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– Es una locura… Me habló de ese chico poseído que, según cuenta San Marcos, el espíritu arrojaba al fuego o al agua para hacerlo perecer.

– No -protestó Michéle-, un santo nunca está poseído.

– El cura asegura que puede quedar abandonado, menos de lo que dura un rayo, a aquel que todo lo espera de nuestra desesperación. Pero ocurre que la desesperación deja intacta la esperanza. El cura conoce más de un caso.

Michéle suspiró como liberada:

– ¡Ahora estoy segura! No fuiste tú; el sacerdote lo mató.

Él respondió sombríamente:

– No más él que yo, o que tú, o que Roland, o que Brigitte.

Callaron. Los gallos perforaban con sus gritos el amanecer helado. Jean sintió estremecerse contra él el cuerpo de Michéle…

– Ahora te toca llorar a ti -dijo. Tocó un instante con los labios una mejilla mojada. Y entre lágrimas él también:

– ¿Por qué lo lloramos, Michéle? Por fin posee a Aquél que ha amado.

Fin