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Riendo bajito, Selucia se volvió para coger la cofia ceñida de encaje dorado que descansaba en su pie lacado en rojo, sobre el tocador. El diminuto tocado dejaría al aire la mayor parte de su cráneo afeitado, señalándola con el emblema del Cuervo y las Rosas. No sería sei’mosiev, pero por el bien del Corenne tenía que recobrar el equilibro. Podía pedirle a Anath, su Soe’feia, que le impusiera un castigo, pero hacía menos de dos años de la muerte inesperada de Neferi, y aún no se sentía cómoda del todo con su sustituta. Algo le decía que debía hacer esto ella misma. Quizás había visto un augurio que no había reconocido como tal conscientemente. No era probable ver hormigas en un barco, pero sí varias clases de escarabajos.

—No, Selucia —pidió sin alzar la voz—. Un velo.

Los labios de Selucia se apretaron en un gesto de desaprobación, pero volvió a colocar la cofia en su pie sin decir palabra. En privado, como en esos momentos, tenía permiso para hablar con libertad, bien que aun así sabía lo que podía decir y lo que no. Tuon sólo había tenido que castigarla en dos ocasiones, y, tan cierto como la Luz, ella lo había sentido tanto como Selucia. Sin decir nada, su camarera sacó un velo largo y finísimo que echó sobre la cabeza de Tuon y luego lo aseguró con una fina banda de oro trenzado y enjoyado con rubíes. Aún más traslúcido que los vestidos de las da’covale, el velo no ocultaba en absoluto su cara, pero sí ocultaba lo que era más importante.

Echando sobre los hombros de Tuon una larga capa azul, con bordados dorados, Selucia se apartó unos pasos e hizo una profunda reverencia, de manera que la punta de su larga trenza rubia rozó la alfombra. Las da’covale arrodilladas se inclinaron hasta tocar el suelo con el rostro. La intimidad estaba a punto de terminar. Tuon salió sola del camarote.

En el segundo camarote la aguardaban seis de sus sul’dam, tres a cada lado, con las mujeres a su cargo arrodilladas delante de ellas sobre las anchas y pulidas planchas de la cubierta. Las sul’dam se pusieron de pie cuando la vieron, orgullosas como los rayos plateados en las bandas rojas de sus faldas. Las damane vestidas de gris se irguieron, rebosantes de su propio orgullo. A excepción de la pobre Lidya, que siguió encogida de rodillas e intentó aplastar el rostro manchado de lágrimas contra el suelo. Ianelle, que sostenía la correa de la damane pelirroja, la miró ceñuda.

Tuon suspiró. Lidya había sido la responsable de que se encolerizara la noche anterior. No, había sido la causa, pero la propia Tuon era responsable de sus emociones. Había ordenado a la damane leerle la fortuna, sin embargo, no debería haber ordenado que le diesen palmetazos por no gustarle lo que oyó.

Se agachó, sujetando la barbilla de Lidya con la mano, de manera que las largas uñas lacadas en rojo rozaban la mejilla pecosa de la damane, y la hizo incorporarse hasta que quedó sentada sobre los talones. Lo cual provocó un gesto de dolor y más lágrimas, que Tuon limpió cuidadosamente con los dedos al tiempo que hacía que la damane se incorporara sobre las rodillas.

—Lidya es una buena damane, Ianelle —dijo—. Ponle en los verdugones tintura de sorfa y dale corazón de león para el dolor hasta que la inflamación haya bajado. Y, hasta ese momento, que se le dé crema dulce con cada comida.

—Como ordene la Augusta Señora —repuso formalmente Ianelle, pero esbozó una sonrisa. Todas las sul’dam apreciaban a Lidya, y no le había gustado castigar a la damane—. Si se pone gorda, la sacaré a correr, Augusta Señora.

Lidya giró la cabeza para besar la palma de la mano de Tuon.

—La señora de Lidya es amable —murmuró—. Lidya no se pondrá gorda.

Tuon avanzó a lo largo de las dos filas de mujeres y dirigió unas palabras a cada sul’dam así como palmeó la cabeza de las damane. Las seis que había llevado consigo eran las mejores, y le sonreían con un afecto igual al que sentía por ellas. Habían competido ansiosamente para ser elegidas. Las rellenitas y rubias Dali y Dani, hermanas que apenas habían necesitado la dirección de una sul’dam. Charral, con el cabello tan gris como sus ojos, pero aún la más ágil con el hilado. Sera, con cintas rojas en el rizadísimo cabello negro, la más fuerte, y orgullosa como una sul’dam. La menuda Mylen, más baja incluso que la propia Tuon. Mylen era de la que más orgullosa se sentía Tuon.

A muchos les pareció chocante cuando Tuon hizo las pruebas para sul’dam al alcanzar la mayoría de edad, aunque nadie podía llevarle la contraria. Excepto su madre, que lo había permitido al guardar silencio. En realidad, convertirse en sul’dam era inconcebible, por supuesto, pero disfrutaba tanto entrenando damane como entrenando caballos, y era igualmente buena en lo uno como en lo otro. Mylen era prueba de ello. La pálida y menuda damane estaba medio muerta por el miedo y la conmoción, y se negaba a comer o a beber, cuando Tuon la había comprado en los muelles de Shon Kifar. Todas las der’sul’dam habían dado por perdido su caso, afirmando que no viviría mucho tiempo, pero ahora Mylen le sonrió a Tuon y se inclinó hacia adelante para besarle la mano antes incluso de que la joven hiciera ademán de acariciarle el oscuro cabello. Antes huesos y piel, empezaba a estar un tanto gordita ahora. En lugar de reprenderla, Catrona, que manejaba su cadena, esbozó una sonrisa que dibujó arrugas en su rostro habitualmente severo y murmuró que Mylen era una damane perfecta. Era verdad, y nadie habría creído ahora que en otro tiempo se llamaba a sí misma Aes Sedai.

Antes de marcharse, Tuon impartió algunas órdenes concernientes a la dieta y el ejercicio de las damane. Las sul’dam sabían lo que tenían que hacer, igual que las otras doce del séquito de Tuon, o en caso contrario no se encontrarían a su servicio, pero ella era de la opinión de que no se debería permitir a nadie poseer damane a menos que siguiera con mucho interés todo lo relacionado con ellas. Tuon conocía todas las peculiaridades de las suyas tan bien como conocía su propia cara.

En el siguiente camarote, los Guardias de la Muerte, alineados junto a las paredes, con sus armaduras lacadas en rojo sangre y un verde oscuro casi negro, se pusieron firmes al entrar ella. Es decir, se pusieron firmes si es que unas estatuas podían hacerlo. Hombres de rostros duros, ellos y otros quinientos más que tenían a su cargo la seguridad de Tuon. Cualquiera de ellos daría la vida para protegerla. Y todos morirían si moría ella. Del primero al último se habían ofrecido voluntarios, pidiendo pertenecer a su guardia. Al reparar en el velo, el capitán Musenge ordenó sólo a dos que la acompañaran a cubierta, donde dos docenas de Ogier Jardineros, uniformados en rojo y verde, formaban en dos filas a ambos lados de la puerta, con las grandes hachas adornadas con borlones negros sujetas en alto frente a ellos y los sombríos ojos vigilando incluso allí por si surgía algún peligro. Ellos no morirían si perecía ella, pero también habían pedido formar parte de su guardia, y Tuon confiaría su vida en las enormes manos de cualquiera de ellos sin el menor reparo.

En los tres altos mástiles del Kidron, las velas aparecían hinchadas por el frío viento que empujaba la nave hacia la tierra firme que había al frente, una oscura costa lo bastante próxima ya para distinguir colinas y cabos. Hombres y mujeres abarrotaban la cubierta; todos los pertenecientes a la Sangre que se encontraban allí, vestidos con sus mejores sedas, pasaban por alto el viento que sacudía sus capas y hacían caso omiso de los descalzos tripulantes que corrían entre ellos de un lado para otro; esa actitud resultaba demasiado ostentosa en algunos de los nobles, como si pudiesen dirigir el barco mientras se arrodillaban o hacían reverencias cada dos pasos. Preparados para realizar una postración, los miembros de la Sangre hicieron en cambio ligeras reverencias, calcos unas de otras, cuando la vieron con el velo. Yuril, el hombre de afilada nariz al que todos tenían por su secretario, hincó rodilla en tierra. Era su secretario, desde luego, pero también su Mano, al mando de sus Buscadores. La mujer llamada Macura se postró para besar el suelo antes de que unas breves y quedas palabras de Yuril la hicieran volverse a poner de pie, arreboladas las mejillas y alisándose la roja falda plisada. Tuon había dudado en tomarla a su servicio, en Tanchico, pero la mujer había suplicado como una da’covale. Por alguna razón, profesaba un odio intenso y arraigado a las Aes Sedai, y, a despecho de las recompensas recibidas ya por información extremadamente valiosa, esperaba hacerles más daño.