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—He de hallar un modo de entrar en contacto con el Dragón Renacido lo antes posible. Debe arrodillarse ante el Trono de Cristal antes del Tarmon Gai’don, o todo se habrá perdido. —Las Profecías del Dragón lo manifestaban claramente así.

La actitud de Anath cambió en un visto y no visto. Sonriendo, puso una mano en el hombro de Tuon casi de un modo posesivo. Aquello estaba yendo demasiado lejos, pero era Soe’feia, y tal vez la sensación de posesión sólo existía en la imaginación de Tuon.

—Debéis tener cuidado —ronroneó Anath—. No debéis dejar que descubra lo peligrosa que sois para él hasta que sea demasiado tarde para que escape.

Siguió dándole consejos, pero Tuon dejó que le resbalaran. Escuchaba sólo a medias, pero eran las mismas cosas que ya había escuchado cien veces. Al frente distinguió la bocana de un gran puerto. Ebou Dar, desde donde el Corenne se expandiría, al igual que se expandía desde Tanchico. La idea le causó un estremecimiento de placer, de logro alcanzado. Tras el velo, era simplemente la Augusta Señora Tuon, de un rango no más alto que muchos otros de la Sangre, pero en su corazón era Tuon Athaem Kore Paendrag, Hija de las Nueve Lunas, y estaba allí para reclamar lo que les había sido robado a sus antecesores.

15

Una razón para necesitar a un fundidor de campanas

La carreta con forma de cajón le recordaba a Mat las de los gitanos que había visto, una pequeña casa sobre ruedas, aunque la función de ésta, repleta de anaqueles, armarios y bancos de trabajo adosados a las paredes, no era la de servir de habitáculo. Mat rebulló incómodo en la banqueta de tres patas, el único sitio disponible para sentarse, al tiempo que arrugaba la nariz por los olores extraños y acres. La pierna y las costillas rotas casi se habían curado ya, así como los cortes que había sufrido cuando todo aquel puñetero edificio se desplomó sobre su cabeza, pero todavía le dolían las heridas de vez en cuando. Además, esperaba despertar compasión. A las mujeres les encantaba mostrarse compasivas, si se hacía bien el papel. Mat se obligó a dejar de dar vueltas al sello en el dedo. Si uno dejaba que una mujer se diera cuenta de que estaba nervioso, enseguida lo interpretaba a su modo y al momento siguiente tiraba la compasión por la ventana.

—Escucha, Aludra —dijo, adoptando su sonrisa más encantadora—, a estas alturas deberías saber que los seanchan no harán el menor caso a tus fuegos artificiales. Esas damane realizan una cosa que llaman Luminarias del Cielo que, según he oído comentar, hacen que tus mejores fuegos de artificios parezcan unas pocas chispas elevándose por la chimenea. Sin ánimo de ofender.

—Yo no he visto esas Luminarias del Cielo —repuso displicentemente la mujer con su fuerte acento tarabonés. Tenía la cabeza inclinada sobre un mortero de madera del tamaño de un barril, sobre uno de los bancos de trabajo, y a pesar de llevar sujeto el oscuro y largo cabello en la nuca con una cinta azul, en una lazada floja, el pelo le caía hacia adelante, tapándole la cara. El largo delantal blanco, salpicado de chafarrinones, no impedía que se apreciara lo bien que se ajustaba a sus caderas el vestido verde oscuro, pero Mat estaba más interesado en lo que la mujer hacía. Bueno, igual de interesado. Aludra machacaba un polvo grueso y negro con un majador de madera, casi tan largo como su brazo. El polvo se parecía al que Mat había visto dentro de los fuegos de artificio que había abierto cortándolos con el cuchillo, pero aún no sabía qué lo componía—. En cualquier caso —continuó la mujer, ajena al escrutinio de Mat—, no voy a revelarte los secretos de la Corporación. Lo entiendes, ¿verdad?

Mat se encogió. Llevaba días trabajando y preparando el terreno para llevarla a este tema, desde que en una visita casual al espectáculo ambulante de Valan Luca se había enterado de que la mujer se encontraba en Ebou Dar, y desde el principio había temido que Aludra mencionara la Corporación de Iluminadores.

—Pero ya no eres una Iluminadora, ¿recuerdas? Te dieron la pat… Ejem. Dijiste que habías abandonado la Corporación. —No por primera vez, Mat se planteó la posibilidad de recordarle que en cierta ocasión la había salvado de cuatro miembros de la Corporación que querían cortarle el gaznate. Ese tipo de cosas bastaba para que la mayoría de las mujeres se echaran al cuello de uno, lo besaran y le ofrecieran lo que quisiera. Pero, si cuando la salvó la ausencia de besos había sido más que notable, no parecía probable que empezase a besarlo ahora—. Sea como sea —continuó, como sin darle importancia—, no tienes que preocuparte por la Corporación. Llevas creando flores nocturnas desde… ¿hace cuánto tiempo? Y nadie ha venido para intentar impedírtelo. Vaya, apostaría a que no volverás a ver a otro Iluminador.

—¿Qué es lo que has oído comentar? —inquirió la mujer en voz queda, todavía con la cabeza inclinada. La rotación del majador perdió velocidad hasta casi detenerse—. Cuéntame.

Mat sintió que se le erizaba el vello de la nuca. ¿Cómo lo hacían las mujeres? Uno ocultaba todas las pistas y aun así iban directas a lo que uno quería ocultarles.

—¿A qué te refieres? He oído las mismas hablillas que tú, supongo. Principalmente sobre los seanchan.

Aludra se giró tan deprisa que su cabello se agitó como un mayal, y, asiendo el pesado majador con las dos manos, lo blandió por encima de la cabeza. Unos diez años mayor que él, tenía unos ojos grandes y oscuros y una boquita carnosa que por lo general parecía preparada para que la besaran. Mat había pensado hacerlo en un par de ocasiones. Casi todas las mujeres se mostraban más tratables después de unos cuantos besos. Ahora enseñaba los dientes y parecía dispuesta a arrancarle la nariz de un mordisco.

—¡Cuéntamelo! —ordenó.

—Jugaba a los dados con unos seanchan, cerca de los muelles —empezó de mala gana, sin quitar ojo al majador alzado. Un hombre podía marcarse faroles y bravuconear y luego largarse sin más si la cosa no era seria, pero una mujer era capaz de partirle a uno el cráneo por un impulso. Además, tenía la cadera entumecida y dolorida por haber estado sentado tanto tiempo, y no sabía lo rápido que podría ser en levantarse de la banqueta—. No quería ser yo quien te lo dijera, pero… La Corporación ya no existe, Aludra. La sala de reuniones del gremio en Tanchico ha desaparecido. —Y ésa era la única sala de reuniones de verdad que tenía la Corporación. La de Cairhien llevaba tiempo abandonada y, en cuanto al resto, los Iluminadores sólo viajaban ya para realizar exhibiciones para dirigentes y nobles—. Rehusaron dejar pasar al complejo a los soldados seanchan, y lucharon, o lo intentaron, cuando irrumpieron allí. Ignoro qué ocurrió, quizás un soldado dejó una linterna donde no debía, pero lo cierto es que la mitad del complejo explotó, según tengo entendido. Seguramente son exageraciones. Sin embargo, los seanchan pensaron que uno de los Iluminadores había utilizado el Poder, y los… —Mat suspiró e intentó usar un tono suave, dulce. ¡Maldición, no quería ser él quien le diera esa noticia! Pero Aludra lo miraba iracunda, con el puñetero majador enarbolado sobre su cabeza—. Aludra, los seanchan reunieron a todos los que quedaron vivos en el complejo, a algunos Iluminadores que habían ido a Amador y a todo aquel que tenía aspecto de Iluminador entre el trayecto de una ciudad y otra, y los han hecho da’covale. Eso significa…

—¡Sé lo que significa! —manifestó ferozmente la mujer. Se giró de nuevo hacia el enorme mortero y empezó a machacar con tanta fuerza que Mat temió que aquello explotara; el polvo era realmente lo mismo que iba dentro de los fuegos de artificio—. ¡Idiotas! —masculló ella, encolerizada, majando con más y más fuerza—. ¡Redomados imbéciles! ¡Con los poderosos hay que doblar un poco la testuz y seguir caminando, pero no se dieron cuenta! —Sorbió por la nariz y se frotó las mejillas con el envés de la mano—. Te equivocas, mi joven amigo. Mientras viva un Iluminador, la Corporación también seguirá viva, ¡y yo aún lo estoy! —Todavía sin mirarlo, volvió a limpiarse las mejillas con la mano—. ¿Y qué harías si te doy los fuegos de artificio? Lanzárselos a los seanchan con una catapulta, supongo. —Su resoplido dejó claro lo que opinaba de ello.