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Una taza de té

De vuelta en el vestidor de sus aposentos, Elayne se cambió el traje de montar con ayuda de Essande, la jubilada de cabello blanco a la que había elegido como doncella. La delgada mujer, de aspecto digno, era un poquito lenta, pero conocía su trabajo y no perdía el tiempo con charlas ociosas. De hecho, rara vez pronunciaba palabra aparte de alguna sugerencia sobre el atuendo que podía ponerse y el comentario, repetido a diario, sobre lo mucho que Elayne se parecía a su madre. A un extremo del cuarto, en el alto hogar de mármol ardían gruesos troncos de leña, pero el fuego apenas templaba el frío del ambiente. Elayne se puso rápidamente un vestido de fino paño azul, con cuentas de perlas que creaban dibujos en el cuello alto y a lo largo de las mangas; después se ciñó el cinturón de plata trabajada, que completó con una pequeña daga enfundada en una vaina, también de plata. Por último se calzó los escarpines de terciopelo azul, con bordados plateados. Cabía la posibilidad de que no tuviese tiempo para cambiarse otra vez antes de recibir a los mercaderes, y debía impresionarlos. Tendría que asegurarse de que Birgitte se encontrara presente en la entrevista; ella sí que resultaba muy impresionante con su uniforme. Además, hasta asistir a la audiencia de unos mercaderes le parecería un agradable descanso en sus tareas. A juzgar por el acalorado nudo de irritación que Elayne percibía en el fondo de su mente, aquellos informes estaban resultando ser un trabajo penoso para la capitana general de la Guardia de la Reina.

Mientras se ponía unos pendientes de perlas, Elayne despidió a Essande para que regresara junto a su propio hogar, en el Alojamiento de los Jubilados. Elayne sospechaba que a la mujer le dolían las articulaciones, pero Essande lo había negado cuando le ofreció la Curación. De todos modos, ella ya estaba preparada. No se pondría la diadema de heredera del trono; ésta se quedaría en el pequeño cofre de marfil que había sobre su tocador. No poseía muchas joyas, ya que la mayoría las había empeñado. Y el resto quizá seguiría el mismo camino cuando se llevara la plata al prestamista. No tenía sentido preocuparse por eso ahora. Disponía de unos instantes para sí misma, y después tendría que volver a ocuparse de sus deberes.

La sala de estar, forrada con oscuros paneles de madera y con anchas cornisas de pájaros tallados, tenía dos grandes hogares de repisas muy trabajadas, uno a cada extremo del cuarto, de manera que el ambiente estaba más caldeado que el del vestidor, si bien allí también hacían falta las alfombras extendidas sobre las baldosas blancas. Para su sorpresa, encontró a Halwin Norry en la sala. Al parecer, el deber le salía al paso, sin darle respiro.

El jefe amanuense se levantó de una de las sillas de respaldo bajo cuando Elayne entró, sosteniendo prietamente contra su pecho una carpeta de cuero, y rodeó a trompicones la mesa con volutas talladas en los bordes que ocupaba el centro de la habitación a fin de hacer una torpe reverencia. Norry era alto y delgado, su nariz era larga y su escaso cabello parecía erizarse detrás de las orejas semejando plumas blancas. A menudo le recordaba una grulla. Por muchos escribientes que tuviese a su mando, él seguía utilizando la pluma a juzgar por la pequeña mancha de tinta que se marcaba en el borde de su tabardo rojo. La mancha no parecía reciente, sin embargo, y Elayne se preguntó si la carpeta no estaría ocultando otras. El jefe amanuense había cogido la costumbre de llevar así la carpeta cuando se había puesto su atuendo oficial, dos días después que la señora Harfor. La cuestión era si se había vestido así como una muestra de respeto hacia ella o simplemente porque la señora Harfor lo había hecho.

—Perdonad que sea tan precipitado, milady —dijo—, pero creo que hay asuntos importantes, aunque no propiamente urgentes, que tratar con vos.

Importantes o no, su voz seguía siendo un sonsonete monótono.

—Por supuesto, maese Norry. No querría apremiaros para que seáis breve. —El hombre parpadeó, y Elayne intentó reprimir un suspiro. Pensó si no estaría algo sordo, a juzgar por el modo en que inclinaba la cabeza hacia uno u otro lado, como para captar mejor lo que se le decía. Quizás ésa fuera la razón de que mantuviese un tono casi invariable. En cualquier caso, Elayne alzó la voz un poco, por si acaso. Aunque también podía ocurrir que fuera simplemente un pesado—. Sentaos y explicadme esos asuntos importantes.

Ella ocupó uno de los sillones tallados que había lejos de la mesa y le señaló otro, pero Norry permaneció de pie. Siempre lo hacía. Elayne se recostó en el respaldo para escuchar, cruzó una pierna sobre la otra y se arregló los vuelos de la falda.

El jefe amanuense no recurrió a la carpeta. Todo lo que hubiera escrito en los papeles estaría igualmente dentro de su cabeza, con total precisión; las hojas las llevaba sólo por si acaso ella pedía ver los datos con sus propios ojos.

—Lo primero, milady, y quizá lo más importante, es que se han descubierto grandes depósitos de alumbre en vuestras posesiones de Danabar. Un alumbre de primera calidad. Creo que los banqueros se mostrarán menos… uhmm… indecisos respecto a mis peticiones en vuestro nombre una vez que sepan esto. —Esbozó una breve sonrisa, una fugaz curvatura en sus finos labios. Tratándose de él, aquello era casi dar saltos de alegría.

Elayne se había sentado erguida tan pronto como el jefe amanuense mencionó el alumbre, y su sonrisa fue mucho más amplia. De hecho, tenía ganas de ponerse a dar saltos de alegría. Posiblemente lo habría hecho si su acompañante hubiese sido cualquier otra persona. Su euforia era tal que por un momento la irritación de Birgitte desapareció de su cabeza. Tintoreros y tejedores consumían alumbre en grandes cantidades, así como los fabricantes de vidrio y los de papel, entre otros. El único productor de alumbre de calidad era Ghealdan —o lo había sido hasta ese momento—, y los impuestos de su comercio habían bastado para sostener el trono de Ghealdan durante generaciones. El alumbre procedente de Tear y de Arafel distaba mucho de ser tan fino, pero aun así ingresaba en los cofres de esos países tanto dinero como el comercio de aceite de oliva y de gemas.

—Sí que es una noticia importante, maese Norry. La mejor que me han dado hoy. —La mejor desde que había llegado a Caemlyn, probablemente, pero sin duda la mejor de ese día—. ¿Cuánto tardaréis en vencer esa… «indecisión» de los banqueros?

Más bien había sido un portazo en las narices, sólo que sin ser tan groseros. Los banqueros sabían el número exacto de soldados que la respaldaban en ese momento, y cuántos eran los que tenían sus oponentes. Aun así, a Elayne no le cabía duda de que la riqueza que representaba el alumbre los convencería. Y al parecer Norry tampoco tenía dudas al respecto.

—Muy poco, milady, y creo que el acuerdo tendrá unas condiciones muy buenas. Les diré que, si su mejor oferta es insuficiente, tantearé a sus colegas de Tear o de Cairhien. No querrán correr el riesgo de perder los derechos arancelarios, milady. —Dijo todo aquello en su tono inexpresivo y monótono, sin atisbo alguno de la satisfacción que habría mostrado cualquier otro—. Serán préstamos contra futuros ingresos, naturalmente, y naturalmente habrá gastos. La propia explotación del yacimiento. El transporte. Danabar es una región montañosa, y hay cierta distancia hasta el camino de Lugard. No obstante, habrá suficiente para realizar vuestras aspiraciones para la Guardia, milady. Y para vuestra Academia.

—Deduzco que utilizar el término «suficiente» es quedarse corto si habéis renunciado a convencerme de que deje a un lado mis planes para la Academia, maese Norry —contestó Elayne, a punto de echarse a reír.

El jefe amanuense cuidaba con tanto celo de la tesorería de Andor como haría una gallina con un pollito, y se había opuesto categóricamente a que se hiciese cargo de la escuela que Rand había ordenado fundar en Caemlyn, repitiendo sus argumentos una y otra vez hasta que su voz semejaba un taladro abriéndole un agujero en el cráneo. Hasta la fecha la escuela consistía simplemente en unos pocos estudiosos con sus alumnos, esparcidos por varias posadas de la Ciudad Nueva, pero aun siendo invierno llegaban más cada día, y habían empezado a hacer oír sus voces reclamando más espacio. Ni que decir tiene que Elayne no pensaba entregarles el palacio, pero necesitaban un sitio. Norry intentaba administrar el oro de Andor, pero ella miraba por el futuro del país. Se aproximaba el Tarmon Gai’don, pero su obligación era dar por hecho que habría un futuro después, tanto si Rand volvía a hacer pedazos el mundo como si no. En caso contrario, no tenía sentido continuar nada, y no quería quedarse sentada a esperar. Aun cuando supiese con certeza que la Última Batalla acabaría con todo, no creía que pudiera quedarse mano sobre mano. Rand había empezado a fundar escuelas por si acaso acababa destruyendo el mundo, con la esperanza de salvar algo, pero esta escuela sería de Andor, no de Rand al’Thor. La Academia de la Rosa, dedicada a la memoria de Morgase Trakand. Habría un futuro, y ese futuro recordaría a su madre.