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Se decía que por esa señal reconocería que una criatura era peligrosa para él y debía evitarse: Cada vez que tuviera la certidumbre de que alguien había desembarcado en su isla, penetrado en su desierto, debía huir, pues el desierto era su parte en este mundo, era su cruz no sentirse ya solo, eso sería para él bajar de la cruz. Mañana a la noche estaría en su celda. Se habría acabado para siempre. Tenía veintidós años. Toda su vida estaba ante él, y en ella no habría nadie hasta su último suspiro: ni una mujer, ni un amigo, sino únicamente almas. ¿Era posible? ¿Tendría la fuerza necesaria? Si ese tren que atravesaba las estaciones en una especie de algazara y de locura se saliera de los rieles, si Xavier surgiera de pronto en la luz de la paz… Tuvo miedo de desear tanto la muerte. Qué extraño resultaba ser la presa de esa tentación en el vagón restaurante, en medio de aquella hacienda humana que bebía y fumaba. Todos iban hacia sus vidas, sus negocios, sus amores. Él también iba hacia su amor, un amor que no se ve ni se toca ni se posee. Y era un joven macho de veintidós años; y sólo se diferenciaba de aquellos a quienes le había sido dado acercarse y conocerlos por su corazón insaciable y por esa hambre de querer, de sufrir y de morir que no había encontrado en ninguna otra criatura. En el fondo, eso era su soledad. No era él quien existía, sino los seres hacia los cuales se sentía perpetuamente como impulsado, para darles su vida. Lo que acababa de ocurrir entre aquel extraño y él se renovaría indefinidamente hasta cuando estuviera marcado por el signo sacerdotal. Hasta la agonía, hasta esa última soledad. Le dieron la vuelta. La pareja de enfrente había desaparecido. Mirbel ya no estaba. Al salir debió de rozar la mesa de Xavier, que se sorprendió de no haberse dado cuenta. Durante su ausencia el compartimiento había sido invadido por dos hombres, uno de los cuales, muy anciano, dormía con la mandíbula inferior caída. Mirbel había buscado refugio en el pasillo. Estaba apoyado en la barra de cobre, y su frente casi tocaba el vidrio. Xavier se apoyó también, pero ante otra ventanilla, decidido a no hacer un ademán, a no decir una palabra que pudiera restablecer el contacto entre ellos. Fue Mirbel quien se acercó y le ofreció un cigarrillo. Encendió el suyo, y esta vez sus codos se tocaron.

– No me guarde rencor -dijo.

– ¿Por qué voy a guardarle rencor?

– Era natural que me hablara de mi mujer… No puedo soportar que me hablen de ella.

– No volveré a hacerlo -se disculpó Xavier.

– Usted no es lo mismo, tiene derecho.

Xavier se sintió dichoso. ¿Qué es un sacerdote sino aquel que tiene el derecho, el deber de poder leer en las almas, de escuchar sus confidencias, pero sobre todo de adivinar lo que ellas ignoran de sí mismas?

– Lo que ella significó para mí cuando yo era todavía un niño es inimaginable…

– Lo que es todavía, siempre…

– Sí, por supuesto, nada puede impedir…

Los árboles confusos en el cielo frío, las casas con una sola lámpara, el espacio de un segundo entregaba a los viajeros la vida oculta; todo un universo semidevorado por las tinieblas huía detrás del cristal.

– Tendría que hablarle de ella. Pero no esta noche, o por lo menos no en seguida… ¿Qué piensa hacer esta noche?

Xavier declaró firmemente:

– Nos diremos adiós en la estación.

– ¿ Qué va a hacer tan solo?

– No sé. Caminar por las calles…

– No, no lo abandonaré.

Xavier no contestaba. Se ablandaba ante esa vida extenuante de rechazo. Toda su juventud ante él, durante la cual tendría que sacudir la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Decir que no, siempre no, no a todo lo que no seáis vos, Dios mío.

– No, lo agradezco, pero tengo que estar solo.

Mirbel se acercó aún más.

– Es una lástima -dijo en voz baja-. Quizás usted hubiera podido arreglar las cosas.

Xavier protestó violentamente:

– ¿Con su mujer? ¿Por qué yo? No la conozco. Tampoco lo conozco a usted.

Agregó casi en voz baja: "Déjeme tranquilo". Pero el otro insistía:

– Ha olvidado lo que me decía hace un rato sobre lo que significa para usted un solo encuentro.

– No todos son buscados por Dios.

Xavier se había alejado un poco y hablaba, la frente contra el cristal. Jean de Mirbel reía:

– ¿Está empezando a creer que le he sido enviado por otro? Confiéselo, ¡me cree el diablo! -y como Xavier se encogiera de hombros-. ¡ Vamos! -agregó-. Otro cristiano más que ríe cuando le hablan del diablo.

– No digo que no exista. Solamente…

– ¿Solamente qué? Si el diablo es un invento, también lo es todo lo demás, confiéselo.

– Pero si existe, todo lo demás existe.

– Bien sabe que no existe.

– Lo que sé -dijo Xavier después de un silencio- es que a menudo nos sirve de pretexto para apartar a algunas personas de nuestro camino, a las malas compañías que nuestros directores consideran como un deber evitar.

– ¿Yo, por ejemplo?

Mirbel se había acercado. Xavier, más bajo, tuvo que alzar un poco la cabeza.

– ¿ Cree que es el demonio quien me pone en su camino?

Xavier contestó apartándose:

– Usted está aquí, es todo lo que sé. No sé lo que Dios espera de mí respecto a usted. Lo importante es ver con claridad. ¡ Ah!, no es fácil. Casi siempre el verdadero camino está del lado que más nos cuesta seguir.

– Casi siempre…, ¿pero no siempre? Usted puede equivocarse tomando el partido que más lo mortifica. Por ejemplo, esta noche tiene ganas de seguirme, pero ¡quién sabe si su Dios no quiere que me siga!

– No lo seguiré -dijo Xavier.

– Entonces es porque va a quitarle a Michele su última oportunidad.

– ¿Michéle?

– Sí, se llama Michéle.

Xavier alzó los ojos hacia el rostro inclinado sobre él, luego lo apartó de nuevo como abrumado por una fatiga desesperada, la que sentimos en una excursión al alba en la montaña; entonces un terror se apodera de nosotros ante la idea de todo lo que tenemos por delante: todavía no hay nada hecho de lo que hemos resuelto llevar a cabo, y ya estamos cansados. Creía tener su máscara bien puesta aquel Mirbel. Pero Xavier descifraba sobre su faz inclinada la astucia de la criatura que se sabe capaz de apartar en su provecho cualquier vocación, aun la más alta. Y sin embargo Xavier no pudo dejar de repetir el nombre: Michéle.

– ¿Por qué la abandonó? ¿Dónde está esta noche? ¿Por qué ha dejado de quererla?

– A usted se lo diré, sí, se lo diré… Pero hace falta un poco de tiempo.

Sin disminuir la marcha, el tren atravesaba una estación del gran suburbio.

– Ha de ser Juvisy -dijo Xavier-. Ya es demasiado tarde para que me lo diga -agregó a media voz.

– ¿Por qué demasiado tarde? Tenemos toda la noche. Es como decir toda una vida…

– ¡No!