Выбрать главу

Y no era sólo la relación sexual, eran los momentos posteriores, cuando yacía acurrucada en sus brazos y él le acariciaba suavemente el pelo. A veces estaban callados, pero a veces hablaban, de cualquier cosa y de todo. Él le explicaba cosas de la India y ella le hablaba de su infancia. Ella le daba opiniones sobre los asuntos políticos y él la escuchaba. Y le contaba chistes que los hombres no deben contarle a las mujeres y de los que las mujeres no deben reírse.

Y entonces, cuando la cama dejaba de estremecerse por sus risas, él le buscaba la boca, sonriendo. «Me encanta tu risa», le decía y acariciándola la atraía más hacia él. Ella suspiraba, todavía riendo, y se reanudaba la pasión.

Y ella, nuevamente, era capaz de mantener a raya el resto del mundo.

Y entonces, le vino la regla.

Comenzó como siempre, unas pocas gotas en su camisola de algodón. No debería haberle sorprendido; aun cuando sus ciclos no eran regulares, siempre le venía la regla finalmente, y ya sabía que el suyo no era un vientre muy fértil.

De todos modos, no la había estado esperando. No todavía, en todo caso.

Y eso le hizo llorar.

No fue nada dramático, no fue un llanto que le estremeciera el cuerpo ni le consumiera el alma, pero cuando vio las gotas de sangre retuvo el aliento y antes de darse cuenta de lo que hacía, le bajaron dos lágrimas por las mejillas.

Y ni siquiera sabía por qué.

¿Era porque no habría bebé? ¿O era, Dios la amparara, porque no habría matrimonio?

Michael fue a su habitación esa noche, pero ella no lo aceptó, explicándole que no era un momento oportuno. Él le buscó la oreja con los labios y le susurró todas las cosas inicuas que podían hacer de todos modos, aunque estuviera con la regla, pero ella se negó y le pidió que se marchara.

Él pareció decepcionado, pero también pareció comprender. Las mujeres tendían a ser delicadas en esas cosas.

Pero cuando despertó por la noche, deseó que él la tuviera abrazada.

La regla no le duró mucho; nunca le duraba mucho. Y cuando él le preguntó discretamente si el periodo había terminado, ella no le mintió. Él se habría dado cuenta si le hubiera mentido; siempre lo sabía.

– Estupendo -dijo él, con esa sonrisa secreta sólo para ella-. Te he echado de menos.

Ella abrió la boca para decirle que también lo había echado de menos, pero volvió a cerrarla porque le dio miedo decirlo.

Él la empujó suavemente hacia la cama y cayeron juntos encima, en un enredo de brazos y piernas.

– He soñado contigo -musitó él con la voz ronca, levantándole la falda hasta la cintura-. Cada noche venías a mí en mis sueños. -Con un dedo le buscó el centro femenino y se lo introdujo-. Eran unos sueños fabulosos, muy buenos -concluyó, en tono ardiente e impregnado de picardía.

Ella se cogió el labio entre los dientes y se le agitó la respiración cuando él retiró el dedo y le acarició el lugar que sabía que la haría derretirse.

– En mis sueños -continuó él, con sus labios ardientes en el oído-, hacías cosas indecibles.

La sensación le hizo gemir. Él sabía encenderle el cuerpo con un solo contacto, pero ardía en llamas cuando le hablaba así.

– Cosas distintas -musitó él, separándole más las piernas-. Cosas que te voy a enseñar… esta noche, creo.

– Ohhh -resolló ella.

Él le estaba deslizando los labios por el muslo, y sabía lo que vendría.

– Primero un poco de lo probado y seguro -continuó él, deslizando poco a poco los labios hacia su destino-. Tenemos toda la noche para explorar.

Entonces la besó ahí, tal como sabía que le gustaba a ella, manteniéndola inmóvil con sus potentes manos, llevándola con los labios más y más cerca de la cima de la pasión.

Pero antes de que ella llegara a la cima, él se apartó y empezó a desabotonarse la bragueta. Soltó una maldición porque se le quedó atascado un botón por el temblor de los dedos.

Y eso le dio a Francesca el tiempo justo para pararse a pensar.

Que era lo único que no deseaba hacer.

Pero su mente fue implacable y cruel, y antes de darse cuenta de lo que iba a hacer, ya se había bajado de la cama.

– ¡Espera! -exclamó. La palabra le salió sola, al echar a correr alejándose.

– ¿Qué?

– No puedo hacerlo.

– ¿No puedes… -él tuvo que interrumpirse para respirar, si no no habría podido terminar la frase-… qué?

Acababa de terminar de desabotonarse los pantalones, que cayeron al suelo, dejando a la vista su pasmosa erección.

Ella desvió la mirada. No debía mirarlo. No debía mirarle la cara, no debía mirarle su…

– No puedo -dijo, con la voz trémula-. No debo. No lo sé.

– Yo sí lo sé -bramó él, acercándosele.

– ¡No! -exclamó ella, corriendo hacia la puerta.

Llevaba semanas jugando con fuego, tentando al destino, y se había ganado su suerte. Si había un momento para escapar, era ese. Y por difícil que le resultara marcharse, debía hacerlo. No era ese tipo de mujer. No podía serlo.

– No puedo continuar con esto -dijo, con la espalda apoyada en la dura madera de la puerta-. No puedo. Yo… esto…

Lo deseo, pensó. Aun sabiendo que no debía, no se le escapaba el hecho de que lo deseaba de todos modos. Pero si le decía eso, ¿le haría él cambiar de decisión? Era capaz; sabía que él podría. Un beso, una caricia, y perdería toda su resolución.

Él se limitó a subirse los pantalones, mascullando una maldición.

– Ya no sé quién soy -dijo ella-. No soy este tipo de mujer.

– ¿Qué tipo de mujer? -ladró él.

– Una lujuriosa. Una mujer caída.

– Entonces cásate conmigo -replicó él-. Desde el principio te he ofrecido hacerte respetable, pero tú te has negado.

Ahí sí que la tenía cogida, y lo sabía. Pero al parecer la lógica no tenía ningún lugar en su corazón últimamente, y lo único que lograba pensar era ¿cómo podría casarse con él? ¿Cómo podría casarse con «Michael»?

– No debería sentir esto por ningún otro hombre -dijo, sin poder creer que hubiera dicho esas palabras en voz alta.

– ¿Sentir qué?

Ella tragó saliva, obligándose a mirarlo a la cara.

– La pasión.

Por la cara de él pasó una expresión extraña, casi de repugnancia.

– Ah, claro -dijo arrastrando la voz-. Claro. Es condenadamente conveniente que me tengas aquí para servirte.

– ¡No! -exclamó ella, horrorizada por el desprecio que detectó en su voz-. No es eso.

– ¿No?

– No -contestó, pero no sabía qué era.

Él hizo una respiración rasposa y le dio la espalda, con el cuerpo rígido de tensión. Ella le miró la espalda con una terrible fascinación, sin poder desviar los ojos. Tenía suelta la camisa, y aunque no le veía la cara, conocía su cuerpo, hasta su última curva. Se veía desolado, endurecido.

Agotado.

– ¿Por qué te quedas? -le preguntó él en voz baja, apoyando las dos palmas en el borde de la cama.

– ¿Qué?

– ¿Por qué te quedas? -repitió él, elevando el volumen de la voz pero sin descontrolarse-. Si tanto me odias, ¿por qué te quedas?

– No te odio. Sabes que…

– No sé nada, Francesca, ni una maldita cosa. Ni siquiera a ti te conozco ya.

Se le tensaron los hombros al enterrar los dedos en el colchón. Ella alcanzaba a verle una mano; tenía los nudillos blancos.

– No te odio -repitió, como si diciendo dos veces las palabras las transformara en algo sólido, palpable y real, como para obligarlo a agarrarse a ellas-. No. No te odio.

Él guardó silencio.

– No es por ti, es por mí -dijo, suplicante.

Aunque suplicándole qué, no lo sabía. Tal vez que no la odiara. Eso era lo único que no se creía capaz de soportar.

Pero él simplemente se echó a reír. Una risa horrible, amarga, ronca.

– Ay, Francesca -dijo, y el matiz desdeñoso pareció hacer frágiles las palabras-, si yo tuviera una libra por cada vez que he dicho «eso»…