Aquello bastó para que dejase de encauzar y retrocediese un paso. Se aferró a la Fuente; por muy cansada que estuviera, tendría que obligarse a soltarla. Ninguna hermana podía pensar en la mitad masculina del Poder sin experimentar al menos un atisbo de miedo. Él la miraba desde su imponente altura, sosegadamente, y eso la hizo estremecerse. Parecía un hombre distinto del Rand al’Thor que había visto crecer. Se alegraba mucho de que Lan estuviese allí, por duro que le resultara admitir tal cosa. De repente se dio cuenta de que Lan no se había relajado lo más mínimo. Podía charlar con Rand como dos hombres que se fumaban una pipa y tomaban una cerveza, pero creía que Rand era peligroso. Y Rand lo miraba a él como si lo supiera y lo aceptara.
—Nada de eso es importante ahora —dijo Rand mientras se volvía hacia la bolsa que había dejado en la mesa.
Nynaeve no supo si se refería a sus heridas o a dónde estaba Mat. De la bolsa sacó dos estatuillas de un palmo de alto, un hombre con aspecto de sabio, barbudo, y una mujer igualmente sabia y serena, ambos con ropas sueltas y ondeantes y sosteniendo en alto una esfera de cristal. Por el modo en que las sostenían, era más pesadas de lo que aparentaban.
—Quiero que me las guardes hasta que mande a buscarlas, Nynaeve —siguió Rand. Con la mano sobre la figurilla de la mujer, vaciló—. Y también a ti. Te necesitaré cuando las utilice. Cuando las utilicemos. Después de que me haya ocupado de esos hombres. Eso es lo primero.
—¿Utilizarlas? —repitió, recelosa. ¿Por qué matar a alguien era lo primero? Pero ésa pregunta carecía de importancia—. ¿Para qué? ¿Son ter’angreal?
Él asintió con la cabeza.
—Con éste puedes tocar el sa’angreal más grande que jamás se ha hecho para una mujer. Está enterrado en Tremalking, tengo entendido, pero eso no importa. —Su mano se había desplazado a la figurilla del hombre—. Con éste puedo tocar su equivalente masculino. Una vez me dijo… alguien que un hombre y una mujer que utilizasen esos sa’angreal podrían desafiar al Oscuro. Cabe la posibilidad de que se utilicen algún día para eso, pero entre tanto confío en que sirvan para limpiar la mitad masculina de la Fuente.
—Si tal cosa fuese posible, ¿no lo habrían hecho en la Era de Leyenda? —inquirió quedamente Lan. Quedamente del mismo modo que la hoja de acero de una espada se desliza fuera de su funda—. En cierta ocasión me dijiste que yo podría hacerle daño a ella. —Parecía imposible que su voz sonase más dura, pero lo hizo—. Ahora tú podrías matarla, pastor. —Y su tono dejó claro que no lo permitiría.
Rand sostuvo la fría mirada del Guardián con otra no menos fría.
—Ignoro por qué no lo hicieron. Y no me importa por qué. Hay que intentarlo.
Nynaeve se mordió el labio inferior. Suponía que la presencia de Rand hacía de ésta una ocasión pública en su relación matrimonial —cambiar del momento público al privado, decidir cuál era cuál, a veces la aturdía—, pero no le importó que Lan hubiese hablado cuando debería haber permanecido callado. Lo cierto era que él no era muy bueno en eso, pero a ella le gustaba un hombre sin pelos en la lengua. Necesitaba pensar; no sobre su decisión, que ya la había tomado, sino en cómo ponerla en práctica. A Rand podría no gustarle. Desde luego, a Lan no le gustaría. Bueno, los hombres siempre querían que las cosas se hiciesen a su manera, y a veces una debía enseñarles que no podían salirse con la suya en todas las ocasiones.
—Creo que es una idea maravillosa —dijo. Eso no era exactamente mentir. Sin duda era maravillosa, comparada con las alternativas—. Pero no veo razón para que me quede aquí esperando sentada a que me llames, como si fuese una doncella. Haré lo que quieres, pero nos iremos todos juntos.
Su suposición había sido acertada: a ninguno de los dos les gustó ni pizca.
12
Un lirio en invierno
Otro criado casi se fue de bruces al suelo por la pronunciada reverencia. Elayne suspiró y siguió caminando grácilmente por los pasillos de palacio. Al menos intentó caminar así. La heredera del trono, majestuosa y serena. Lo que deseaba era correr a pesar de que la oscura falda probablemente la habría hecho tropezar y caer si lo hubiese intentado. Casi podía sentir los ojos desorbitados del orondo criado siguiéndolas a sus compañeras y a ella. Una irritación sin importancia, que pasaría; un grano de arena en el zapato. «¡Rand Más-listo-que-nadie al’Thor es más irritante que un grano en el culo!», pensó. ¡Si se las arreglaba para escabullirse de ella esta vez…!
—Recordad —dijo firmemente—. ¡Ni una palabra de los espías ni de la horcaria ni de nada de eso! —Sólo le faltaba que decidiera «rescatarla». Los hombres hacían ese tipo de cosas estúpidas; Nynaeve lo llamaba «pensar con el pelo del pecho». ¡Luz, probablemente intentaría traer de vuelta a la ciudad a los Aiel y a los saldaeninos! Por amargo que resultara admitirlo, ella no podría impedírselo si lo hacía, no sin un enfrentamiento abierto, e incluso así podría no ser suficiente.
—No le cuento cosas que no necesita saber —contestó Min al tiempo que miraba ceñuda a una criada desgarbada y con los ojos abiertos como platos, cuya reverencia casi la hizo dar con sus huesos en las baldosas marrón rojizas.
Elayne miró de reojo a Min, recordando cuando ella llevaba polainas, y se preguntó por qué no intentarlo de nuevo. Desde luego daban mucha más libertad de movimientos que la falda. Pero no se pondría botas de tacón, decidió juiciosamente. Hacían parecer a Min casi tan alta como Aviendha, e incluso Birgitte se contoneaba al caminar cuando las llevaba de ese estilo, y con las ajustadas polainas que lucía Min y la chaqueta que apenas le cubría las caderas resultaba definitivamente escandaloso.
—¿Le mientes? —El tono de Aviendha estaba cargado de recelo. Incluso el modo en que se ajustó el oscuro chal sobre los hombros denotaba desaprobación; lanzó una mirada fulminante a Min.
—Por supuesto que no —replicó ésta, cortante, y le devolvió la mirada hosca—. No a menos que sea necesario.
Aviendha se echó a reír y después pareció sobresaltarse por haberse reído; adoptó de inmediato un gesto pétreo.
¿Qué iba a hacer con ellas?, pensó Elayne. Tenían que caerse bien. Forzosamente. Pero, desde que se habían conocido, las dos mujeres se habían estado observando como gatas desconocidas encerradas en un cuarto pequeño. Oh, se habían mostrado de acuerdo en todo —en realidad no quedaba otra alternativa, habida cuenta de que ninguna de ellas podía adivinar cuándo tendrían a ese hombre al alcance de las tres— pero confiaba en que no hicieran otra demostración sobre la destreza en manejar sus cuchillos; de un modo muy despreocupado, sin que implicase amenaza alguna, pero también de un modo muy desenvuelto. Por otro lado, a Aviendha le había impresionado bastante el número de cuchillos que Min llevaba encima.
Un criado joven y larguirucho, que llevaba en una bandeja unas caperuzas altas para las lámparas de pie, le hizo una reverencia mientras Elayne pasaba ante él. Por desgracia, la miraba tan fijamente que olvidó prestar atención a su carga. El estruendo de cristal al hacerse añicos en el suelo retumbó en el pasillo.