Con todo, tenía un sitio donde guardar ropas y dinero, y una vez que regresó al palacio, a los aposentos de Tylin, descubrió que por fin también tenía ropas que guardar.
—Me temo que los trajes de milord se encuentran en un estado lamentable —anunció lúgubremente Nerim, pero el delgado y canoso cairhienino habría utilizado el mismo tono gemebundo para anunciar un regalo de un saco de gotas de fuego. Su alargada cara exhibía un perpetuo gesto de duelo. No obstante, mantenía vigilada la puerta en prevención de un inesperado regreso de Tylin—. Todo está muy sucio, y me temo que el moho ha estropeado varias de las mejores chaquetas de milord.
—Estaba todo en un armario, con los juguetes de la infancia del príncipe, milord —comentó, riéndose, Lopin al tiempo que tiraba de las solapas de una chaqueta oscura, semejante a la de Juilin. El hombre calvo era el reverso de Nerim, fornido en lugar de huesudo, la tez oscura en lugar de pálida, su orondo vientre siempre sacudido por la risa. Durante un tiempo, tras la muerte de Nalesean, había dado la impresión de que se proponía competir en suspiros con Nerim a juzgar por el modo en que lo hacía con todo lo demás, pero con el correr de las semanas había vuelto a ser él mismo. Es decir, siempre y cuando no se nombrase a su anterior señor—. Pero están polvorientas, milord. Dudo que nadie haya hurgado en ese armario desde que el príncipe guardó sus soldaditos.
Sintiendo que su suerte volvía a cobrar fuerza finalmente, Mat les dijo que empezaran a trasladar sus ropas a La Mujer Errante, sólo unas cuantas prendas a la vez, así como un bolsillo lleno de oro en cada viaje. Su lanza de astil negro, apoyada en un rincón del dormitorio de Tylin, junto con su arco desencordado de Dos Ríos, tendrían que esperar hasta el final. Sacarlos resultaría seguramente tan difícil como salir él. Siempre podría hacerse otro arco, pero no iba a abandonar la ashandarei.
«Pagué un precio demasiado alto por esa jodida arma para dejarla», pensó al tiempo que se toqueteaba la cicatriz oculta debajo del pañuelo atado al cuello. Una de las primeras, entre otras muchas; demasiadas. Luz, sería agradable pensar que tenía algo más que esperar que cicatrices y batallas que no deseaba. Y una esposa que no quería o que ni siquiera conocía. Tenía que haber algo más. Lo primero, sin embargo, era salir de Ebou Dar con el pellejo intacto. Eso, por encima de todo, era lo primero.
Lopin y Nerim saludaron con una reverencia antes de abandonar la habitación, con el equivalente de dos bolsas de oro repartido por sus ropas a fin de que no se notase ningún bulto. Empero, no bien se habían marchado cuando Tylin apareció queriendo saber por qué sus ayudantes de cámara corrían por los pasillos como si estuviesen haciendo una competición. Si Mat se hubiera sentido inclinado al suicidio le habría contestado que corrían para ver quién era el primero en llegar a la posada con el oro, o quizá simplemente el primero en empezar a limpiar sus ropas de antes. En cambio se dedicó a desviar la atención de Tylin, y no pasó mucho tiempo antes de que aquello ahuyentara cualquier otra idea de su mente, excepto un atisbo de que su suerte había empezado finalmente a dar beneficios aparte de hacerlo en el juego. Para que su fortuna fuese completa sólo hacía falta que Aludra le diese lo que quería antes de que él se marchara. Tylin se concentraba en lo que estaba haciendo, y durante un tiempo Mat se olvidó de fuegos de artificio, de Aludra y de escapar. Durante un tiempo.
Tras una corta búsqueda por la ciudad, encontró finalmente a un fundidor de campanas. En Ebou Dar había bastantes fabricantes de gongs, pero sólo un fundidor de campanas, un tipo cadavérico e impaciente, bañado en sudor por el calor procedente del enorme horno de hierro. El bochornoso y alargado local de la fundición podría haber pasado por una sala de tortura. De las vigas colgaban cadenas, y del horno brotaban repentinas llamaradas que proyectaban sombras titilantes y dejaban medio ciego a Mat. Y, no bien acababa de desaparecer la imagen grabada en las retinas tras haber parpadeado, cuando otra erupción lo obligaba de nuevo a estrechar los ojos. Hombres chorreantes de sudor volcaban bronce fundido del caldero en un molde cuadrado, bastante más alto que un hombre, que se había levantado con palanca hasta situarlo sobre rodillos. Otros grandes moldes semejantes se hallaban repartidos por el local, entre moldes más pequeños de diferentes tamaños.
—Milord tiene ganas de bromear. —Maese Sutoma soltó una risa forzada, pero no parecía divertido, con el empapado cabello oscuro colgando y pegado a su cara. Su risa sonó tan hueca como hundidas tenía las mejillas, y el tipo siguió lanzando miradas ceñudas a sus trabajadores, como si sospechara que aprovecharían para tumbarse y dormir si no los vigilaba estrechamente. Con aquel calor ni un muerto habría podido dormir. Mat sintió la camisa pegada al cuerpo por el sudor, y empezaron a marcarse manchas en su chaqueta—. No sé nada sobre Iluminadores, milord, y tampoco quiero saberlo. Los fuegos de artificio son fruslerías, no como las campanas. Si milord me disculpa, estoy muy ocupado. La Augusta Señora Suroth ha encargado trece campanas para una serie de la victoria, las más grandes que jamás se han forjado en ningún sitio. ¡Y Calwyn Sutoma las forjará!
El hecho de que fuera una victoria sobre su propia ciudad no parecía molestar en absoluto a Sutoma; sus últimas palabras bastaron para hacerlo sonreír y frotarse las huesudas manos.
Mat trató de hacer ceder a Aludra, pero por el nulo éxito de sus intentos se habría dicho que la mujer también había sido forjada de bronce. En fin, comprobó que era considerablemente más blanda que el bronce una vez que le permitió rodearla con el brazo, pero los besos que la dejaron temblando no sirvieron para debilitar su resolución.
—Soy de las que creen que a un hombre no se le debe decir más que lo que necesita saber —manifestó, falta de aliento mientras se sentaba a su lado en un banco mullido de su carreta. Sólo le permitió besarla, pero en eso se mostró muy entusiasta. Las finas trencillas adornadas con cuentas que volvía a llevar estaban enredadas—. Cotorreo de hombres, ¿verdad? Cháchara, cháchara, cháchara, y ni vosotros sabéis lo que vais a decir a continuación. Además, quizá sólo te planteé el enigma para que volvieras, ¿eh? —Y continuó con la tarea de despeinarse más y también despeinarlo a él.
Pero no volvió a lanzar flores nocturnas, después de que él le hubo contado lo de la casa gremial de Tanchico. Mat hizo otras dos intentonas visitando a maese Sutoma, pero en la segunda el fundidor de campanas tenía cerrada la puerta a cal y canto para él. Estaba forjando las campanas más grandes que se habían hecho nunca, y no iba a permitir que ningún estúpido forastero con sus estúpidas preguntas interfiriese en eso.
Tylin empezó a pintarse de verde las dos primeras uñas de las manos, si bien no se afeitó los laterales de la cabeza. Al final lo haría, le dijo, mientras se recogía el cabello estirado hacia atrás para mirarse en el espejo de marco dorado que había en la pared del dormitorio, pero antes quería hacerse a la idea. Estaba adaptándose a las costumbres de los seanchan, y Mat no podía culparla por ello a pesar de todas las miradas hoscas y furibundas que Beslan dirigía a su madre.
Era imposible que Tylin pudiese sospechar nada sobre Aludra; pero, al día siguiente de besar él a la Iluminadora, las doncellas con aspecto de matrona desaparecieron de sus aposentos y fueron reemplazadas por mujeres de pelo blanco y arrugadas como pasas. Tylin empezó a clavar el cuchillo curvo en uno de los postes de la cama por las noches, bien a mano, y a mascullar lo bastante alto para que él la oyera sobre qué aspecto tendría vestido con las simples ropas de un da’covale. De hecho, la noche no era el único momento en el que clavaba el cuchillo en el poste de la cama. Sirvientas sonrientes comenzaron a llamarlo a los aposentos de Tylin limitándose a anunciar que la reina había clavado su cuchillo en el poste, y él empezó a esquivar a cualquier mujer de uniforme que veía exhibiendo una sonrisa. No es que no le gustara acostarse con Tylin, salvo por el hecho de que era una reina y, por ende, tan estirada como cualquier otra noble. Y porque lo hacía sentirse como un ratón al que un gato había convertido en su mascota. Pero sólo había un número de horas de luz al día, aunque sí más que allá, en casa, en invierno, y hubo un momento en que se preguntó si Tylin se proponía consumirlas todas.