Francesca estaba arrodillada junto al hogar, intentando encender el fuego. A juzgar por lo que farfullaba, no tenía mucho éxito.
– ¡Cielo santo! -exclamó al verlo-. ¿Qué te ha pasado?
– He tenido problemas para encontrar un sitio para atar a Felix -explicó con la voz áspera-. He tenido que construirle un refugio.
– ¿Con tus manos?
– No tenía otras herramientas -dijo él, encogiéndose de hombros.
Ella miró nerviosa por la ventana.
– ¿Estará bien?
– Eso espero -contestó él, sentándose en un taburete de tres patas a quitarse las botas-. No podía darle una palmada en el anca para enviarlo a casa con esa pata lesionada.
– No, claro que no -dijo ella, y entonces apareció en su cara una expresión de horror, y se levantó de un salto, exclamando-: ¿Y tú estarás bien?
Normalmente él habría agradecido su preocupación, pero le habría sido más fácil si supiera de qué hablaba.
– ¿A qué te refieres? -preguntó amablemente.
– A la malaria -dijo ella, con cierta urgencia en la voz-. Estás empapado y acabas de tener un ataque. No quiero que te… -Se interrumpió, se aclaró la garganta y enderezó los hombros-. Mi preocupación no significa que me sienta más caritativa contigo que hace una hora, pero no quiero que sufras una recaída.
A él le pasó por la mente la idea de mentir para conquistar su compasión, pero al final se limitó a decir:
– No funciona así.
– ¿Estás seguro?
– Totalmente. Los enfriamientos no producen la enfermedad.
– Ah -dijo ella, y se tomó un momento para asimilar la información-. Bueno, en ese caso… -Apretó los labios de modo desagradable-. Continúa, entonces -concluyó.
Michael le hizo una insolente venia y reanudó la tarea de quitarse las botas; se quitó la segunda con un firme tirón y luego cogió las dos con sumo cuidado por el borde de las cañas y fue a dejarlas cerca de la puerta.
– No las toques -dijo, distraído, caminando hacia el hogar-. Están asquerosas.
– No he logrado encender el fuego -dijo ella, de pie cerca del hogar, con el aspecto de sentirse mal consigo misma-. Lo siento. Creo que no tengo mucha experiencia en eso. Pero encontré leña seca en el rincón -explicó indicando el par de leños que había puesto en el hogar.
Él se acuclilló y se puso a la tarea de encender el fuego; todavía le dolían las manos por los arañazos que se había hecho al limpiar de zarzas el gallinero para darle cobijo a Felix. Le venía bien el dolor en realidad. Aunque fuera poca cosa, de todos modos le daba algo en qué pensar que no fuera la mujer que estaba de pie detrás de él.
Estaba enfadada.
Debería haber esperado eso. Y en realidad lo esperaba, pero lo que no había esperado era lo mucho que eso le hería el orgullo y, con toda sinceridad, el corazón. Ya sabía, lógicamente, que ella no le declararía de repente un amor eterno después de un episodio de loca pasión, pero había sido lo bastante tonto para que una pequeña parte de él hubiera esperado ese resultado de todos modos.
¿Quién habría pensado que después de todos sus años de mala conducta, fuera a resurgir como un tonto romántico?
Pero Francesca entraría finalmente en razón, estaba bastante seguro. Tendría que aceptarlo. Se había comprometido, y muy a fondo, pensó, sintiendo bastante satisfacción. Y si bien no era virgen, eso de todos modos significaba algo para una mujer de principios como Francesca.
A él le correspondía tomar una decisión: ¿esperaba que se le pasara la rabia o la pinchaba y presionaba hasta que ella aceptara lo inevitable de la situación? Seguro que eso último lo dejaría magullado, pero creía que presentaba una mayor posibilidad de éxito.
Si la dejaba en paz, ella pensaría que el problema estaba olvidado, y tal vez encontraría una manera de fingir que no había ocurrido nada.
– ¿Lo has encendido? -preguntó ella, desde el otro extremo de la habitación.
Él estuvo unos segundos más soplando una pequeña llamita y exhaló un suspiro de satisfacción cuando varias llamitas comenzaron a lamer los leños.
– Tendré que soplar y atizar un rato más -dijo, girándose a mirarla-. Pero sí, dentro de un momento arderá con fuerza.
– Estupendo -dijo ella. Retrocedió unos pasos hasta que quedó sentada en la cama-. Yo estaré aquí.
No pudo evitar una sonrisa al oírla. La casita sólo tenía esa habitación. ¿Dónde creía que podía ir?
– Tú puedes quedarte ahí -continuó ella, en un tono de institutriz antipática.
Él siguió la dirección de su brazo hacia el rincón opuesto.
– ¿Sí?
– Creo que es mejor.
– Muy bien -contestó él, encogiéndose de hombros.
– ¿Muy bien?
– Muy bien -repitió él y comenzó a quitarse la ropa.
– ¿Qué haces? -exclamó ella, arreglándoselas para manifestar horror y altivez al mismo tiempo.
Él sonrió para sus adentros, dándole la espalda.
– Te recomiendo que hagas lo mismo -dijo, frunciendo el ceño al ver la mancha de sangre que había dejado en la manga de la camisa.
Condenación, tenía las manos hechas un desastre.
– De ninguna manera -dijo ella.
– Ten esto, por favor -dijo él, arrojándole la camisa.
Ella chilló cuando la camisa le cayó en el pecho, y eso le produjo no poca satisfacción a él.
– ¡Michael! -exclamó ella, arrojándole la camisa.
– Lo siento -se disculpó él, con la mayor frescura que pudo-. Pensé que te gustaría usarla de toalla para secarte.
– Ponte la camisa -ordenó ella entre dientes.
Él arqueó una ceja, arrogante.
– ¿Para congelarme? Aunque no me amenace la malaria, no tengo el menor deseo de coger un catarro. Además, esto no es nada que no hayas visto ya. -Al oírla ahogar una exclamación, añadió-: No, espera. Perdona. No me has visto esta parte. Anoche no logré quitarme nada aparte de los pantalones, ¿verdad?
– Fuera de aquí -dijo ella, furiosa.
Él se echó a reír e hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana, que vibraba con el tamborileo de la lluvia sobre el cris tal.
– Creo que no, Francesca. Estás clavada conmigo hasta que pase la tormenta, me parece.
Como para confirmar esa puntualización, la casa tembló hasta los cimientos con la fuerza de los truenos.
– Podría convenirte girar la cabeza hacia el otro lado -continuó él en tono amistoso. Y al ver que ella agrandaba ligeramente los ojos, sin comprender, añadió-: Me voy a quitar los pantalones.
Ella emitió un gruñido de horror, pero giró la cabeza.
– Ah, y quítate de ahí -gritó él, sin dejar de quitarse ropa-. Estás empapando las mantas.
Por un instante pensó que ella iba a plantar más firme el trasero en la cama, sólo para llevarle la contraria, pero debió ganar su sentido común, porque se levantó, sacó la colcha y la agitó para que cayeran las gotas que había dejado.
Él caminó hasta la cama; le bastaron cuatro pasos largos, y sacó la manta, para cubrirse. No era tan grande como la colcha que tenía ella, pero le iría bien.
– Estoy cubierto -avisó, cuando ya había vuelto a su rincón cerca del hogar.
Ella giró la cabeza, lentamente y solo con un ojo abierto.
Michael resistió la tentación de mover la cabeza de lado a lado. La verdad, todo eso lo encontraba exagerado, dado lo ocurrido la noche anterior. Pero si le hacía sentirse mejor aferrarse a los vestigios de su virtud de doncella, él estaba dispuesto a permitírselo, al menos el resto de la mañana.
– Estás tiritando -le dijo.
– Tengo frío.
– Cómo no vas a tener frío. Tienes el vestido empapado.
Ella no dijo nada; simplemente lo miró con una expresión que decía que no pensaba quitarse la ropa.
– Haz lo que quieras, pero ven a sentarte cerca del fuego.
Ella pareció vacilar.