su mente a una. Pero ahora que la había saboreado, aunque sólo fuera con un fugaz beso, estaba estropeado.
Así pues, se fue, a su club, donde podía tener la seguridad, y la tranquilidad, de que no vería a nadie del sector femenino. El objetivo, lógicamente, era borrar de la mente la cara de Francesca, y tenía una cierta esperanza de que el alcohol consiguiera lo que las deliciosas chicas de La Belle Maison no habían conseguido.
– Kilmartin.
Levantó la vista. Colin Bridgerton.
Maldición.
– Bridgerton -gruñó.
Maldición, maldición, maldición. Colin Bridgerton era la última persona que habría deseado ver en ese momento. Habría sido preferible el fantasma de Napoleón, enterrándole el estoque en el gaznate.
– Toma asiento -dijo Colin, indicando la silla del otro lado de la mesa.
No había manera de librarse de esa; podría mentir diciendo que tenía una reunión con alguien, pero no tenía disculpa para no sentarse con Colin mientras esperaba. Así pues, apretó los dientes y se sentó, con la esperanza de que Colin tuviera otro compromiso y tuviera que marcharse dentro de… unos tres minutos.
Colin cogió su copa, la hizo girar varias veces, observando con curiosa diligencia el líquido ámbar, y luego bebió un pequeño sorbo.
– Tengo entendido que Francesca ha vuelto a Escocia.