—Como ordene el Nae’blis —repuso ansiosamente Cyndane al tiempo que inclinaba la cabeza, y su respuesta se repitió por toda la estancia, aunque la de Aran’gar sonó hosca, la de Osan’gar desesperada y la de Graendal extrañamente pensativa.
Doblar el cuello le dolió a Demandred tanto como pronunciar aquellas palabras. De modo que «ellos» reducirían a al’Thor mientras éste intentaba utilizar los Choedan Kal, nada menos —¡él y una mujer absorbiendo suficiente Poder Único para consumir continentes enteros!—, pero nada de lo dicho indicaba que Moridin fuera a estar con ellos. Ni sus dos animalitos de compañía, Moghedien y Cyndane. Era el Nae’blis de momento, pero quizá las cosas podrían arreglarse para que no consiguiese otro cuerpo la próxima vez que muriera. A lo mejor podía arreglarse eso muy pronto.
14
Lo que un velo oculta
La Victoria de Kidron cabeceaba en las grandes olas, haciendo que las lámparas doradas del camarote de popa se mecieran en sus balancines, pero Tuon permanecía sentada tranquilamente mientras la navaja de afeitar se deslizaba sobre su cuero cabelludo en la firme mano de Selucia. A través de las altas ventanas de popa veía otros grandes barcos embistiendo contra las olas grisverdosas y levantando espuma, cientos de ellos, hilera tras hilera, extendiéndose hasta el horizonte. Un número cuatro veces superior se había quedado en Tanchico. Los Rhyagelle, Los Que Retornan al Hogar. El Corenne, el Retorno, había comenzado.
Un albatros volando alto parecía seguir al Kidron, un augurio de victoria, indiscutiblemente, bien que el ave tenía las alas negras en lugar de blancas. Tenía que significar lo mismo. Los augurios no cambiaban dependiendo de los sitios. El ulular de un búho al amanecer significaba una muerte, y una lluvia sin nubes una visita inesperada, ya fuera en Imfaral o en Noren M’Shar.
El ritual matinal con la navaja de afeitar de su camarera era relajante, y esa mañana necesitaba relajarse. La noche anterior había dado una orden llevada por la ira. No debía impartirse ninguna orden estando furiosa. Casi se sentía sei’mosiev, como si hubiese perdido honor. Su equilibrio se había alterado, y eso era tan mala señal para el Retorno como una pérdida de sei’taer, los sobrevolase o no un albatros.
Selucia limpió el resto de la espuma con un paño húmedo y después utilizó otro seco; por último, empolvó ligeramente el suave cuero cabelludo con una brocha. Cuando la camarera se apartó, Tuon se puso de pie y dejó que la bata de seda azul, complejamente bordada, se deslizara hasta la alfombra, de diseño dorado y azul. Al instante, el frío aire hizo que su oscura piel desnuda se pusiera de gallina. Cuatro de sus diez doncellas se levantaron grácilmente de donde habían permanecido arrodilladas contra las paredes, bonitas y esbeltas con sus traslúcidas ropas blancas. Todas habían sido adquiridas por su aspecto tanto como por sus habilidades, y eran muy diestras. Se habían acostumbrado a los movimientos del barco durante el largo viaje desde Seanchan, y se apresuraron a coger los ropajes que ya estaban dispuestos sobre baúles tallados, para llevárselos a Selucia. Ésta nunca permitía a las da’covale que la vistieran, ni siquiera las medias ni los escarpines.
Cuando metió por la cabeza de Tuon un vestido plisado, del color de marfil viejo, la mujer más joven no pudo evitar comparar las imágenes de las dos que se reflejaban en el alto espejo adosado a la pared interior. Selucia, de piel cremosa, cabello rubio y fríos ojos azules, poseía una majestuosa belleza. Cualquiera la habría tomado por alguien de la Sangre, y de alto rango, más que por so’jhin, si no hubiese tenido afeitado el lado izquierdo de la cabeza. Opinión que habría conmocionado en lo más hondo a la mujer de haberla expresado en voz alta. La mera idea de que alguien sobrepasara el límite de su propia posición espantaba a Selucia. Tuon sabía muy bien que ella misma jamás tendría aquel porte imponente. Sus ojos eran demasiado grandes, de color marrón. Cuando olvidaba adoptar la máscara severa, su cara triangular recordaba la de una chiquilla traviesa. Su coronilla apenas llegaba a la altura de los ojos de Selucia, y eso que su camarera no era una mujer alta. Tuon podía cabalgar con los mejores, sobresalía en la lucha y en el uso de armas, pero siempre tenía que ejercitar la mente para ofrecer un aspecto imponente. Había ejercitado aquello con tanto empeño como había hecho con todos los otros talentos en conjunto. Al menos el ancho cinturón de oro tejido ponía de relieve su talle lo bastante para que no la tomaran por un chico con vestido. Los hombres miraban cuando Selucia pasaba a su lado, y Tuon había oído algunos comentarios susurrados sobre sus generosos senos. Quizás eso no tenía nada que ver con un aspecto imponente, pero habría sido agradable tener algo más de pecho.
—La Luz me ampare —murmuró Selucia, que parecía divertida, mientras las da’covale regresaban presurosas a arrodillarse de nuevo junto a las paredes—. Habéis hecho eso todas las mañanas desde el primer día que os afeité la cabeza. ¿Aún pensáis después de tres años que voy a dejaros algún rastro de pelo?
Tuon cayó en la cuenta de que se había pasado la mano por el cráneo afeitado. Buscando algún pelo, admitió de mala gana para sus adentros.
—Si lo hubieses dejado —contestó con fingida severidad—, haría que te azotaran. En compensación por todas las veces que has utilizado la navaja de afeitar conmigo.
Selucia abrochó al cuello de Tuon una sarta de rubíes mientras reía.
—Si me hacéis pagar compensación por todas, nunca podré volver a sentarme.
Tuon sonrió. La madre de Selucia se la había entregado como regalo de nacimiento para que fuese su niñera y, lo más importante, su sombra, una escolta personal desconocida para todos. Los primeros veinticinco años de vida de Selucia habían estado centrados en su entrenamiento para realizar tales funciones, entrenamiento que había sido secreto en cuanto a la segunda tarea. En el decimosexto cumpleaños de Tuon, cuando su cabeza se afeitó por primera vez, había hecho los regalos tradicionales de su casa a Selucia: una pequeña propiedad por los cuidados demostrados; un perdón por las reprimendas que le había dado; una bolsa con cien tronos de oro por cada vez que había tenido que castigar a la niña que había tenido a su cargo. La Sangre reunida para asistir a su presentación como adulta se había quedado impresionada por tantas bolsas de monedas, más de las que muchos de ellos podían presumir de tener. Había sido… rebelde de pequeña, por no mencionar su testarudez. Y el último regalo tradicionaclass="underline" la oferta para que Selucia escogiera dónde ser designada a continuación. Tuon no habría sabido decir si había sido mayor su estupefacción o la de la multitud asistente cuando la majestuosa mujer dio la espalda al poder y la autoridad y en cambio pidió ser la camarera de Tuon, su primera doncella. Y todavía su sombra, por supuesto, aunque eso no se hizo público. A ella le había encantado que lo pidiera.
—Quizás en pequeñas dosis, prolongadas durante dieciséis años dijo. Al verse reflejada en el espejo, mantuvo la sonrisa el tiempo suficiente para dejar claro que en sus palabras no había mala intención, y después volvió a adoptar la máscara de seriedad. Ciertamente sentía más afecto por la mujer que la había criado que por la madre a la que sólo había visto dos veces al año antes de hacerse adulta, o a los hermanos y hermanas contra los que le habían enseñado a luchar por el favor de su madre desde que dio los primeros pasos. Dos de ellos habían muerto ya en esas luchas, y tres habían fracasado en su intento de matarla. Una hermana y un hermano habían sido hechos da’covale y sus nombres se habían borrado de los archivos con tanto rigor como si se hubiese descubierto que podían encauzar. Incluso ahora su posición distaba mucho de ser segura. Un mínimo error podía llevarla a la muerte o, peor, a ser despojada de todo y vendida en subasta pública. ¡Por la Luz bendita, cuando sonreía todavía parecía tener dieciséis años! ¡En el mejor de los casos!