Los kandoreses estudiaban subrepticiamente a Aviendha cuando no escuchaban con atención a Elayne, y los illianos evitaron mirarla tras la primera ojeada sorprendida. Era evidente que interpretaban como relevante la presencia de una Aiel, a pesar de que ésta se limitara a estar sentada en el suelo, en un rincón, sin decir palabra; empero, ya fuesen illianos o kandoreses, los mercaderes querían lo mismo: la confirmación de que Elayne no encolerizaría al Dragón Renacido hasta el punto de que éste interfiriese con el comercio al enviar sus ejércitos de Aiel a saquear Andor, si bien no dieron la cara para decirlo expresamente así. Tampoco mencionaron que los Aiel y la Legión del Dragón tenían grandes campamentos a pocos kilómetros de Caemlyn. Bastó con sus corteses preguntas respecto a los planes de Elayne, ahora que había hecho retirar el Estandarte del Dragón y la Enseña de la Luz. Les respondió lo mismo que respondía a todos, que Andor se aliaría con el Dragón Renacido, pero que no era una nación conquistada. A cambio, ellos le contestaron con vagos augurios de bienestar y sugirieron que apoyaban incondicionalmente su petición al Trono del León, sin decir, de hecho, nada que se le pareciera. Después de todo, si ella fracasaba en sus aspiraciones, no serían bienvenidos en Andor bajo el gobierno de quienquiera que alcanzase la corona en su lugar.
Después de que los illianos se hubieron marchado tras hacer reverencias y saludos corteses, Elayne cerró los ojos un instante y se frotó las sienes. Todavía le quedaba una reunión con una delegación de vidrieros antes de la comida de mediodía, y otras cinco más con mercaderes o artesanos por la tarde; un día muy ocupado, repleto de tópicos y ambigüedades excesivamente comedidos. Como Nynaeve y Merilille se habían marchado, le tocaba a ella otra vez dar clase a las Detectoras de Vientos esa noche, una experiencia que, en el mejor de los casos, resultaba menos agradable que cualquier reunión con mercaderes. Quizá le quedase un poco de tiempo para estudiar los ter’angreal que había sacado de Ebou Dar antes de que estuviese tan agotada que no pudiera mantener abiertos los ojos. Resultaba embarazoso cuando Aviendha tenía que llevarla a la cama, pero no había modo de evitarlo. Eran muchas las cosas que tenía que hacer y siempre le faltaba tiempo.
Quedaba casi una hora antes de la reunión con los vidrieros, pero Aviendha se opuso sin contemplaciones a su sugerencia de echar una ojeada a los objetos de Ebou Dar.
—¿Es que Birgitte ha hablado contigo? —demandó Elayne mientras su hermana casi la arrastraba escaleras arriba por un estrecho tramo. Cuatro mujeres de la guardia las precedían, y las demás iban detrás, deliberadamente haciendo caso omiso de lo que pasaba entre Aviendha y ella, aunque le pareció ver que Rasoria Domanche, una fornida Cazadora del Cuerno con ojos azules y el cabello de un color rubio que rara vez se encontraba entre los tearianos, esbozaba una sonrisa.
—¿Acaso necesito que ella me diga que pasas demasiadas horas encerrada en palacio y que duermes excesivamente poco? —replicó Aviendha con desdén—. Necesitas un poco de aire fresco.
Ciertamente el aire en la columnata era fresco; mucho, a pesar de que el sol estaba alto en el cielo gris. Frías ráfagas soplaban entre las columnas, de manera que las mujeres de la guardia, prestas para defenderla de las palomas —única amenaza que existía allí—, tenían que sujetarse los sombreros adornados con plumas. En un arranque perverso, Elayne se negó a aislarse del frío.
—Dyelin habló contigo —rezongó mientras tiritaba.
Dyelin afirmaba que una mujer embarazada necesitaba dar largos paseos diarios. No se había andado por las ramas recordándole que, a pesar de su condición de heredera del trono, en realidad de momento sólo era Cabeza Insigne de la casa Trakand; y que, si la Cabeza Insigne de Trakand quería charlar con la Cabeza Insigne de Taravin, podría hacerlo mientras paseaban arriba y abajo por los pasillos del palacio o no hablarían en absoluto.
—Monaelle ha dado a luz siete hijos —contestó Aviendha—. Dice que tengo que ocuparme de que tomes el aire. —A pesar de que sólo llevaba el chal echado sobre los hombros, no daba señales de sentir el frío viento. Claro que las Aiel eran tan buenas como las hermanas a la hora de despreocuparse de los elementos. Rodeándose con los brazos, Elayne frunció el entrecejo—. Deja de enfurruñarte, hermana. —Aviendha señaló uno de los patios de los establos, que se veía entre los tejados blancos—. Mira, Reanne Corly ya está comprobando si Merilille Ceandevin ha regresado.
La ya familiar línea vertical de luz apareció en el patio y rotó sobre sí misma hasta formar un agujero en el aire de casi tres metros de alto y otros tantos de ancho.
Elayne contempló ceñuda la cabeza de Reanne. No estaba «enfurruñada». Quizá no debería haber enseñado a Reanne a Viajar, ya que la Allegada no era todavía Aes Sedai, pero ninguna de las otras hermanas era lo bastante fuerte para conseguir que el tejido funcionase, y si se permitía que las Detectoras de Vientos lo aprendieran, entonces, a su modo de ver, también debía permitirse que aprendiesen las pocas Allegadas que eran capaces de hacerlo. Además, ella no podía ocuparse de todo. Luz, ¿realmente el invierno había sido tan crudo antes de que aprendiera a impedir que el frío o el calor la afectasen?
Para su sorpresa, Merilille cruzó el acceso sacudiéndose nieve de la oscura capa forrada con piel, seguida por los guardias con yelmos que la habían acompañado cuando había partido hacía siete días. Zaida y las Detectoras de Vientos se habían mostrado muy molestas —por no decir algo peor— con la marcha de la Aes Sedai, pero la Gris había aprovechado la oportunidad de escapar de ellas aunque sólo fuera durante unos días. Había hecho falta comprobar a diario si se proponía regresar, abriendo un acceso en el mismo punto, si bien Elayne no había esperado verla aparecer hasta pasada, como mínimo, una semana en el mejor de los casos. Cuando el último de los diez guardias de capa roja hubo puesto pie en el patio, la esbelta y menuda hermana Gris desmontó, entregó las riendas a una caballeriza, y se apresuró a entrar en palacio antes de que la mujer tuviese tiempo para algo más que apartarse de su camino.
—Estoy «disfrutando» del aire fresco —comentó Elayne, conteniendo apenas el castañeteo de dientes—. Pero, si Merilille ha regresado, tengo que bajar.
Aviendha enarcó una ceja como si sospechara una maniobra de evasión, pero fue la primera en empezar a bajar la escalera. La vuelta de Merilille era importante, y, a juzgar por sus prisas, o traía noticias muy buenas o muy malas.
Para cuando Elayne y su hermana entraron en la sala de estar —seguidas por dos de las mujeres de la guardia, naturalmente, que se apostaron en la puerta—, Merilille ya se encontraba allí. Su capa, con manchas de humedad, descansaba en una silla, los guantes de color gris claro estaban sujetos debajo del cinturón, y su negro cabello necesitaba un cepillado. El pálido semblante de la Aes Sedai tenía ojeras púrpuras, y denotaba un cansancio tan profundo como el que sentía la propia Elayne.
A pesar de su rapidez en subir desde el patio de los establos, Merilille no se encontraba sola. Birgitte se hallaba de pie con ceño pensativo, apoyado un brazo en la repisa tallada de la chimenea. Con la otra mano se aferraba la larga trenza dorada, casi como Nynaeve. Hoy vestía unos amplios pantalones de color verde oscuro y la corta chaqueta roja, una combinación que hacía daño a los ojos. El capitán Mellar hizo una estudiada reverencia, acompañada por una floritura de su sombrero de plumas blancas. No tenía por qué estar allí, pero Elayne lo dejó quedarse e incluso le dirigió una agradable sonrisa. Una sonrisa muy cálida.