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– Es necesario que alguien se lo diga -dijo Michael enérgicamente, desentendiéndose del paseo de Colin por los recuerdos de su infancia.

Colin se echó hacia atrás, suspirando despreocupado.

– Me imagino que mi madre le escribirá una nota.

– Tu madre estará muy ocupada. Eso no será lo prioritario en su programa.

– No sabría decirlo.

– Alguien debe comunicárselo -dijo Michael, ceñudo.

– Sí, alguien debería -convino Colin sonriendo-. Iría yo personalmente. Hace mucho tiempo que no he estado en Escocia. Pero, claro, voy a estar un poquitín ocupado aquí, haciendo los preparativos para casarme. Lo cual es, por supuesto, todo el motivo de esta conversación, ¿no?

Michael lo miró fastidiado. Detestaba que Colin Bridgerton creyera que lo estaba manipulando inteligentemente, pero no veía cómo podía desengañarlo de esa idea sin reconocer que deseaba angustiosamente viajar a Escocia para ver a Francesca.

– ¿Cuándo será la boda?

– No lo sé muy bien. Espero que pronto.

– Entonces hay que comunicárselo a Francesca inmediatamente.

Colin sonrió perezosamente.

– Sí, ¿verdad?

Michael lo miró enfurruñado.

– No tienes por qué casarte con ella mientras estás allí -añadió Colin-; sólo infórmale de mis inminentes nupcias.

Michael volvió a su fantasía de estrangular a Colin Bridgerton y encontró la imagen más seductora que antes.

– Nos veremos -dijo Colin cuando Michael iba en dirección a la puerta-. ¿Tal vez dentro de un mes o algo así?

Con lo que quería decir que no esperaba verlo en Londres muy pronto.

Michael soltó una maldición en voz baja, pero no hizo nada para contradecirlo. Podría odiarse por eso, pero ahora que tenía un pretexto para seguir a Francesca, no podía resistirse a hacer el viaje.

La pregunta era, ¿sería capaz de resistirse a ella?

Y más todavía, ¿deseaba resistirse?

Varios días después, Michael se encontraba ante la puerta principal de Kilmartin, el hogar de su infancia. Hacía años que no estaba allí, más de cuatro para ser exactos, y no logró evitar del todo que se le oprimiera la garganta al caer en la cuenta de que todo eso (la casa, los terrenos, el legado) era suyo. Eso no lo había asimilado; tal vez con el cerebro sí, pero no con el corazón.

Daba la impresión de que todavía no llegaba la primavera a los condados de ese rincón de Escocia; si bien el aire no era gélido, estaba frío, y lo obligaba a frotarse las manos enguantadas. Había un poco de neblina y el cielo estaba nublado, pero había un algo en la atmósfera que lo llamaba, recordándole a su alma cansada que eso, y no Londres ni la India, era su hogar.

Pero la agradable sensación de hogar que le producía el lugar no lo tranquilizaba mucho en su preparación para lo que le aguardaba. Era el momento de enfrentarse a Francesca.

Había ensayado mil veces ese momento desde su última conversación con Colin Bridgerton. Lo que le diría, los argumentos que expondría, en fin, y creía tenerlo solucionado. Porque antes de convencer a Francesca tuvo que convencerse él mismo.

Se casaría con ella.

Tendría que lograr que ella aceptara, lógicamente; no podía obligarla a casarse. Lo más probable era que ella inventara infinitas razones para explicar que eso era una idea loca, pero al final, la convencería.

Se casarían.

Se casarían.

Ese era el único sueño que nunca se había permitido considerar una posibilidad.

Pero cuanto más lo pensaba, más lógica le encontraba. Olvidaría que la amaba, olvidaría que la había amado durante años. Ella no necesitaba saber nada de eso; decírselo sólo le haría sentirse violenta y él se sentiría como un tonto.

Pero si se lo presentaba todo desde el punto de vista práctico, si le explicaba por qué era «sensato» que se casaran, seguro que lograría que a ella le fuera entusiasmando la idea. Bien podría no entender las emociones, si ella no las sentía, pero era objetiva para considerar las cosas, y entender las razones.

Y ahora que por fin se había dado permiso para imaginarse una vida con ella, no podía dejar que eso se le deslizara por entre los dedos. Tenía que hacerlo ocurrir. Debía.

Y sería estupendo. Tal vez no la tendría toda entera (sabía que su corazón nunca sería suyo), pero tendría su mayor parte, y eso sería suficiente.

Ciertamente sería más de lo que tenía en esos momentos. E incluso la mitad de Francesca… bueno, sería el éxtasis. ¿No?

Capítulo 16

… pero, como me has escrito, Francesca lleva los asuntos de Kilmartin con admirable habilidad. No es mi intención hurtarle el cuerpo a mis obligaciones, y te aseguro que si no tuviera una suplente tan capaz regresaría inmediatamente.

De una carta del conde de Kilmartin a su madre, Helen

Stirling, dos años y medio después de su llegada a la India,

escrita luego de mascullar: «Y no ha contestado a mi pregunta».

A Francesca no le hacía ninguna gracia tenerse por una cobarde, pero cuando la única otra opción era ser una tonta, prefería la cobardía. Alegremente.

Porque sólo una tonta se quedaría en Londres, incluso en la misma casa, con Michael Stirling, después de experimentar su beso.

Ese beso había sido…

No, no quería pensar en eso. Cuando lo pensaba no podía evitar sentirse culpable y avergonzada, porque no debería sentir eso por Michael.

Por Michael, no.

No estaba en sus planes sentir deseo por nadie. Realmente, lo más que había esperado sentir por un marido era una moderada sensación de agrado, experimentar besos que le resultaran agradables en los labios pero que no le afectaran para nada en otros sentidos.

Eso le habría bastado.

Pero ahora… pero eso…

Michael la había besado. La besó y, peor aún, ella le correspondió el beso, y desde ese momento no podía evitar imaginarse sus labios en los suyos, y luego imaginárselos en todas las partes de su cuerpo. Y por la noche, cuando estaba acostada sola en su enorme cama, los sueños se le hacían más vividos y se le deslizaba la mano por el cuerpo, hasta detenerse justo antes de llegar a su destino final.

No. No debía fantasear con Michael. Eso estaba mal. Se habría sentido terriblemente mal por sentir ese tipo de deseo por cualquier hombre, pero por Michael…

Era el primo de John. Era el mejor amigo de John. Y su mejor amigo también. Y no debería haberlo besado.

Pero, pensaba, suspirando, que había sido magnífico.

Y por eso había preferido ser una cobarde y no una tonta, y huido a Escocia. Porque no creía tener la capacidad de resistírsele si volvía a presentarse la situación.

Ya llevaba casi una semana en Kilmartin, intentando sumergirse de lleno en la vida normal y cotidiana de la sede de la familia. Había muchísimo que hacer: llevar las cuentas, visitar a los aparceros, pero ya no encontraba la misma satisfacción que sentía antes al hacer esas tareas. La regularidad de sus obligaciones debería haberla calmado, tranquilizado, pero resultó todo lo contrario: le hacía sentirse desasosegada, y no lograba concentrarse, no lograba centrar la mente en nada.

Estaba nerviosa, agitada, distraída, y la mitad del tiempo se sentía como si no supiera qué hacer consigo misma, en el sentido más literal y físico. No lograba estarse quieta sentada, por lo tanto había tomado la costumbre de salir de la casa, con sus botas más cómodas, y caminar durante horas y horas por el campo hasta quedar totalmente agotada.

Eso no le servía mucho para dormir mejor por la noche, pero, de todos modos, al menos lo intentaba.

Y eso era lo que estaba haciendo en ese momento, con mucha energía; acababa de subir a la cima de la colina más alta de Kilmartin. Jadeante por el esfuerzo, miró los nubarrones oscuros en el cielo, tratando de calcular la hora y la probabilidad de que lloviera.