—No puedo dejar en mal lugar a Merilille —contestó Elayne con más paciencia de la que sentía. Puede que no estuviese tan cansada ya, pero tampoco se sentía particularmente en buena forma, y no le apetecía tener que aguantar la insistencia de su hermana; sin embargo no quería contestarle con brusquedad—. Podría sentirse como una necia, allí plantada con una carta que anuncia mi llegada y que no aparezca. Lo que es peor, yo me sentiría como una necia.
—Mejor sentirse necia que serlo —rezongó Birgitte entre dientes.
Su capa oscura se extendía por detrás de la silla, y la coleta, de intrincado trenzado, colgaba desde la abertura de la capucha hasta casi su cintura. Subirse la capucha justo lo suficiente para enmarcar su rostro era la única concesión que había hecho para protegerse del frío y del mordiente viento que a veces levantaba los copos de nieve como si fuesen plumas, pues la arquera no quería que nada le obstaculizara la vista. La cubierta del estuche del arco, colgado de la silla, era para mantener seca la cuerda, y lo llevaba de manera que lo tenía a mano para cogerlo rápidamente. La sugerencia de que llevase una espada había sido rechazada con tanta indignación como si Elayne le hubiese pedido a Aviendha que utilizase una. Birgitte sabía manejar el arco, pero afirmaba que podía atravesarse a sí misma al intentar desenvainar la espada. Aun así, la corta capa verde se habría confundido en la fronda en otra época del año y, cosa sorprendente, también sus pantalones eran del mismo color. Ahora era una Guardiana, no la capitana general de la Guardia Real, si bien ese título no parecía complacerla como podría haberse esperado. El vínculo transmitía tanta frustración como vigilancia. Elayne suspiró y el aliento se tornó vaho en el aire.
—Ambas sabéis lo que espero conseguir con esta reunión. Lo habéis sabido desde que lo decidí. ¿Por qué me tratáis de repente como si fuese de cristal?
Las dos intercambiaron una mirada por encima de ella, cada cual esperando que la otra hablase primero, y después volvieron la vista al frente en silencio, y entonces Elayne comprendió.
—Cuando mi hija haya nacido —manifestó fríamente—, ambas podéis solicitar el puesto de nodriza. —Eso si es que el bebé era niña. Si Min había dicho algo al respecto, Aviendha y Birgitte lo habían olvidado en la bruma del alcohol que les embotaba el cerebro aquella noche. Quizá sería mejor tener un varón primero, para que así pudiera empezar su entrenamiento antes de que naciera su hermana. No obstante, una hija aseguraba la sucesión, en tanto que un hijo varón único sería apartado a un lado. Y, por mucho que deseara tener más de uno, nada le aseguraba que fuera a dar a luz a otro hijo. Quisiera la Luz que hubiera más hijos de Rand, pero tenía que ser práctica—. Yo no necesito nodriza.
Las mejillas morenas de Aviendha enrojecieron; la expresión de Birgitte no varió, pero a través del vínculo llegó la misma emoción.
Marcharon lentamente, siguiendo las huellas de Merilille durante casi dos horas, y Elayne pensaba que el primer campamento debía de encontrarse próximo ya cuando, de repente, Birgitte señaló al frente.
—Shienarianos —dijo, y a continuación sacó el arco del estuche. La sensación de alerta ahogó la de frustración y todo lo demás que había transmitido el vínculo.
Aviendha tanteó la empuñadura del cuchillo del cinturón como para asegurarse de que se encontraba en su sitio. Esperando debajo de los árboles, a un lado de las huellas de Merilille, hombres y caballos por igual permanecían tan inmóviles que Elayne casi los tomó por un afloramiento de rocas hasta que distinguió las extrañas cimeras de los yelmos. Sus monturas no iban protegidas con armaduras, como solía ser con los caballos shienarianos, pero los hombres en sí llevaban petos y largas espadas sujetas a la espalda, así como otras más cortas y mazos colgados en los cinturones y en las sillas. Sus oscuros ojos no parpadeaban. Uno de los caballos sacudió la cola y, en medio de tanta inmovilidad, ver la leve ondulación fue casi un sobresalto.
Un hombre de rostro afilado habló a Elayne y a sus dos compañeras cuando frenaron los caballos delante de él. La cimera de su yelmo semejaba unas alas estrechas.
—El rey Easar os transmite su compromiso de garantizar vuestra seguridad, Elayne Sedai, al que sumo el mío propio —dijo con una voz de timbre duro—. Soy Kayen Yokata, señor de Fal Eisen, que la Paz me abandone y la Llaga consuma mi alma si algún mal os acontece en nuestro campamento a vos o a quienes os acompañan.
Aquello no era tan tranquilizador como Elayne hubiera deseado. Todas esas garantías de su seguridad sólo dejaban claro que se había planteado alguna duda sobre el asunto, y que todavía podía haberla.
—¿Es que una Aes Sedai necesita garantías de los shienarianos? —contestó. Comenzó a realizar el ejercicio de novicia para calmarse y cayó en la cuenta de que no lo necesitaba. Muy extraño—. Podéis conducirme allí, lord Kayen.
El hombre se limitó a asentir con la cabeza e hizo volver grupas a su caballo. Algunos de los shienarianos observaron a Aviendha con ojos inexpresivos, reconociendo en ella a una Aiel, pero en su mayoría se limitaron a situarse detrás. Sólo los cascos, aplastando la capa dura de la nieve que ocultaba la caída recientemente, rompieron el silencio durante el corto tramo que recorrieron. Elayne no se había equivocado: el campamento shienariano se encontraba muy cerca. Pocos minutos después empezó a ver centinelas, montados y equipados con armaduras, y a no tardar entraron en el campamento.
Extendido entre los árboles, parecía más grande de lo que ella había imaginado. Tanto si miraba a izquierda, a derecha o al frente, tiendas, lumbres, hileras de caballos atados y filas de carretas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Mientras su escolta y ella pasaban, los soldados los observaban con curiosidad. Eran hombres de semblantes duros, con las cabezas afeitadas excepto el mechón en lo alto de cráneo que a veces les llegaba a los hombros; pocos llevaban puestas piezas de sus armaduras, pero éstas y las armas siempre estaban a mano. El olor no era tan malo como Merilille lo había descrito, aunque sí percibía un débil hedor a letrinas y estiércol bajo el aroma de lo que quiera que se estuviera cocinando en todas aquellas ollas. Nadie parecía hambriento, aunque muchos estaban delgados; no la delgadez famélica de falta de alimento, sólo la propia de hombres que nunca han tenido demasiada grasa en el cuerpo. Elayne notó que no había espetones sobre ninguna de las lumbres, que ella viese. La carne debía de ser más difícil de conseguir que el grano, aunque el propio trigo no había abundado en este tardío invierno. Una sopa no fortalecía a un hombre como ocurría con la carne. Tendrían que ponerse en movimiento pronto; no había ningún lugar que pudiera mantener a cuatro ejércitos de ese tamaño durante mucho tiempo. Lo que tenía que hacer ella era asegurarse de que se moviesen en la dirección correcta.
No todas las personas que vio eran soldados con la cabeza afeitada, por supuesto, aunque también tenían un aspecto casi tan duro como ellos. Había flecheros haciendo flechas, carreteros trabajando en las carretas, herradores poniendo herraduras a los caballos, lavanderas, mujeres cosiendo que podrían ser costureras o esposas. Un gran número de personas seguía siempre a un ejército en marcha, a veces tantas como los propios soldados. Elayne no avistó ninguna mujer que pudiese ser Aes Sedai, sin embargo; no parecía muy probable que una hermana se remangase y removiera con las palas de madera las ropas metidas en las ollas de lavar ni zurcir o poner parches a chaquetas o pantalones. ¿Por qué querían permanecer ocultas? Elayne resistió el deseo de abrazar la Fuente, de absorber saidar a través del angreal con forma de tortuga que llevaba prendido en el pecho. Cada batalla a su tiempo, y la primera era luchar por Andor.