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—Crees que estás sobre la estaca de empalamiento —dijo Egeanin, y la sul’dam se encogió mientras su asustada mirada tornaba bruscamente hacia ella—. Te equivocas, Bethamin. El único delito real que he cometido fue liberarte.

No era del todo cierto, pero al final, después de todo, había puesto personalmente el a’dam masculino en manos de Suroth. Y hablar con Aes Sedai no era un delito. El Buscador podía sospechar —de hecho había intentado escuchar a escondidas tras una puerta de Tanchico—, pero ella no era una sul’dam, encargada de atrapar marath’damane. En el peor de los casos, aquello merecería una reprimenda.

—Siempre y cuando no se entere de eso —prosiguió—, no tiene motivos para arrestarme. Si desea saber lo que digo o cualquier otra cosa sobre mí, cuéntaselo. Lo único que tienes que recordar es que, si decide arrestarme, le daré tu nombre. —Sólo una advertencia evitaría que Bethamin pensara de repente que tenía una salida segura, dejándola a ella en la estacada.

Para su sorpresa, la sul’dam empezó a reír histéricamente. Es decir, hasta que Egeanin se echó hacia adelante y la abofeteó.

—Lo sabe casi todo excepto la existencia del sótano, milady —dijo mientras se frotaba la mejilla con gesto hosco.

A continuación empezó a describir una increíble red de traiciones que conectaba a Egeanin, a Bayle y a Suroth y tal vez incluso a la propia Tuon con Aes Sedai, marath’damane y damane que habían sido Aes Sedai. Un pánico creciente empezó a sonar en la voz de Bethamin a medida que pasaba de un increíble cargo a otro y, a no tardar, Egeanin comenzó a beber sorbos de brandy. Sólo sorbos. No se había puesto nerviosa. Tenía pleno control sobre sí misma. Estaba… Estaba navegando en algo peor que bajíos, acercándose a sotavento de la costa, y el Cegador de la Vista en persona cabalgaba en aquella tormenta, acercándose para robarle los ojos. Después de escuchar un rato con sus propios ojos cada vez más abiertos, Bayle vació de un trago la copa del tosco y oscuro licor. Egeanin se sintió aliviada al ver la conmoción del hombre, y a la vez culpable por sentirse así. Jamás creería que era un asesino. Además, era muy bueno utilizando las manos, pero sólo aceptable con una espada, mientras que, ya fuese con armas o sólo con las manos, el Augusto Señor Turak habría destripado a Bayle como a una carpa. Su única excusa de plantearse siquiera la posibilidad era que Bayle había estado en Tanchico con dos Aes Sedai. Todo aquel asunto era una estupidez. ¡Tenía que serlo! Aquellas dos Aes Sedai no habían tomado parte en ningún complot, simplemente había sido un encuentro casual. Tan verdad como la Luz que no eran más que unas chiquillas, y casi tan inocentes como tales, demasiado blandas de corazón para acceder a su sugerencia de cortarle el cuello al Buscador cuando tuvieron ocasión de hacerlo. Una verdadera lástima. Le habían entregado a ella el a’dam masculino. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Si el Buscador se enteraba de que había tenido intención de librarse del a’dam como esas Aes Sedai le habían sugerido, si alguien se enteraba, sería juzgada por traición como si hubiese tenido éxito en deshacerse de él arrojándolo al océano. «¿Y no lo eres?», se preguntó para sus adentros. El Oscuro venía a robarle los ojos.

Con las lágrimas deslizándose por las mejillas, Bethamin apretaba la copa contra los senos como abrazándose a sí misma. Si lo que intentaba era dejar de temblar, fracasaba estrepitosamente. Estremecida, miraba de hito en hito a Egeanin, o quizás a algo que había más allá de la otra mujer. Algo aterrador. El fuego de la chimenea aún no había caldeado demasiado la habitación, pero el sudor perlaba el rostro de la sul’dam.

—Y, si se entera de lo de Renna y Seta —siguió balbuciendo—, ¡entonces ya no le cabrá duda! ¡Vendrá por mí y por las otras sul’dam! ¡Tenéis que detenerlo! ¡Si me coge, le diré vuestro nombre! ¡Lo haré! —Bruscamente se llevó la copa a los labios y tragó el licor con tanta ansiedad que se atragantó y empezó a toser, aunque al punto alargó la copa hacia Bayle para que le sirviese más. El hombre no se movió. Se había quedado de una pieza.

—¿Quiénes son Renna y Seta? —preguntó Egeanin. Estaba tan asustada como la sul’dam pero, como siempre, mantenía el gesto impasible, pétreo—. ¿Qué es lo que el Buscador puede descubrir sobre ellas? —Los ojos de Bethamin se desviaron, rehusando encontrarse con los suyos, y de repente Egeanin lo supo—. Son sul’dam, ¿verdad, Bethamin? Y también estuvieron atadas a la correa, como tú.

—Se encuentran al servicio de Suroth —contestó lloriqueando la otra mujer—. Pero nunca se les permite estar completas. Suroth lo sabe.

Egeanin se frotó los ojos, cansada. Quizás aquello sí era una conspiración, después de todo. O tal vez Suroth ocultaba lo de esas dos para proteger el imperio, que dependía de las sul’dam; su fuerza se basaba en ellas. La noticia de que las sul’dam eran mujeres que podían aprender a encauzar podría destruir el imperio, hacerlo añicos. A ella, desde luego, la había conmocionado. Y tal vez acabara destruyéndola. Ella no había liberado a Bethamin impulsada por el deber. Eran muchas las cosas que habían cambiado en Tanchico. Ya no creía que cualquier mujer capaz de encauzar se mereciera estar atada a la cadena. Los criminales por supuesto, y quizá quienes se negaban a prestar los juramentos al Trono de Cristal, y… No lo sabía. Hubo un tiempo en que su vida se basaba en certezas sólidas como la roca, como las estrellas que guiaban en la noche y que nunca fallaban. Quería volver a tener esa vida de antes. Quería tener algunas certezas.

—Pensé que —empezó Bethamin. Acabaría por desgastarse los labios si seguía lamiéndoselos—. Milady, si el Buscador… sufriera un accidente… quizás el peligro desaparecería con él.

¡Luz, la mujer creía realmente que era verdad lo de la intriga contra el Trono de Cristal, y estaba dispuesta a pasarlo por alto para salvar su propio pellejo! Egeanin se levantó, y la sul’dam no tuvo más remedio que imitarla.

—Pensaré en ello, Bethamin. Vendrás a verme todos los días que tengas libre. Es lo que el Buscador espera que hagas. Hasta que tome una decisión, no harás nada, ¿me entiendes? Nada excepto tus obligaciones y lo que yo te ordene.

La sul’dam entendió. Estaba tan aliviada de que otra persona se encargara de la peligrosa situación que volvió a arrodillarse y besó la mano de Egeanin. Sacando casi a empujones a la mujer del cuarto, Egeanin cerró la puerta y después arrojó la copa contra la chimenea. El recipiente se estrelló contra los ladrillos, salió rebotado y rodó por la pequeña alfombra. Cuando se paró, vio que estaba abollada. Su padre le había regalado ese juego de copas con ocasión de su primer puesto de mando. Se sentía como si le hubieran extraído toda la fuerza. El Buscador había tejido un nudo corredizo de rayos de luna y casualidades destinado a su cuello. Eso si no acababa siendo propiedad. Tal posibilidad hizo que la sacudiese un escalofrío. Hiciera lo que hiciese, el Buscador la tenía atrapada.

—Puedo matarlo. —Bayle flexionó las manos, anchas como el resto de su cuerpo—. Es un tipo flaco, según recuerdo, acostumbrado a que todo el mundo le obedezca. No esperará que nadie intente romperle el cuello.