—Puede ser —contestó enigmáticamente Marillin. Lanzó una mirada de reojo a Falion y torció el gesto—. Veamos, Moghedien me dio instrucciones de que te ofreciese la ayuda que creyera que estuviese en mi mano prestarte, pero ahora mismo ya puedo decirte que no entraré en el Palacio Real. En la ciudad hay demasiadas hermanas para mi gusto, pero además el palacio está abarrotado de espontáneas. No daría diez pasos sin que alguien se diese cuenta de mi presencia allí.
Suspirando, Shiaine se echó hacia atrás, cruzó una pierna sobre otra, y meció ociosamente el pie. ¿Por qué la gente siempre creía que uno no sabía tanto como ella? ¡El mundo estaba lleno de necios!
—Moghedien te ordenó que me obedecieras. Lo sé porque Moridin me informó de ello. Y, aunque él no lo dijo, creo que, cuando chasquea los dedos, Moghedien salta. —Hablar así de los Elegidos era peligroso, pero tenía que dejar las cosas claras—. ¿Quieres explicarme otra vez qué es lo que no harás?
La Aes Sedai de cara estrecha se lamió los labios al tiempo que echaba otra rápida ojeada a Falion. ¿Temía acaso acabar como ella? Para ser sincera, Shiaine habría cambiado a Falion por una verdadera doncella sin pensarlo. Es decir, siempre y cuando pudiese conservar sus otros servicios. Probablemente ambas tendrían que morir cuando aquello hubiese terminado. A Shiaine no le gustaba dejar cabos sueltos.
—No mentí en eso —contestó lentamente Marillin—. De verdad no podría dar más de diez pasos sin que me reconocieran. Sin embargo, ya hay una mujer en el palacio. Puede hacer lo que necesites, si bien es posible que tarde un poco en establecer contacto con ella.
—Tú asegúrate de que no sea demasiado tiempo, Marillin. —Vaya. Así que una de las hermanas que había en palacio era del Ajah Negro. Tenía que tratarse de una Aes Sedai, no una simple Amiga Siniestra, para que llevara a cabo lo que Shiaine necesitaba.
La puerta se abrió y Murellin se asomó y la miró inquisitivamente; su corpachón casi tapaba el umbral. Detrás de él, Shiaine distinguió a otro hombre. Al asentir ésta, Murellin se apartó a un lado e hizo una seña a Daved Hanlon para que entrara, tras lo cual cerró la puerta. Hanlon se cubría con una capa oscura, pero sacó rápidamente una mano para tantear el trasero a Falion. La mujer le dirigió una mirada agria, pero no se retiró. Hanlon era parte de su castigo. Aun así, Shiaine no tenía ganas de ver cómo toqueteaba a la mujer.
—Deja eso para después —ordenó—. ¿Fue todo bien?
Una ancha sonrisa apareció en su afilado rostro.
—Fue exactamente como lo planeé, por supuesto. —Echó hacia atrás un lado de la oscura capa para dejar a la vista los galones dorados de rango que lucía su chaqueta roja—. Estás hablando con el capitán de la escolta de la reina.
11
Ideas importantes
Sin echar siquiera una ojeada, Rand entró en una amplia y oscura habitación a través del acceso. La tensión de mantener el tejido, de luchar contra el saidin, lo hizo tambalearse; tenía ganas de vomitar, de doblarse por la cintura y arrojar todo lo que tenía dentro. Sostenerse derecho requirió todo un esfuerzo de voluntad. Se colaba un poco de luz por las rendijas de los postigos de los escasos ventanucos, situados en una pared a cierta altura, justo la claridad suficiente para ver mientras estuviera henchido de Poder. Muebles y enormes formas cubiertas con paños casi llenaban el cuarto, intercalados con grandes barriles destinados a almacenar loza, baúles de diversas formas y tamaños, cajas, cajones y menudencias. Entremedias sólo quedaban pasillos de poco más de un paso de ancho. Había tenido la seguridad de que no se toparía con criados que buscaran algo o estuviesen limpiando. El piso alto del Palacio Real tenía varios almacenes como aquél, semejantes a áticos de grandes granjas y casi dejados en el olvido. Además, después de todo era ta’veren. Suerte que no había nadie cuando abrió el acceso. Uno de sus bordes había cortado limpiamente la esquina de un baúl vacío, forrado de cuero podrido y agrietado, y el otro extremo había hecho un corte, suave como cristal, a lo largo del borde de una mesa taraceada, abarrotada de jarrones y cajas de madera. Quizás alguna reina de Andor había comido en esa mesa, uno o dos siglos atrás.
«Un siglo o dos —rió sordamente Lews Therin dentro de su cabeza—. Cuánto tiempo. ¡Por amor de la Luz, suéltalo ya! ¡Esto es la Fosa de la Perdición!» —La voz menguó a medida que el hombre huía a los recovecos de la mente de Rand.
Por una vez tenía sus propias razones para hacer caso a las protestas de Lews Therin. Hizo una señal a Min para que lo siguiera desde el claro del bosque que había al otro lado del acceso, y, tan pronto como la joven lo hizo, Rand soltó el saidin y dejó que se cerrara tras ella en una veloz línea de luz vertical. Afortunadamente, la náusea desapareció al mismo tiempo. La cabeza todavía le daba vueltas un poco, pero por lo menos ya no se sentía como si fuera a vomitar o a desplomarse o ambas cosas. Aun así, la sensación de inmundicia permaneció pues la contaminación del Oscuro rezumaba de los tejidos que había atado a su alrededor. Se cambió la bolsa de cuero de un hombro a otro para ocultar el gesto de limpiarse el sudor de la cara con la manga. Sin embargo, no habría tenido que preocuparse de que Min lo notara.
Las botas de la joven, azules y con tacones, removieron el polvo del suelo al primer paso, y con el segundo lo levantaron. Min sacó un pañuelo adornado con puntillas de la manga de la chaqueta justo a tiempo de recibir en él un sonoro estornudo, al que siguió un segundo y un tercero, cada cual más fuerte que el anterior. Ojalá, pensó Rand, hubiese accedido a llevar un vestido. La chaqueta azul tenía bordadas flores blancas en las mangas y en las solapas, y el ceñido pantalón, de un tono azul más claro, le moldeaba las piernas. Con los guantes de montar —también azules— bajo el cinturón, y la capa bordeada de adornos dorados y sujeta con un broche en forma de rosa, daba la impresión de haber llegado por medios más normales, pero atraería la mirada de todos. Él vestía ropas de basto paño marrón, del tipo que llevaría cualquier bracero. En los últimos días había hecho ostentación de su presencia en casi todos los sitios en los que había estado, pero esta vez no sólo quería marcharse antes de que alguien se enterara de que estaba allí, sino que tampoco quería que nadie, salvo unas pocas personas concretas, supiera siquiera que había ido.
—¿Por qué me miras con esa sonrisita y te tocas la oreja como un lelo? —demandó Min mientras guardaba de nuevo el pañuelo en la manga. Sus grandes y oscuros ojos rebosaban suspicacia.
—Sólo pensaba lo hermosa que eres —respondió quedamente él. Lo era. No podía mirarla sin pensar eso. O sin lamentar ser demasiado débil para alejarla de su lado por su seguridad.
Ella respiró hondo y estornudó antes de poder llevarse la mano a la boca; luego le lanzó una mirada enconada, como si fuese culpa de él.
—He abandonado mi caballo por ti, Rand al’Thor. Me he rizado el pelo por ti. ¡He renunciado a mi vida entera por ti! ¡No pienso renunciar también a mi chaqueta y a mis pantalones! Además, aquí nadie me ha visto con vestido más tiempo del que tardaba en cambiármelo por mi ropa habitual. Sabes que no funcionará si no me reconocen. Y tú, desde luego, no puedes pretender haber entrado de la calle sin más, con esa cara.