Выбрать главу

Aviendha despertó sobresaltada y alargó la mano hacia el cuchillo que había en la mesita auxiliar, al lado de la cama; pero, antes de que su mano llegase a tocar la oscura empuñadura de asta, apartó los dedos.

—Algo me despertó —murmuró—. Creía que había un Shaido… ¡Eh, mira el sol! ¿Por qué me has dejado dormir tanto? —demandó mientras bajaba precipitadamente de la cama—. Sólo porque tenga permiso para quedarme contigo no… —Sus palabras quedaron amortiguadas brevemente al sacarse de un tirón el camisón arrugado por la cabeza—… significa que Monaelle no vaya a azotarme si cree que estoy siendo perezosa. ¿Es que piensas pasarte tumbada ahí todo el día?

Con un gemido, Elayne salió de la cama. Essande ya esperaba a la puerta del vestidor; nunca despertaba a Elayne a menos que ésta se acordara de dar la orden la noche anterior. La joven se rindió a los casi silenciosos cuidados de la mujer de cabello blanco en tanto que Aviendha se vestía y compensaba el mutismo de la sirvienta con una sarta de comentarios risueños acerca de que una debía de sentirse como un bebé al tener a alguien que la vistiese, y que quizás Elayne había olvidado cómo hacerlo y por eso necesitaba que alguien la vistiera. Había ocurrido lo mismo todas las mañanas desde que habían empezado a compartir la cama. A Aviendha le resultaba muy divertido. Elayne no pronunció palabra, salvo para contestar a las sugerencias de su doncella respecto a lo que debería ponerse, hasta que el último botón de nácar estuvo abrochado y ella se examinó con ojo crítico en el espejo de cuerpo entero.

—Essande —dijo entonces, como de pasada—, ¿están preparadas las ropas de Aviendha? —El vestido de fino paño azul, con un toque de bordado en plata, serviría bien para lo que tenía que hacer ese día.

—¿Os referís a todas las bonitas sedas y encajes de lady Aviendha, milady? —inquirió, sonriente, Essande—. Oh, sí. Todas limpias y planchadas y recogidas —contestó, señalando los armarios que cubrían una pared.

Elayne giró la cabeza y sonrió a su hermana. Aviendha miraba fijamente los armarios, como si cobijaran víboras, y luego tragó saliva y acabó de ceñirse a las sienes el pañuelo oscuro doblado, con precipitación. Una vez que hubo dado permiso para irse a Essande, Elayne añadió:

—Es sólo por si las necesitas.

—Está bien, vale —murmuró Aviendha, que se puso el collar de plata—. Se acabaron las bromas de que una mujer te viste.

—Estupendo. O le diré que empiece a vestirte a ti. Eso sí que sería realmente divertido.

Por los rezongos entre dientes sobre la gente que no aguantaba una broma, resultó obvio que Aviendha no coincidía con esa opinión. Elayne casi esperaba que su hermana exigiera que se desecharan todos los vestidos que había adquirido. Le sorprendía un tanto que Aviendha no se hubiera ocupado ya de hacerlo.

El almuerzo que engulló Aviendha en la sala de estar consistió en jamón curado con pasas, huevos cocinados con ciruelas pasas, pescado salado preparado con piñones, pan untado con una gruesa capa de mantequilla, y té espeso y almibarado como jarabe por tanta miel. Bueno, quizá no fuera tan empalagoso, pero ése era el aspecto que tenía. Elayne no puso mantequilla en el pan, y añadió muy poca miel en el té; y, en lugar de jamón, huevos y pescado, comió unas gachas calientes de cereales y hierbas que se suponía que eran muy saludables. No sentía síntomas de estar encinta, por mucho que Min le hubiese dicho a Aviendha, pero Min también se lo había contado a Birgitte, cuando las tres empezaron a embriagarse. Entre su Guardiana, Dyelin y Reene Harfor, ahora se encontraba limitada a una dieta «adecuada para una mujer en su estado». Si tenía ganas de darse un capricho y mandaba a alguien a la cocina, nunca le llegaba por un motivo u otro, y, si se escabullía hasta allí en persona, las cocineras le dirigían miradas tan desaprobadoras que volvía a marcharse sin haber tomado nada.

No echaba de menos realmente el vino con especias y los dulces y las otras cosas que ahora tenía prohibidas —en fin, no mucho, excepto cuando Aviendha engullía tartas o pudines—, pero todo el palacio sabía que estaba embarazada. Y, por supuesto, eso significaba que se sabía cómo se había quedado en ese estado, ya que no de quién. Con los hombres no era tan malo, aparte del hecho de que lo sabían y de que ella sabía que estaban enterados, pero las mujeres no se molestaban en disimular que estaban al tanto. Ya fuera que aceptaran o reprobaran la situación, la mitad la miraba como si fuese un marimacho, y la otra mitad con expresión especuladora. Obligándose a tragar las gachas —en realidad no sabían tan mal, pero le habría encantado comer un poco del jamón que Aviendha estaba cortando en lonchas o un poco de los huevos con pasas—, se metió en la boca otra cucharada de las grumosas gachas; casi deseaba empezar con las náuseas del embarazo para que así Birgitte compartiese la sensación de tener el estómago revuelto.

El primer visitante que entró en sus aposentos esa mañana, aparte de Essande, fue el candidato principal entre las mujeres de palacio como padre de su recién engendrado hijo.

—Mi reina —saludó el capitán Mellar al tiempo que hacía una reverencia acompañada por una floritura con su sombrero—. El jefe amanuense espera la venia de vuestra majestad. —Los ojos del capitán, oscuros e impasibles, ponían de manifiesto que nunca tendría pesadillas por los hombres que había matado, y el fajín orlado de encaje que le cruzaba el pecho y las puntillas del cuello y los puños le daban un aspecto aún más duro. Aviendha se limpió con una servilleta de lino la grasa que le manchaba la mejilla y lo observó con los ojos inexpresivos. Las dos mujeres de la guardia que flanqueaban las puertas en el exterior hicieron una ligera mueca. Mellar ya tenía fama de pellizcar los traseros de las componentes de este cuerpo, al menos de las más guapas, por no mencionar los comentarios desdeñosos respecto a sus habilidades que hacía en las tabernas de la ciudad. Para las mujeres de la guardia, eso último era mucho peor.

—Todavía no soy reina, capitán —repuso secamente Elayne. Siempre intentaba ajustarse todo lo posible al tema con el hombre—. ¿Cómo va el reclutamiento de mi guardia personal?

—Hasta ahora sólo treinta y dos, milady. —Sin soltar el sombrero, el hombre de cara chupada apoyó las dos manos en la empuñadura de la espada, en una postura relajada que difícilmente podía considerarse adecuada encontrándose en presencia de la que había llamado su reina. Y tampoco lo era su sonrisa—. Lady Birgitte ha marcado unos niveles rigurosos, que pocas mujeres pueden alcanzar. Dadme diez días y encontraré cien hombres que los superarán y que os tendrán en tanta estima como yo.

—Creo que no, capitán Mellar. —Le costó esfuerzo evitar dar un timbre frío a su voz. Ese hombre tenía que haber oído los rumores referentes a ellos dos. ¿Acaso pensaba que porque no los había negado podía parecerle… atractivo? Apartó el plato todavía medio lleno de gachas y contuvo un escalofrío. ¿Treinta y dos ya? El número aumentaba rápidamente. Algunas de las Cazadoras del Cuerno que venían demandando rango últimamente habían llegado a la conclusión de que servir en el cuerpo de guardia personal de Elayne otorgaba cierto estilo. Elayne admitía que las mujeres no podían estar de servicio día y noche; pero, por mucho que dijese Birgitte, la meta de cien le parecía excesiva. No obstante, su Guardiana se cerraba en banda ante cualquier sugerencia de reducir ese número—. Por favor, decidle al jefe amanuense que puede pasar —ordenó, a lo que él respondió con otra estudiada reverencia.