No todos los soldados se marchaban, por supuesto, sino que se había quedado una numerosa guarnición que, además de estar compuesta por seanchan contaba con lanceros taraboneses velados con acero y piqueros amadicienses con los petos pintados a semejanza de las armaduras seanchan. Había asimismo altaraneses, además de los soldados de la casa de Tylin. Según los seanchan, los altaraneses de tierra adentro —con franjas que cruzaban en zigzag los petos— pertenecían a la casa de Tylin tanto como los que guardaban el palacio de Tarasin, lo que, cosa curiosa, no parecía complacer a la reina. Y tampoco mucho a los tipos de la parte interior del país. Ellos y los hombres uniformados con los colores verde y blanco de la casa Mitsobar se observaban como gatos callejeros desconocidos que estuviesen encerrados en un cuarto pequeño. Había muchas miradas hoscas, entre taraboneses y amadicienses, amadicienses y altaraneses, y a la inversa, enemistades que venían de lejos y que salían a la superficie, pero nadie llegaba más allá de agitar puños o pronunciar unas cuantas maldiciones. Quinientos hombres de la Guardia de la Muerte habían bajado de los barcos y, por alguna razón, se habían quedado en Ebou Dar. Los delitos que habitualmente se esperaba que se dieran en una ciudad populosa habían descendido de forma llamativa bajo el mando de los seanchan, pero la Guardia patrullaba por las calles como si esperara que del pavimento brotaban cortabolsas, matones y puede que hasta bandas de asaltantes armados de los pies a la cabeza. Los altaraneses, los amadicienses y los taraboneses mantenían la agresividad bajo control. Sólo un necio discutiría con los Guardias de la Muerte; al menos, más de una vez. Y también otro contingente de la Guardia había sentado sus reales en la ciudad: un centenar de Ogier —quién lo hubiera pensado— con uniformes rojos y negros. A veces patrullaban las calles con los otros, y a veces deambulaban por ahí con las hachas de largos mangos echadas al hombro. No se parecían en absoluto a Loial, el amigo de Mat. Oh, sí, tenían la misma nariz ancha y las orejas copetudas y largas cejas que les caían hasta las mejillas por los lados de unos ojos grandes como tazas, pero los Jardineros lo miraban a uno como si se preguntaran si no haría falta arrancarle unos cuantos miembros. Nadie era lo bastante estúpido para discutir con los Jardineros ni siquiera una primera vez.
Los seanchan salían a raudales de Ebou Dar, y otros recién llegados entraban a raudales. Aunque tuvieran que dormir en áticos, los mercaderes se pavoneaban en los salones de las posadas, fumando sus pipas, y contaban lo que sabían que el resto ignoraba. Siempre y cuando contarlo no afectara a sus ganancias. A los guardias de los mercaderes les importaban poco las ganancias de las que no se llevaban parte, de modo que lo contaban todo, algo de lo cual era verdad. Los marineros compartían historias con cualquiera que los invitara a una jarra de cerveza o, mejor aún, a vino caliente con especias; y, cuando habían bebido lo suficiente, soltaban la lengua más todavía sobre puertos que habían visitado y sucesos que habían presenciado, y probablemente de los sueños que habían tenido después de la última vez que sus cerebros estuvieron embotados con alcohol. Aun así, era obvio que el mundo fuera de Ebou Dar se agitaba como el Mar de las Tormentas. Historias sobre Aiel saqueando y quemando llegaban de todas partes, así como de ejércitos en marcha además del seanchan, vistos en Tear y Murandy, en Arad Doman y en Andor, en Amadicia, que todavía no se encontraba por completo en poder de los seanchan, y docenas de grupos armados, demasiado pequeños para llamarlos ejércitos, en el corazón de la propia Altara. Salvo en lo que se refería a los hombres de Altara y Amadicia, nadie parecía estar realmente seguro de con quién se proponían luchar, y existían ciertas dudas sobre Altara. Los altaraneses eran de los que aprovechaban el desorden y los problemas para intentar vengarse de ofensas de sus vecinos.
Sin embargo, las noticias que impresionaban más a la ciudad eran sobre Rand. Mat hacía lo posible para no pensar en él ni en Perrin, pero resultaba difícil evitar el remolino de colores dentro de su cabeza cuando el Dragón Renacido se encontraba en boca de todos. Unos decían que si el Dragón Renacido había muerto, asesinado por Aes Sedai, por la Torre Blanca al completo que se había lanzado sobre él en Cairhien, o quizás había sido en Illian, o en Tear. No, lo habían raptado, y lo tenían prisionero en la Torre Blanca. No, él había ido voluntariamente a la Torre Blanca y había jurado fidelidad a la Sede Amyrlin. Esto último cobró crédito debido a que varios hombres afirmaban haber visto una proclamación, firmada por Elaida en persona, que anunciaba tal cosa. Mat albergaba sus dudas, al menos en lo tocante a que Rand hubiese muerto o hubiese jurado lealtad. Por alguna extraña razón, tenía el convencimiento de que lo sabría si Rand hubiera perecido; y, en cuanto a lo otro, no creía que su amigo se hubiese acercado voluntariamente a menos de doscientos kilómetros de Tar Valon. Ni que fuese el Dragón Renacido ni que no, debía de tener más sentido común que eso.
Esas noticias —con todas sus versiones— alborotaban a los seanchan del mismo modo que lo haría un palo hurgando un hormiguero. Oficiales de alto rango recorrían los pasillos del palacio de Tarasin a todas horas, de día o de noche, con sus extraños yelmos de plumas debajo del brazo, las botas repicando en las baldosas, el gesto severo. De Ebou Dar partían correos a caballo y en to’raken. Sul’dam y damane empezaron a patrullar las calles en lugar de quedarse a las puertas de la ciudad, de nuevo a la caza de mujeres que pudieran encauzar. Mat evitaba a los oficiales y saludaba con una cortés inclinación de cabeza a las sul’dam cuando se cruzaba con alguna en la calle. Fuera cual fuera la situación de Rand, él no podía hacer nada al respecto estando en Ebou Dar. Lo primero era salir de allí.
A la mañana siguiente al ataque del gholam, Mat quemó en la chimenea hasta la última de las largas cintas de color rosa —todo el puñetero montón— tan pronto como Tylin abandonó los aposentos. También quemó la chaqueta rosa que había encargado hacer para él, junto con dos pares de polainas y una capa del mismo color. La peste a paño y seda quemados llenó la habitación, y Mat abrió algunas ventanas para que saliera, pero en realidad no le importaba. Sintió un gran alivio al ponerse los pantalones de color azul brillante y la chaqueta verde bordada, así como la capa azul espantosamente cargada de adornos. Ni siquiera ese montón de encaje le molestó. Al menos nada era rosa. ¡No quería volver a ver jamás nada de ese color en particular!