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Mat frunció el ceño; pero, antes de que un exabrupto los pusiera a Noal y a él en una olla de agua hirviendo, tres seanchan equipados con armaduras llegaron galopando a la puerta y Surlivan se volvió hacia ellos.

—¿Tú y tu esposa vivís en el palacio de la reina? —preguntó Noal, dando un paso hacia la puerta.

—Espera —dijo Mat mientras tiraba del viejo hacia atrás y señalaba con la cabeza a los seanchan. ¿Su esposa? ¡Malditas mujeres! Jodidos dados en su jodida cabeza!

—Traigo unos despachos para la Augusta Señora Suroth —anunció uno de los seanchan, una mujer, al tiempo que daba unas palmadas a una cartera de cuero que le colgaba del hombro. El yelmo tenía una única pluma fina que indicaba su categoría de oficial de bajo rango, si bien la mujer montaba un castrado pardo, alto y con aspecto de ser veloz. Los otros dos animales eran robustos, pero poco más podía añadirse a eso.

—Entra, con la bendición de la Luz —dijo Surlivan, que hizo una ligera reverencia.

El saludo de respuesta de la mujer montada en la silla fue un fiel reflejo del de Surlivan.

—Que la bendición de la Luz también sea contigo —manifestó con su curioso acento, y los tres jinetes entraron en el patio acompañados por el trapaleo de cascos.

—Es muy extraño —musitó Surlivan, que seguía con la mirada a los recién llegados—. Siempre nos piden permiso a nosotros, no a ellos. —Señaló con la vara a los guardias seanchan, apostados al otro lado de las puertas. Que Mat hubiese visto, éstos no se habían movido lo más mínimo de su rígida postura ni habían echado siquiera una ojeada a los jinetes.

—¿Y qué harían si les contestaseis que no pueden entrar? —inquirió quedamente Noal mientras se colocaba mejor el fardo a la espalda.

Surlivan giró sobre sus talones.

—Basta que haya prestado juramento a mi reina —repuso con voz inexpresiva—, y que ella lo haya prestado… a quien lo ha prestado. Proporcionad una cama a vuestro amigo, milord. Y advertirle que hay cosas que es mejor no decirlas en Ebou Dar y preguntas a las que es mejor no responder.

Noal pareció aturullarse y empezó a protestar que sólo sentía curiosidad, pero Mat intercambió algunas bendiciones y cortesías más con el oficial altaranés —lo más deprisa posible, desde luego— y condujo a su nueva amistad a través de las puertas mientras le daba explicaciones en voz baja sobre los Escuchadores. Que el hombre le hubiese salvado el pellejo con el gholam no significaba que le fuera a permitir que se lo pusiera en bandeja a los seanchan. También tenían personas a las que llamaban Buscadores, y, por lo poco que había oído sobre ellos —hasta la gente que hablaba sin tapujos sobre la Guardia de la Muerte cerraba la boca cuando salían a relucir los Buscadores—, éstos hacían que los interrogadores de los Capas Blancas parecieran muchachos martirizando moscas en comparación, algo desagradable pero no peligroso para un hombre.

—Entiendo —dijo lentamente el viejo—. No sabía eso. —Parecía irritado consigo mismo—. Debes de pasar mucho tiempo con los seanchan. Entonces, ¿conoces también a la Augusta Señora Suroth? Vaya, no tenía idea de que estuvieses relacionado con estamentos tan altos.

—Paso el tiempo con los soldados en las tabernas, cuando puedo —replicó secamente Mat. Cuando Tylin se lo permitía. ¡Luz, era como si estuviese casado!—. Suroth ignora que existo. —Y esperaba fervientemente que siguiera siendo así.

Los tres seanchan ya se habían perdido de vista, y sus caballos eran conducidos a las cuadras, pero varias docenas de sul’dam hacían que las damane realizaran su ejercicio vespertino caminando en un amplio círculo por el patio. Casi la mitad de las damane vestidas de gris eran mujeres de piel oscura, sin las joyas que habían llevado como Detectoras de Vientos. Había más como ellas en el palacio y en otras partes; los seanchan habían recogido una rica cosecha de los barcos de los Marinos que no habían podido escapar. La mayoría mostraba un gesto pétreo o de hosca resignación, pero siete u ocho miraban fijamente al frente, aturdidas, aún sin dar crédito a lo que había pasado. Todas ellas tenían a su lado una damane seanchan que las cogía de la mano o las rodeaba con el brazo, sonriendo y susurrándole bajo la aprobadora mirada de las mujeres que llevaban los brazaletes unidos a sus cadenas plateadas. Unas pocas de esas aturdidas mujeres se aferraban a las damane que caminaban con ellas como si se agarrasen a una tabla de salvación. Aquello habría bastado para hacer que Mat se estremeciera si sus empapadas ropas no se hubiesen encargado ya de ello.

Intentó meter prisa a Noal a través del patio, pero el círculo en movimiento llevó cerca de él a una damane que no era seanchan ni Atha’an Miere; iba unida a una sul’dam canosa y regordeta, una mujer de tez aceitunada que habría podido pasar por altaranesa y por la madre de alguien. Una madre severa con una criatura rebelde, a juzgar por el modo en que miraba a la mujer que tenía a su cargo. Teslyn Baradon había adelgazado tras un mes y medio en poder de los seanchan, pero el gesto de su rostro intemporal todavía era el de quien come zarzas tres veces al día. Por otro lado, caminaba tranquilamente y obedecía las quedas órdenes de la sul’dam sin vacilar, e hizo un alto para realizar una profunda reverencia a Mat y a Noal. No obstante, durante una fracción de segundo sus oscuros ojos destellaron de odio hacia Mat antes de que su sul’dam y ella reanudaran el circuito alrededor del patio. Tranquila, obedientemente. Mat había visto damane tendidas en el suelo de aquel mismo patio y azotadas hasta que aullaban, por organizar cualquier tipo de escándalo, y a Teslyn entre ellas. La mujer no le había hecho ningún favor y quizá sí alguna que otra mala pasada, pero no le habría deseado esa suerte.

—Mejor que estar muerta, supongo —musitó Mat mientras seguía caminando. Teslyn era una mujer dura que seguramente tramaba cómo escapar en todo momento, pero la dureza sólo servía hasta cierto punto. La Señora de los Barcos y el Maestro de Espadas habían muerto en la pira sin gritar, pero eso no los había salvado.

—¿Eso crees? —preguntó, absorto, Noal, que toqueteaba torpemente el fardo para colocarlo mejor. Sus sarmentosas manos habían sostenido el cuchillo bastante bien, pero parecían torpes para cualquier otra cosa.

Mat lo miró con el entrecejo fruncido. No; en realidad no estaba seguro de creerlo. Aquellos a’dam plateados se parecían mucho al collar invisible que Tylin le había puesto a él. Claro que estaba dispuesto a que Tylin le hiciera cosquillas debajo de la barbilla el resto de la vida si eso lo salvaba de la hoguera. ¡Luz, ojalá aquellos jodidos dados se pararan y acabara todo de una vez! No, eso era una mentira. Desde que comprendió finalmente lo que significaba que rodasen, nunca había querido que los dados parasen.

El cuarto que Chel Vanin y los Brazos Rojos supervivientes compartían se encontraba no muy lejos de los establos; era una estancia larga y encalada, de techo bajo y demasiadas camas para los que quedaban vivos. Vanin estaba acostado en una, en mangas de camisa y con el libro abierto sobre el pecho. A Mat le sorprendía que supiese leer. Tras escupir por la mella de los dientes, Vanin observó las ropas manchadas de barro de Mat.

—¿Has estado peleando otra vez? —preguntó—. Creo que a ella no le va a hacer gracia. —No se levantó. Salvo unas pocas y sorprendentes excepciones, Vanin se consideraba tan bueno como cualquier lord o lady.

—¿Problemas, lord Mat? —gruñó Harnan, que se incorporó de un brinco. Era un hombre sólido, tanto en lo tocante a su físico como a su temperamento, pero la cuadrada mandíbula se tensó retorciendo el halcón toscamente tatuado en la mejilla—. Con todo respeto, no estáis en condiciones para eso. Decidnos qué aspecto tiene, y nos ocuparemos de él por vos.