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Era tarde, seguro, pensó, ceñuda.

Debería volver a la casa.

No era una gran distancia la que tenía que recorrer; simplemente bajar el cerro y atravesar un campo cubierto de hierba. Pero cuando llegó al majestuoso pórtico de la mansión, había comenzado a lloviznar y llevaba la cara ligeramente mojada por diminutas gotitas. Se quitó la papalina y la sacudió, agradeciendo haber recordado ponérsela, pues no siempre era tan diligente. Iba en dirección a la escalera para subir a su dormitorio, donde pensaba que podría disfrutar de un buen chocolate con galletas, cuando apareció Davies, el mayordomo, ante ella.

– ¿Milady? -dijo, exigiendo claramente su atención.

– ¿Sí?

– Tiene una visita.

– ¿Una visita? -repitió ella, frunciendo el ceño, pensativa.

La mayoría de las personas que solían ir a visitarla en Kilmartin ya se habían trasladado a Edimburgo o a Londres para pasar la temporada.

– No es exactamente una visita, milady.

Michael, pensó. Tenía que ser él. Y no podía decir que eso le sorprendiera. Se había imaginado que él podría seguirla, aunque, en ese caso, supuso que sería inmediatamente. Pero al haber transcurrido ya una semana, había comenzado a considerarse a salvo de sus atenciones.

A salvo de su reacción a esas atenciones.

– ¿Dónde está? -le preguntó a Davies.

– ¿El conde?

Ella asintió.

– Esperándola en el salón rosa.

– ¿Llegó hace mucho rato?

– No, milady.

Francesca hizo un gesto de asentimiento, indicándole que ya no lo necesitaba, y obligó a sus pies a llevarla por el corredor hacia el salón rosa. No debería temer tan intensamente ese encuentro. Sólo era Michael, por el amor de Dios.

Aunque tenía la deprimente sensación de que ya nunca volvería a ser «sólo Michael».

De todos modos, había ensayado mentalmente un millón de veces lo que podría decirle. Pero todas las perogrulladas y explicaciones le parecían bastante inadecuadas en ese momento, en que estaba a punto de tener que decirlas en voz alta.

«Qué alegría verte, Michael», podría decir, simulando que no había ocurrido nada entre ellos.

O, «Tienes que comprender que eso no cambiará nada», aun cuando todo había cambiado.

O podría dejarse guiar por el buen humor y comenzar con algo trivial, por ejemplo, «¿Qué te parece la tontería que hicimos?»

Aunque claro, dudaba que alguno de ellos dos lo hubiera encontrado tonto.

Por lo tanto, aceptó que simplemente tendría que inventarse algo en el momento e improvisar, y entró en el famoso y hermoso salón rosa de Kilmartin.

Él estaba de pie junto a una ventana (¿observando si ella llegaba, tal vez?) y no se volvió cuando entró. Se veía fatigado por el viaje, y tenía la ropa algo arrugada y el pelo revuelto. No habría cabalgado todo el trayecto hasta Escocia, supuso; sólo un tonto o un hombre que persiguiera a alguien hasta Gretna Green haría eso. Pero había viajado con bastante frecuencia con él, por lo que sabía que lo más probable es que hubiera viajado con el cochero en el pescante una buena parte del camino; él siempre había detestado los coches cerrados para los viajes largos, y más de una vez había preferido viajar así aunque lloviznara o lloviera, antes que encerrarse con el resto de los pasajeros.

No lo llamó, aunque podría haberlo hecho. Con su silencio no iba a ganar mucho tiempo; él se volvería a mirarla muy pronto. Pero por el momento sólo deseaba tomarse el tiempo para acostumbrarse a su presencia, para comprobar que tenía la respiración controlada, que no iba a hacer algo realmente estúpido, como echarse a llorar, o a reír, con una risa nerviosa y tonta.

– Francesca -dijo él sin volverse.

Había percibido su presencia, entonces. Se le abrieron más los ojos, aunque eso no debería sorprenderla. Desde que estuvo en el ejército, tenía una capacidad casi felina para percibir su entorno. Probablemente eso lo mantuvo vivo durante la guerra. Al parecer, nadie podía atacarlo por detrás.

– Sí -dijo, y luego, pensando que debía decir algo más, añadió-: Espero que hayas tenido un agradable viaje.

– Muy agradable -dijo él, volviéndose.

Ella tragó saliva, tratando de no fijarse en lo guapo que era. Prácticamente la había dejado sin aliento en Londres, pero ahí se veía distinto. Más fiero, más primitivo.

Mucho más peligroso para su alma.

– ¿Ha ocurrido algo en Londres? -preguntó, con la esperanza de que su visita tuviera algún motivo práctico.

Porque si no lo había, quería decir que había venido por ella, y eso la asustaba de muerte.

– No ha ocurrido nada -contestó él-, aunque sí traigo una noticia.

Ella ladeó la cabeza, esperando que continuara.

– Tu hermano se ha comprometido en matrimonio.

– ¿Colin? -exclamó sorprendida.

Su hermano estaba tan comprometido con su vida de soltero que no le extrañaría si le dijera que era su hermano menor Gregory, aun cuando era casi diez años menor que Colin.

Michael asintió.

– Con Penelope Featherington.

– ¡Con Penel…! Ah, caramba, eso sí que es una sorpresa. Pero maravillosa, he de decir. Creo que ella le conviene tremendamente.

Michael avanzó un paso hacia ella, con las manos cogidas a la espalda.

– Pensé que desearías saberlo.

¿Y no podía decírselo por carta?, pensó ella.

– Gracias -dijo-, agradezco tu consideración. Hace mucho tiempo que no hay una boda en la familia. Desde…

Se interrumpió, aunque los dos comprendieron que ella había estado a punto de decir «la mía».

Se hizo el silencio en el salón como un huésped indeseado, que finalmente rompió ella, diciendo:

– Bueno, hace mucho tiempo. Mi madre debe de estar encantada.

– Mucho -confirmó él-. O al menos eso me dijo tu hermano. No tuve la oportunidad de conversar con ella.

Francesca carraspeó para aclararse la garganta y luego trató de fingir que se sentía muy cómoda en esa extraña situación haciendo un gesto despreocupado con la mano.

– ¿Te quedarás un tiempo?

– No lo he decidido -repuso él, avanzando otro paso-. Depende.

Ella tragó saliva.

– ¿De qué?

Él redujo a la mitad la distancia entre ellos.

– De ti -contestó dulcemente.

Ella entendió qué quería decir, o al menos creyó que lo entendía, pero lo último que deseaba en ese momento era reconocer lo que había ocurrido en Londres, de modo que retrocedió un paso, que era lo más que podía hacer sin salir corriendo de la sala, y simuló que no entendía.

– No seas tonto -dijo-. Esta es tu casa. Puedes entrar y salir como te plazca. No tengo ningún control sobre tus actos.

Él esbozó una sonrisa irónica.

– ¿Eso es lo que crees? -musitó.

Y ella vio que había vuelto a reducir la distancia a la mitad.

– Ordenaré que te preparen una habitación -se apresuró a decir-. ¿Cuál quieres?

– No me importa.

– El dormitorio del conde, entonces -dijo ella, muy consciente de que estaba parloteando-. Es lo correcto. Yo me trasladaré a otra habitación del corredor. O… esto… de otra ala -añadió, tartamudeando.

Él dio otro paso hacia ella.

– Eso podría no ser necesario.

Al oír eso, agrandó los ojos. ¿Qué quería sugerir? Seguro que no se creería que un solo beso en Londres le daba permiso para pasar por la puerta que comunicaba los dormitorios del conde y la condesa.

– Cierra la puerta -dijo él, haciendo un gesto hacia la puerta abierta detrás de ella.

Ella miró hacia atrás, aun sabiendo qué vería.

– No sé si…

– Yo sí. Ciérrala -añadió, con una voz que era terciopelo sobre acero.

Ella la cerró. Estaba bastante segura de que eso no era conveniente, pero la cerró de todos modos. Lo que fuera que él quisiera decirle, no le importaba que lo oyeran todos los criados.

Pero cuando soltó el pomo, pasó junto a él y se adentró en el salón, poniendo una distancia más cómoda, y un tresillo entero, entre ellos.