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Contemplando todo su estupendo plan hecho pedazos, Mat apenas se fijó en ellos. No sabía qué hacer ni por dónde empezar. Tylin podía estar de vuelta dentro de dos días, y estaba convencido de que tenía que marcharse antes de que regresara. Se acercó a Setalle y le palmeó suavemente el hombro.

—Decidle que intentaremos otra cosa —murmuró. Pero ¿qué? Obviamente tenía que ser una mujer con las habilidades de una sul’dam la que manejase el a’dam.

La posadera lo alcanzó en la oscuridad, al pie de la escalera que subía a la cocina, mientras él recogía el sombrero y la capa; una capa gruesa, de paño liso, sin bordados. Un hombre podía arreglarse muy bien sin bordados; él, desde luego, no los echaba en falta. ¡Ni todas esas puntillas! ¡Pues claro que no!

—¿Tenéis pensado otro plan? —preguntó la mujer.

Mat no veía su rostro en la oscuridad, pero aun así el a’dam plateado brillaba, y ella toqueteaba el brazalete ceñido a la muñeca.

—Siempre tengo otro plan —mintió, mientras le desabrochaba el brazalete—. Al menos ya no tendréis que pensar en arriesgar el cuello. Tan pronto como me haga cargo de Joline, podréis reuniros con vuestro esposo.

La posadera se limitó a gruñir. Mat sospechaba que la mujer sabía que no tenía otro plan.

Mat quería evitar la sala común, abarrotada de seanchan, así que salió desde la cocina al patio del establo y por la puerta de éste a Mol Hara. No temía que ninguno de los seanchan se fijase en él o se preguntara por qué se encontraba allí. Con su ropa discreta, cuando había entrado debían de haberlo tomado por alguien que hacía algún recado para la posadera. Pero entre los seanchan había visto a tres sul’dam, dos de ellas con damane. Empezaba a temerse que tendría que dejar a Teslyn y a Edesina atadas a la correa, y en ese momento no quería ver a ninguna damane. ¡Maldición, rayos y centellas, sólo había prometido que lo intentaría!

El débil sol seguía alto en el cielo, pero la brisa del mar soplaba más fuerte, impregnada de sal y de un frío que prometía lluvia. A excepción de un escuadrón de Guardias de la Muerte que marchaba a través de la plaza, formado por más humanos que Ogier, todos lo que caminaban por Mol Hara lo hacían a buen paso para acabar lo que quiera que estuvieran haciendo antes de que empezase a llover. Cuando Mat llegaba a la base de la alta estatua de la reina Nariene con su seno desnudo, una mano cayó sobre su hombro.

—No te reconocí al principio sin esas otras ropas estrafalarias, Mat Cauthon.

Mat se volvió para encontrarse cara a cara con el so’jhin illiano que había conocido el día en que Joline había reaparecido en su vida. No era una asociación de ideas agradable. El tipo carirredondo tenía una pinta extraña, entre esa barba y la mitad del cabello afeitado, y, por si fuera poco, iba en mangas de camisa y tiritaba.

—¿Me conoces? —preguntó Mat, cauteloso.

El fornido hombre sonrió de oreja a oreja.

—Así la Fortuna me clave su aguijón, pues claro que sí. Hiciste un viaje memorable en mi barco una vez, con trollocs y Shadar Logoth por un lado y un Myrddraal y Puente Blanco ardiendo en llamas por el otro. Bayle Domon, maese Cauthon. ¿Me recuerdas ahora?

—Recuerdo, sí. —Era cierto, hasta cierto punto. La mayoría de aquel viaje permanecía borroso en su mente, salpicado de agujeros que los recuerdos de aquellos otros hombres habían llenado—. En algún momento tendremos que sentarnos a charlar de los viejos tiempos mientras tomamos vino caliente con especias. —Cosa que nunca ocurriría si él veía antes a Domon. Lo que quedaba en su memoria de aquel viaje era extrañamente desagradable, como evocar una enfermedad mortal. Claro que, en cierto modo, él había estado enfermo. Otro recuerdo desagradable.

—Qué mejor momento que ahora —repuso riendo Domon al tiempo que echaba el grueso brazo sobre los hombros de Mat y lo hacía volver hacia La Mujer Errante.

Aparte de resistirse con violencia, no parecía haber otro modo de escaparse del hombre, de modo que Mat se dejó llevar. Una pelea no era la mejor manera de evitar llamar la atención. En cualquier caso, no estaba seguro de que pudiese ganar. Domon parecía gordo, pero la capa de grasa se extendía sobre una dura musculatura. De todos modos, no le vendría mal un trago. Además de lo cual, ¿no había sido Domon una especie de contrabandista? Quizá conocía caminos para entrar y salir de Ebou Dar que otros ignoraban, y podría revelárselos si sabía cómo interrogarlo. Sobre todo habiendo vino de por medio. En un bolsillo de la chaqueta llevaba una bolsa repleta de oro, y no le importaba gastarlo todo para emborrachar al hombre como un violinista en el Día Solar. Los hombres embriagados hablaban.

Domon lo condujo a través de la sala común, haciendo reverencias a izquierda y a derecha a la Sangre y a los oficiales, que apenas se fijaron en él —si es que lo vieron—, pero no entró en la cocina, donde Enid podría haberles dejado el banco del rincón. Por el contrario, llevó a Mat escalera arriba. Hasta que lo hizo pasar a una habitación, en la parte trasera de la posada, Mat dio por hecho que Domon iba a coger su chaqueta y su capa. Un buen fuego ardía en la chimenea y caldeaba la habitación, pero de repente Mat sintió más frío que en la calle.

Domon cerró la puerta tras él y se plantó delante, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Estás en presencia de la capitana de los Verdes, lady Egeanin Tamarath —entonó, y luego añadió en un tono más normal—: Éste es Mat Cauthon.

La mirada de Mat fue de Domon a la alta mujer sentada rígidamente en una silla. El vestido plisado era hoy de un color amarillo pálido, y encima llevaba un ropón con flores bordadas, pero Mat la recordaba. Su pálido semblante era duro y sus azules ojos tenían una expresión tan depredadora como la de Tylin, sólo que Mat sospechaba que no eran besos tras lo que anclaba la mujer. Tenía unas manos esbeltas, pero en ellas vio las callosidades de un espadachín. Mat no tuvo ocasión —y tampoco necesidad— de preguntar a qué venía aquello.

—Mi so’jhin me ha informado que el peligro no es algo desconocido para vos —dijo ella tan pronto como Domon acabó de hablar. Su estilo de hablar, arrastrando las palabras, no dejaba de sonar perentorio e imperativo; claro que era de la Sangre—. Necesito hombres así para la tripulación de un barco, y pagaré bien. En oro, no en plata. Si conocéis a otros como vos, los contrataré, pero tenéis que saber guardar silencio. Mis asuntos sólo me conciernen a mí. Bayle mencionó otros dos nombres: Thom Merrilin y Juilin Sandar. Si alguno de ellos se encuentra en Ebou Dar, también puedo utilizar sus servicios. Me conocen, y saben que pueden confiarme hasta sus vidas. Y vos también, maese Cauthon.

Mat se sentó en la otra silla del cuarto y echó la capa hacia atrás. Se suponía que no debía tomar asiento ni siquiera delante de alguien de la Sangre inferior —como el corte del oscuro cabello y las uñas pintadas en verde de los meñiques proclamaban que era la mujer—, pero necesitaba pensar.

—¿Tenéis un barco? —preguntó, para ganar tiempo.

La mujer abrió la boca en un gesto de enfado; se suponía que si se planteaban preguntas a la Sangre había que hacerlo con delicadeza. Domon gruñó y sacudió la cabeza, y por un momento Egeanin pareció aún más enfadada, pero su severo semblante se suavizó. Por otro lado, sus ojos se clavaron en Mat como taladros; se levantó, plantando los pies bien separados y los puños en las caderas.