—Quizás un poco de encaje —murmuró mientras toqueteaba el cuello de la camisa—. Sólo un poco. —Realmente era una chaqueta sencilla, pensándolo bien. Casi sobria.
—Yo de encajes no entiendo —dijo Juilin—. ¿Para eso me has mandado llamar?
—No, claro que no. ¿A qué viene esa sonrisita? —A decir verdad no era sólo una sonrisilla, sino una sonrisa de oreja a oreja.
—Estoy contento, eso es todo. Suroth se ha marchado y yo estoy feliz. Si no me has llamado para lo del encaje, ¿qué quieres?
¡Rayos y centellas! ¡La mujer en la que Juilin estaba interesado debía de ser una da’covale de Suroth! Una de las que había dejado en palacio. ¿Qué otra razón podía tener si no para que le importara que se hubiese marchado y más para estar contento por ello? ¡Y pretendía llevarse a una propiedad de esa mujer! En fin, quizá no era para tanto si se comparaba con llevarse a un par de damane.
Se adelantó cojeando y rodeó los hombros de Juilin con un brazo para conducirlo hasta la sala de estar.
—Necesito un vestido de damane que le quede bien a una mujer más o menos así de alta —señaló con la mano a la altura de su hombro—, y delgada. —Sonrió a Juilin, pero la sonrisa de éste casi se borró—. Y también necesito tres vestidos de sul’dam, y un a’dam. Y se me ocurrió que el hombre que mejor sabe cómo robar algo sin que lo cojan sería un rastreador.
—¡Yo rastreo ladrones, no soy un uno de ellos! —gruñó el hombre, que se sacudió de encima el brazo de Mat.
También Mat dejó que su sonrisa se borrara.
—Juilin, sabes que el único modo de sacar a esas tres hermanas de la ciudad es si los guardias creen que aún son damane. Teslyn y Edesina ya llevan lo que necesitan, pero tenemos que disfrazar a Joline. Suroth regresará dentro de diez días, Juilin. Si para entonces no nos hemos ido, lo más probable es que tu palomita siga siendo su propiedad cuando nos vayamos. —No pudo evitar pensar, con un estremecimiento, que si ellos no se habían ido para entonces, ninguno lo haría nunca. Luz, en esa ciudad uno tiritaba aunque estuviese puertas adentro.
Juilin metió los puños en los bolsillos de su oscura chaqueta teariana y le asestó una mirada furibunda. En realidad, la mirada iba dirigida a algo que no estaba allí y que al rastreador no le gustaba.
—No será fácil —murmuró finalmente, torciendo el gesto.
Los días que siguieron fueron de todo menos fáciles. Las sirvientas reían con más o menos descaro al ver sus nuevas ropas. Es decir, sus antiguas ropas. Sonreían y apostaban —cuando él podía oírlas— sobre la rapidez con la que se cambiaría cuando Tylin regresase. La mayoría parecía pensar que correría por los pasillos quitándose a tirones lo que quiera que llevase puesto tan pronto como supiera que ella estaba de camino, pero Mat pasó por alto sus pullas. Excepto en lo tocante al regreso de Tylin. La primera vez que una sirvienta lo mencionó, se llevó un susto de muerte al pensar que realmente había vuelto por alguna razón.
Varias de las mujeres y casi todos los hombres interpretaron el cambio de vestuario como el anuncio de que se marchaba. De que huía, lo llamaban desaprobadoramente, y hacían lo que podían para ponerle obstáculos. A su modo de ver, era un bálsamo que adormecía el dolor de muelas de Tylin, y no querían que ella regresara y los mordiera por haberlo perdido. Si Mat no se hubiera asegurado de que Lopin o Nerim estuvieran siempre en los aposentos de Tylin, protegiendo sus pertenencias, la ropa habría desaparecido otra vez, y sólo gracias a Vanin y a los Brazos Rojos se impidió que Puntos se esfumase de los establos.
Mat procuró dar alas a esa creencia. Cuando él se marchara y dos damane desaparecieran al mismo tiempo, sin duda se relacionarían ambos hechos; pero, estando Tylin ausente y siendo evidente su intención de huir antes de que regresara, quedaría libre de sospechas. A diario, aunque estuviese lloviendo, montaba en Puntos y daba vueltas en el establo, cada día un poco más de tiempo, como si intentara ir incrementando su resistencia. Lo que de hecho era cierto, comprendió al cabo de un tiempo. La pierna y la cadera seguían doliéndole a rabiar, pero empezó a pensar que podría arreglárselas para cabalgar quince kilómetros seguidos antes de tener que desmontar. Bueno, diez.
A menudo, si el cielo estaba despejado, las sul’dam sacaban a pasear a las damane mientras él se ejercitaba. Las seanchan eran conscientes de que Mat no era propiedad de Tylin, pero, por otro lado, oyó a algunas llamarlo su juguete. El juguete de Tylin, decían, ¡como si ése fuese su nombre! No lo consideraban lo bastante importante para enterarse de si tenía otro. Para ellas, una persona era da’covale o no lo era, y ese asunto de medias tintas les parecía divertido. Mat cabalgaba con el sonido de las risas, e intentaba convencerse de que todo era para bien. Cuanta más gente comentara que se estaba preparando para escabullirse antes de que Tylin volviera, mejor para ella. Sólo que para él resultaba muy desagradable.
De vez en cuando veía rostros Aes Sedai entre las damane que sacaban a pasear, tres además de Teslyn, pero no tenía el menor indicio sobre el aspecto de Edesina. Podría ser la pálida y baja mujer que le recordaba a Moraine, o la alta, con cabello rubio plateado; o la esbelta de pelo negro. Desplazándose junto a una sul’dam, cualquiera de ellas podría haber estado dando un paseo, de no ser por el brillante collar que le ceñía la garganta o la correa que la ataba a la muñeca de la sul’dam. La expresión de la propia Tylin se ensombrecía progresivamente siempre que la veía, manteniendo la vista fija al frente. Cada vez parecía haber más resolución en su semblante. Y también algo que podría ser pánico. Mat empezó a preocuparse por ella; y por su impaciencia.
Quería tranquilizarla —no necesitaba aquellos viejos recuerdos para saber que la resolución combinada con el pánico podía conducir a la gente a la muerte, pero sí confirmaban su opinión—; quería tranquilizarla, sólo que no se atrevía a acercarse otra vez a las casetas del ático. Tuon seguía estando allí cuando se daba media vuelta, observándolo o mirándolo o lo que quiera que hiciera, demasiado a menudo para sentirse cómodo. Tampoco lo suficiente para hacerle pensar que lo seguía. ¿Por qué hacía eso? Demasiado a menudo. En ocasiones la acompañaba su so’jhin, Selucia, y alguna que otra vez Anath, aunque la extraña y alta mujer pareció desaparecer de palacio al cabo de un tiempo, al menos de los pasillos. Estaba «en retiro», oyó comentar, significase lo que significase eso, aunque ojalá se hubiese llevado con ella a Tuon. Dudaba que la chica se creyera que llevaba dulces a una Detectora de Vientos por segunda vez. A lo mejor era que todavía quería comprarlo. En tal caso, Mat seguía sin entender el porqué. Nunca había sido capaz de comprender qué atraía a las mujeres hacia un hombre —parecían salírseles los ojos con los tipos más corrientes— pero sí sabía que él no era guapo, dijese lo que dijese Tylin. Las mujeres mentían para llevarse a un hombre a la cama, y, cuando ya lo tenían allí, mentían más todavía.
En cualquier caso, Tuon era una molestia sin importancia. Una mosca en la oreja. Sólo eso. Hacía falta algo más que mujeres chismosas o chicas mironas para hacerlo sudar. Tylin, en cambio, sí que lo conseguía a pesar de estar ausente. Si regresaba y le pescaba preparando la marcha, podría cambiar de opinión respecto a venderlo. Después de todo, ahora también era una Augusta Señora, y a Mat no le cabía duda de que se afeitaría la cabeza dejándose una cresta a no mucho tardar. Una adecuada seanchan de la Alta Sangre, y entonces ¿quién sabía lo que podría hacer? Tylin lo hacía sudar un poco, pero había otras cosas más que suficientes para que un hombre acabara empapado en sudor.