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—Soy Setalle Anan, y mi mejor habitación está ocupada por el capitán del aire, lord Abaldar Yulan —respondió tranquilamente la señora Anan, sin dejarse intimidar ni por so’jhin ni por Sangre. Se cruzó de brazos—. Mi segunda mejor habitación la ocupa el oficial general Furyk Karede, de la Guardia de la Muerte. Ignoro si un capitán de los Verdes los supera en rango, pero en cualquier caso tendréis que solventar vosotros mismos quién se queda y quién tiene que irse a otro lado. Mi política es no expulsar a ningún huésped seanchan. Siempre que pague la renta.

Mat se puso tenso, esperando la explosión —¡Suroth la habría hecho azotar por la mitad de lo que había dicho!—, pero Egeanin sonrió.

—Es un placer tratar con alguien que tiene carácter —comentó—. Creo que nos llevaremos bien, señora Anan. Siempre y cuando no os excedáis. El capitán da órdenes y la tripulación obedece, pero nunca he hecho arrastrarse a nadie por mi cubierta.

Mat frunció el entrecejo. Cubierta. La cubierta de un barco. ¿Por qué hurgaba eso en su memoria? A veces, los viejos recuerdos resultaban una verdadera molestia.

La señora Anan asintió, sin apartar un solo instante sus oscuros ojos de los azules de la seanchan.

—Como digáis, milady. Pero confío en que recordéis que La Mujer Errante es mi barco.

Por suerte para ella, la seanchan se echó a reír.

—Sed entonces la capitana de vuestro barco —dijo, todavía riendo—, y yo seré la capitana de los Oros. —A saber qué significaba eso. Con un suspiro, Egeanin sacudió la cabeza—. Verdad como la Luz, que sospecho que no supero en rango a muchos de los que están aquí, pero Suroth quiere tenerme a mano, así que alguien bajará y alguien saldrá a menos que quiera doblarse en dos. —De repente frunció el ceño, mirando de pasada a Mat y a Joline, y sus labios se curvaron en una mueca de desagrado—. Confío en que no dejaréis que ese tipo de cosas ocurran en todas partes, señora Anan.

—Os aseguro que no volveréis a ver nunca algo así bajo mi techo —respondió suavemente la posadera.

El so’jhin también miraba ceñudo a Mat y a la mujer sentada en sus rodillas, y Egeanin tuvo que tirarle de la manga de la chaqueta, a lo que él respondió dando un respingo antes de seguirla de vuelta a la sala común. Mat gruñó despectivamente; ese tipo podría fingir sentirse ofendido como su señora tanto como quisiera, pero él había oído hablar de los festivales en Illian, y eran casi tan escandalosos como los de Ebou Dar en lo tocante a la gente yendo por ahí medio vestida. Y no mucho mejor que los da’covale o esas danzarinas de shea de las que hablaban los soldados.

Intentó alzar de sus rodillas a Joline cuando la puerta se cerró tras la pareja, pero la mujer se aferró a él y enterró la cara en su hombro mientras sollozaba quedamente. Enid soltó un gran suspiro y se recostó en la mesa de trabajo como si los huesos se le hubiesen vuelto de gelatina. Hasta la señora Anan parecía temblorosa. Se dejó caer en la banqueta que Mat había dejado vacía y apoyó la cabeza en las manos, pero su flojedad sólo duró un momento, y luego volvió a ponerse de pie.

—Cuenta hasta cincuenta y luego haz pasar a todos los que están bajo la lluvia, Enid —instruyó en tono firme. Nadie habría dicho que un instante antes estaba temblando. Descolgó la capa de Joline de la clavija, cogió una fina astilla de una caja que había en la repisa de la chimenea y se agachó para encenderla en el fuego, debajo de los espetones—. Estaré en la bodega si me necesitas; pero, si alguien pregunta, tú no sabes dónde estoy. Hasta que diga lo contrario, nadie aparte de ti bajará allí. —Enid asintió como si aquello fuera lo más normal del mundo—. Traedla —le dijo la posadera a Mat—, y no os entretengáis. Cogedla en brazos si es necesario.

Mat tuvo que hacerlo así. Todavía llorando sin hacer ruido, Joline no se soltaba de él y ni siquiera levantó la cabeza de su hombro. No pesaba mucho, gracias a la Luz, pero aun así un dolor sordo empezó a molestarle en la pierna mientras seguía a la señora Anan a la puerta de la bodega llevando su carga. Podría haber disfrutado de ello a pesar de los pinchazos en la pierna si la posadera no se hubiese tomado tanto tiempo para todo.

Como si no hubiese seanchan en cien kilómetros a la redonda, encendió una lámpara sobre la estantería que había junto a la pesada puerta, apagó cuidadosamente la astilla de un soplido antes de colocar la alta pantalla de cristal, y a continuación soltó la humeante astilla en una pequeña bandeja de estaño. Acto seguido sacó una llave larga de la escarcela del cinturón, abrió la cerradura de hierro y, finalmente, le indicó con una seña que cruzara el umbral. La escalera que arrancaba al otro lado era lo bastante ancha para subir un barril, aunque empinada, y desaparecía en la oscuridad. Mat obedeció, si bien esperó en el segundo peldaño mientras la mujer cerraba la puerta con llave, y dejó que fuera delante, sosteniendo en alto la lámpara. Sólo le faltaba tropezar y bajar rodando.

—¿Hacéis esto a menudo? —preguntó mientras colocaba mejor a Joline, que había dejado de llorar pero seguía aferrada fuertemente a él, temblando—. Me refiero a esconder a Aes Sedai.

—Oí rumores de que todavía había una hermana en la ciudad —contestó la señora Anan—, y conseguí localizarla antes de que lo hicieran los seanchan. No podía dejar que atraparan a una hermana. —Le lanzó una mirada feroz, como retándolo a llevarle la contraria. Cosa que Mat habría querido hacer, pero no logró decir palabra. Suponía que también él habría ayudado a cualquiera a escapar de los seanchan si hubiera estado en su mano, y además estaba en deuda con Joline Maza.

La Mujer Errante era una posada bien aprovisionada, y la oscura bodega era amplia. Entre los barriles de vino y cerveza apilados a los lados había cajones altos de tablillas repletos de patatas y nabos, hileras de estantes que contenían sacos de judías secas, guisantes y pimientos, y montones de cajones de madera que guardaban sólo la Luz sabía qué. No parecía haber mucho polvo, pero el aire tenía el olor seco habitual de los almacenes bien acondicionados.

Vio sus ropas, pulcramente dobladas sobre una estantería limpia —a menos que alguien más estuviera almacenando ropa allí— pero no tuvo oportunidad de fijarse bien. La señora Anan llegó al fondo de la bodega, y Mat dejó a Joline sobre un barril. Tuvo que soltarle los brazos a la fuerza, y la mujer se quedó acurrucada. Lloriqueando, sacó un pañuelo de la manga y se enjugó los ojos enrojecidos. Con el rostro lleno de manchas, además del desgastado vestido, no ofrecía el aspecto de una Aes Sedai.

—Se ha venido abajo —comentó la señora Anan, que puso la lámpara sobre otro barril, también éste boca abajo. Había más barriles vacíos en el suelo, esperando el regreso del cervecero, y aquél era el espacio más despejado que se veía en la bodega—. Ha estado escondida desde que llegaron los seanchan. En los últimos días sus guardianes han tenido que trasladarla varias veces, cuando los seanchan decidieron registrar edificio por edificio, en lugar de calles en general. Suficiente para destrozarle los nervios a cualquiera, supongo. Sin embargo dudo que intenten buscar aquí.

Recordando a todos los oficiales hospedados en el piso de arriba, Mat no tuvo más remedio que admitir que la posadera tenía razón. Con todo, se alegraba de no ser él quien corría el riesgo. Se puso en cuclillas delante de Joline, y gruñó al sentir una punzada de dolor en la pierna.