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Al parecer, Tylin no había exagerado la impaciencia de Suroth. En poco más de dos horas, según el reloj cilíndrico incrustado de gemas que había en la sala de estar de Tylin, y que era regalo de Suroth, Mat acompañaba a la reina a los muelles. Es decir, Suroth y Tylin cabalgaban a la cabeza de unos veinte miembros de la Sangre que iban a acompañarlas, así como sus correspondientes so’jhin, hombres y mujeres que inclinaban las cabezas medio rapadas ante la Sangre y miraban por encima del hombro a todos los demás, y Mat marchaba montado en Puntos. El «galán» de una reina altaranesa no podía cabalgar junto a la Sangre, lo cual incluía ahora a la propia Tylin, naturalmente. No era como si fuese un sirviente heredado o algo de esa categoría.

La Sangre y la mayoría de los so’jhin montaban buenos animales, elegantes yeguas de cuellos arqueados y delicado paso; castrados de fieros ojos, fuerte cruz y ancho torso. La suerte de Mat no parecía funcionar en las carreras de caballos, pero él habría apostado por Puntos contra cualquiera de ellos. El castrado zaino de hocico chato no era vistoso, pero Mat estaba convencido de que en una carrera corta superaría a casi todos esos bonitos animales, y a todos en un trayecto largo. Después de haber pasado tanto tiempo en los establos, Puntos quería retozar ya que no podía correr, y Mat tuvo que recurrir a toda su destreza —en fin, la destreza que había adquirido de algún modo con los recuerdos de esos otros hombres— para controlar al animal. Cuando aún no habían llegado a mitad de camino de los muelles, la pierna le dolía hasta la cadera. Si se marchaba de Ebou Dar en un corto plazo de tiempo, habría de hacerlo por mar o con el espectáculo de Luca. Si llegaba el caso, tenía una buena idea de cómo forzar la situación para que el hombre se pusiera en camino antes de la primavera. Quizá fuera una idea peligrosa, pero no parecía que tuviese otra elección. La alternativa era aún más arriesgada.

No era el único que iba en retaguardia. Más de cincuenta hombres y mujeres, que afortunadamente llevaban gruesas prendas de lana blanca sobre los ropajes transparentes que solían vestir, marchaban detrás de él en dos filas. Algunos conducían animales de carga con canastas de mimbre repletas de manjares. La Sangre no sabía arreglárselas sin sus sirvientes; de hecho, parecían pensar que dormirían a la intemperie llevando tan pocos. Los da’covale rara vez alzaban los ojos del pavimento, y sus expresiones eran dóciles como malvas. Un día había visto mandar azotar a un da’covale, un hombre rubio más o menos de su edad, y el tipo había corrido a buscar el instrumento con el que le aplicarían el correctivo, sin intentar siquiera retrasarlo o esconderse, cuanto menos escapar del azotamiento. Mat no entendía a esa gente.

Delante de él marchaban seis sul’dam, con las cortas faldas pantalón mostrando los tobillos. Unos bonitos tobillos en un par de casos, pero las mujeres se comportaban como si también pertenecieran a la Sangre. Las capuchas de las capas adornadas con rayos les caían por la espalda, y dejaban que las ráfagas de viento agitaran las capas como si el frío no las afectase o no se atreviera a incomodarlas. Dos llevaban damane atadas a la correa, que caminaban al lado de sus caballos.

Mat estudió disimuladamente a las mujeres. Una de las damane, una mujer baja, con ojos de color azul pálido, iba unida por un a’dam plateado a la rellena sul’dam de tez olivácea a la que Mat había visto dando el paseo de ejercicio a Teslyn. La damane de cabello oscuro respondía al nombre de Pura. En su rostro terso resultaba evidente la cualidad intemporal Aes Sedai. No había dado crédito realmente a Tylin cuando le contó que la mujer se había convertido en una verdadera damane, pero la canosa sul’dam se inclinó en la silla para decirle algo a la mujer que había sido Ryma Galfrey y, fuera lo que fuese que cuchicheara la seanchan, Pura se echó a reír y batió palmas de alegría.

Mat se estremeció. Sin duda la puñetera mujer se pondría a chillar pidiendo auxilio si intentara quitarle el a’dam del cuello. ¡Luz! ¿Pero qué demonios estaba pensando? Bastante tenía ya con haberse cargado con el muerto de sacarles las castañas del fuego a tres Aes Sedai —¡así se abrasara, pero parecía que siempre acababan enjaretándole la misma faena cada vez que se daba la vuelta!—, bastante tenía ya con eso para plantearse la idea de intentar sacar a más de Ebou Dar.

El de Ebou Dar era un importante puerto marítimo, quizás el más grande del mundo conocido, y los atracaderos semejaban largos dedos grises de piedra que salían del muelle, el cual se extendía a todo lo largo de la ciudad. Casi todos los desembarcaderos estaban ocupados por embarcaciones seanchan de todos los tamaños, y las tripulaciones encaramadas a los aparejos vitorearon con vehemencia al paso de Suroth, un estruendo de cientos de voces clamando su nombre. Los hombres de otros barcos agitaban los brazos y gritaban también, aunque muchos parecían confusos en cuanto a quién o a qué aclamaban. Sin duda pensaban que se esperaba que lo hicieran. En esas embarcaciones, la brisa que soplaba en el puerto agitaba las Abejas Doradas de Illian, las Tres Lunas Crecientes de Tear y el Halcón Dorado de Mayene. Por lo visto Rand no había ordenado a los mercaderes de esos lugares que dejasen de comerciar con los puertos conquistados por los seanchan, o quizá los mercaderes lo hacían a su espalda. Un remolino de colores surgió en la mente de Mat, que sacudió la cabeza para despejarse. La mayoría de los mercaderes comerciarían con el asesino de su propia madre si hacerlo les reportaba beneficios.

El muelle más meridional había sido desalojado de barcos, y un buen número de oficiales seanchan, con sus lacados yelmos adornados con plumas, aguardaban para ayudar a Suroth y a Tylin a bajar la escalerilla que llevaba a una de las grandes embarcaciones a remos que esperaban, con ocho hombres en cada una de las largas palas. ¡Es decir, después de que Tylin le hubo dado un último beso, casi arrancándole el pelo al hacerle agachar la cabeza, y después de pellizcarle el jodido trasero como si no hubiese nadie mirando! Suroth frunció el entrecejo con impaciencia hasta que por fin Tylin se hubo acomodado en la embarcación, y, a decir verdad, la seanchan ni siquiera entonces dejó de incordiar, pues siguió dando órdenes con el lenguaje de los dedos a Alwhin, su so’jhin, de manera que la mujer de cara afilada iba y venía constantemente entre los bancos para llevarle esto o aquello.

El resto de la Sangre recibió pronunciadas reverencias de los oficiales, pero tuvieron que bajar solos la escalerilla, con ayuda de sus so’jhin. Las sul’dam ayudaron a las damane a subir a las grandes barcas y nadie ayudó a las personas de blanco a embarcar las canastas y menos a ellas. A no tardar, las barcas cruzaban el puerto hacia donde se encontraban los raken y los to’raken, al sur del Rahad, zigzagueando entre la extensa flota seanchan anclada y los montones de barcos Atha’an Miere capturados que sembraban el puerto. Parecía que a la mayoría de estos últimos les habían puesto nuevos aparejos, con las nervadas velas seanchan y diferentes cabos. También las tripulaciones eran seanchan. A excepción de las Detectoras de Vientos, en las que Mat intentó no pensar, y tal vez alguno que hubiese sido vendido, todos los Atha’an Miere supervivientes se encontraban en el Rahad con los otros da’covale, limpiando los canales encenagados. Y él no podía hacer nada. No les debía nada, y ya tenía más en su plato de lo que podía tragarse; no, no podía hacer nada. ¡Y se acabó!