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Tomó asiento en uno de los sillones tallados a semejanza del bambú, apoyó los codos en las rodillas y dirigió la mirada hacia el reloj de encima de la chimenea apagada. No podía verlo en la oscuridad, pero allí sí oía el regular tictac. Permaneció inmóvil, aunque el toque único de otra hora hizo que se retorciera. Sólo quedaba esperar. Dentro de poco, Egeanin estaría presentando a Joline a su sul’dam; si es que realmente había sido capaz de encontrar a tres que actuarían como ella afirmaba que harían. Y si Joline no se dejaba llevar por el pánico cuando le pusieran el a’dam. Thom, Joline y los demás que estaban en la posada se reunirían con él justo antes de que llegase a la puerta de Dal Eira. Y, si no lo conseguía, Thom ya se había adelantado tallando el dichoso nabo; estaba convencido de que los dejarían pasar por las puertas con su orden falsificada. Al menos tendrían una oportunidad si todo se venía abajo. Si. Demasiados «síes» condicionales para tenerlos en cuenta ahora; ya era demasiado tarde para eso.

Sonó otro toque del reloj, semejante al sonido de una copa de cristal golpeada con una cuchara. Otro más. A esta hora más o menos, Juilin estaría dirigiéndose al encuentro de su preciosa Thera, y, con suerte, Beslan empezaría a beber sin freno en alguna taberna. Soltando un hondo suspiro, Mat empezó a comprobar a tientas sus cuchillos, en las mangas, debajo de la chaqueta, metidos en las vueltas de las botas, uno colgando por el interior de la parte trasera del cuello. Hecho esto, salió de los aposentos. Demasiado tarde para todo, salvo para ponerse en marcha.

Los pasillos vacíos que recorrió estaban apenas alumbrados —sólo una lámpara de pie, de cada tres o cuatro, llameaba entre los espejos—, pequeños estanques de luz intercalados con sombras que no alcanzaban a ser oscuridad. Sus botas sonaban con fuerza en las baldosas, en las escaleras de mármol. No era probable que hubiese alguien despierto tan tarde, pero si cualquiera lo veía no debía parecer que merodeaba intentando pasar desapercibido. Con los pulgares metidos en el cinturón, se obligó a caminar con aire despreocupado. Después de todo, no era más difícil que escamotear una tarta dejada a enfriar en el alféizar de una ventana. Sin embargo, pensándolo bien, los fragmentados recuerdos que conservaba de su infancia se referían a verse medio despellejado un par de veces por hacer aquello.

Salió a la columnata que rodeaba el perímetro del patio de los establos y se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento y la lluvia que éste traía y que se colaba entre las blancas columnas estriadas. ¡Jodida lluvia! Uno podía ahogarse con ella aun cuando no hubiese salido al exterior aún. Las lámparas de pared se habían apagado, excepto el par que flanqueaba las puertas abiertas, y eran los únicos puntos luminosos en medio del aguacero. No alcanzó a distinguir a los guardias; el escuadrón seanchan estaría tan inmóvil como si hiciera una agradable tarde de primavera, y seguramente también ocurriría lo mismo con los ebudarianos, a quienes no les gustaba que nadie los dejase en mal lugar en ningún aspecto. Al cabo de un momento, Mat retrocedió hasta la puerta de la antesala para no empaparse del todo. Nada se movía en el patio del establo. ¿Dónde estaban? ¡Rayos y centellas! ¿Dónde…?

En las puertas aparecieron unos jinetes encabezados por dos hombres a pie que llevaban linternas sujetas a la punta de palos largos. Mat no pudo contarlos a causa de la lluvia, pero eran demasiados. ¿Los mensajeros seanchan tenían linternas de ese tipo? Quizá sí, cuando hacía este tiempo. Torció el gesto y retrocedió otro paso hacia la antesala. La tenue luz de una única lámpara de pie a su espalda fue suficiente para convertir la noche en el exterior en un manto negro, pero aun así escudriñó. Pocos minutos después aparecía una figura resguardaba bajo una gruesa capa, dirigiéndose presurosa hacia la puerta. Si eran mensajeros, pasarían a su lado sin apenas fijarse en él.

—Vuestro hombre, Vanin, es grosero —anunció Egeanin mientras se retiraba la capucha tan pronto como dejó atrás las columnas.

En la oscuridad, su rostro era un borrón de sombras, pero la frialdad de su voz bastó para poner sobre aviso a Mat de lo que vería antes de que la mujer entrara en la antesala, obligándolo a echarse hacia atrás. Egeanin tenía las cejas fruncidas, y sus ojos azules eran témpanos de hielo. Un Domon de gesto severo la seguía, sacudiéndose la lluvia de la chaqueta, y a continuación un par de sul’dam, una mujer pálida de cabello rubio y otra con el pelo largo y castaño. Mat no distinguió muchos más detalles ya que conservaban puesta la capucha y la cabeza agachada, fija la mirada en el suelo.

—No me dijisteis que tenía dos hombres con ella —continuó Egeanin al tiempo que se quitaba los guantes. Resultaba extraño cómo era capaz de conseguir que su deje lento y suave sonara enérgico y rápido. No daba oportunidad de que otro metiese baza en la conversación—. Ni que esa señora Anan venía también. Por suerte, sé cómo adaptarme a las circunstancias, y siempre hace falta adaptar los planes una vez que se ha zarpado y el ancla está seca. Y, hablando de estar seco, ¿habéis estado correteando ya por ahí fuera? Confío en que no hayáis atraído la atención sobre vos.

—¿Qué queréis decir con eso de adaptar los planes? —demandó Mat, que se pasó las manos por el pelo. ¡Luz, sí que estaba empapado!—. ¡Lo tenía todo planificado! —¿Por qué esas dos sul’dam estaban tan quietas y calladas? Si alguna vez había visto estatuas encarnando la renuencia, era ese par—. ¿Quiénes son los otros de ahí fuera?

—La gente de la posada —respondió Egeanin, impaciente—. Para empezar, necesito un séquito apropiado para que las patrullas de las calles no se extrañen. Esos dos… ¿Guardianes? En fin, son tipos musculosos; resultan unos excelentes portadores de lámparas. En segundo lugar, no quería arriesgarme a perderlos en este vendaval. Es mejor que estemos todos juntos desde el principio. —Volvió la cabeza, siguiendo la mirada de Mat, hacia las sul’dam—. Éstas son Seta Zarbey y Renna Emain. Sospecho que querrán que os olvidéis de esos nombres después de esta noche.

La mujer pálida se encogió al oír el nombre de Seta, lo cual indicaba que la otra era Renna. Ninguna de las dos levantó la cabeza. ¿Qué dominio tendría Egeanin sobre ellas? Bueno, eso daba igual; lo importante era que estaban allí y dispuestas a hacer lo que fuera necesario.

—No tiene sentido que sigamos plantados aquí —dijo Mat—. Empecemos de una vez.

No hizo más comentarios sobre los cambios introducidos por Egeanin en el plan. Después de todo, en las horas que había pasado tendido en aquella cama de los aposentos de Tylin, había decidido correr el riesgo de efectuar un cambio o dos él mismo.

31

Lo que dijeron los alfinios

La noble seanchan manifestó sorpresa, y no poca irritación, cuando Mat la acompañó hacia las casetas. Seta y Renna conocían el camino, por supuesto, y él se suponía que debería recoger mientras la capa y lo demás que quisiera llevarse. Las dos sul’dam los siguieron por los pasillos apenas iluminados, con las capas colgando a la espalda y los ojos prendidos en el suelo. Domon cerraba la marcha, como si la pareja fuese ganado al que conducía. La coleta que le colgaba por un lado de la cabeza se mecía cuando miraba rápidamente a un lado y a otro en un cruce de corredores, y a veces se tanteaba la cintura como si esperase encontrar allí una espada o una porra. A excepción de ellos, los pasillos jalonados de tapices se encontraban silenciosos y vacíos.