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En ese momento empezó a sufrir con un sufrimiento que venía de infinitamente más lejos que su desazón y que la soledad de esa casa enemiga, un sufrimiento que ya conocía por haberlo sentido varias veces en circunstancias muy precisas, que todavía recordaba. ¿De qué estaba hecho? No hubiera podido decirlo. Aquella noche, sin embargo, tenía un rostro y hasta dos rostros: la joven, el chico. Él sobre todo. ¿Qué idea se hacía de Xavier la joven? Se estremeció pensando en lo que quizá creyera. No volvía: el armario de ropa blanca debía de estar cerrado con llave… ¿Había ido a acostar a Roland? Mirbel terminaría por inquietarse. Alguien debía venir. Por el momento, imposible escapar de aquellas paredes leprosas, del olor a humedad, de los viejos colchones, de la alfombra que sus rodillas tocaban y cuya trama veía de muy cerca. Le resultaba tan difícil escapar de la casa, del cuarto, como a un condenado de su calabozo. Llamó, lanzó un grito, un grito interior, pues sus labios no se movieron. Entonces hubo como un cortocircuito: la corriente de horrible sufrimiento se quebró. Dejó de moverse. Una mariposa nocturna titubeaba sobre el mármol de la cómoda. El viento hinchaba bruscamente las cortinas que luego volvían a caer. La mariposa nocturna se había posado en algún lado. El papel desgarrado dé la pared hacía ruido cuando algún soplo lo movía.

– ¿Le ocurre a menudo?

Xavier abrió los ojos. Estaba en el suelo, de bruces; su boca había dejado un rastro de saliva. La joven lo miraba, inclinada, como a un perro. Apretaba contra ella un par de sábanas. Él se puso de pie.

– ¿Está enfermo? ¿No? Sacudió la cabeza.

– Los epilépticos, sabe… que no cuenten conmigo. Él dijo:

– No es lo que usted cree -se enjugó la frente-. ¿No ve que no estoy enfermo?

– Entonces, ¿qué hacía? ¿Sabía que yo estaba aquí? Vamos -agregó bruscamente-, en vez de quedarse allí de brazos caídos, ayúdeme a hacer la cama. No, decididamente es mejor que no se meta -agregó-, lo haré más rápido sola. Vaya a sentarse, va a volver a caerse.

Él obedeció y se quedó un instante inmóvil en una silla. Observaba a la joven que se ajetreaba alrededor de la cama. De pronto preguntó:

– ¿Quién es ese chico?

– ¿Roland? Un chico del Asilo que tuvieron la fantasía de sacar y que ahora los tiene hartos. Pero la señora quería un niño.

– ¿Lo han adoptado?

– No, lo tomaron a prueba. Pero ya no les gusta. Era monísimo hace seis meses y después tuvo disentería. Ahora su amigo lo aborrece. Por otra parte, nunca lo quiso. Por supuesto que es mejor hacer sus hijos uno mismo… ¡ cuando se puede!

Golpeó la almohada con la palma de la mano:

– Supongo que es solamente con su mujer con quien no puede…

De pronto tenía una expresión de matrona.

Él dijo:

– Me pregunto… -luego se interrumpió. Ni ese aire que ella afectaba ni esas palabras vulgares se le parecían. Tenía ganas de interrumpirla, de gritarle: "Representa mal". Sabía quién era ella. Leía dentro de esa desconocida, la descifraba; eso le era dado, y él no se asombraba, a tal punto estaba acostumbrado. ¡ Qué rostro tenía! Él mismo descubría el suyo en el espejo sobre la cómoda, encantador y pálido, no tal como se le aparecía de costumbre, pero tal como en ese momento lo veía la joven. ¡ Cómo se gustaban el uno al otro! Él repitió:

– Me pregunto…

– ¿ Se pregunta qué?

– No, se ofendería.

– ¡ Si cree que usted puede ofenderme!

– Sé quién es Brigitte Pian…, desde hace años que oigo hablar de ella en mi casa. ¡ Esa madre de la Iglesia, como la llaman! Me extraña que haya elegido una secretaria como usted, en lugar de una hija de María… ¿Le causa gracia?

– Me causa gracia que ya tenga una idea hecha sobre mí. ¿Quién le dice que no soy hija de Maria?

– No -protestó-, usted no es una hipócrita.

Ella preguntó:

– ¿Por qué iba a serlo?

– Lo sería si fuera una hija de María.

– ¿Cómo lo sabe? Él dijo:

– Lo veo…

Ella lo miró con la boca entreabierta:

– ¡Ah, bueno!… -Luego se encogió de hombros-: Se está burlando de mí. Él dijo:

– Usted cree que Dios está lejos de usted, pero está aquí, muy cerca.

– ¿Dios? ¡ Es Brigitte Pian!

Reía y lo desafiaba. Él rió a su vez.

– En ese Dios tiene razón de no creer: no existe.

Ella continuó sentada en el borde de la cama, apartando la cara. Vacilaba, buscaba las palabras.

– No me gustaría que se imaginara que una muchacha que no cree en nada es a la fuerza…

Lo miró de golpe a los ojos: -¡ Nunca he sido de nadie, sabe! No soy de nadie…

La interrumpió con violencia:

– ¡ Está loca! Como si hubiera podido creer esa horrible cosa.

– ¿Por qué horrible?

– Horrible para mí.

Ella sonrió. Acariciaba la almohada con ademán distraído. Tenía las piernas cruzadas. Agitaba un pie un poco grande, calzado con una sandalia azul. Dijo:

– Después de todo, usted es un muchacho como cualquier otro. Él murmuró:

– Por supuesto -y enrojeció hasta las orejas.

Nunca ante una chica había sentido tal desborde de alegría.

Un muchacho como cualquier otro. "¿Y si fuera por ella por lo que estoy aquí, Dios mío?" ¿Si por ella había caminado hasta aquel cuarto? Hacia la dicha, hacia esa dicha. Preguntó de pronto:

– ¿Cómo se llama?

– Dominique. Soy profesora en la escuela de la parroquia Saint Paul de Burdeos. Es una colocación que le debo a la señora de Pian. No tengo más que un hermano menor que está a mi cargo. Entonces, comprende…

Él repitió:

– Dominique.

Ella le dijo en voz baja:

– Venga a sentarse a mi lado. ¿De qué tiene miedo? Dijo:

– No tengo miedo -y avanzó con paso tímido.

La muchacha lo miraba sin osadía. La boca, encantadora, entreabierta, dejaba ver unos dientes que hubieran podido ser todavía dientes de leche. Ella respiraba agitadamente. No, no estaba mal. "No, Dios mío, no está mal. He merecido este descanso, este consuelo que les toca a todos los hombres, a los más desprovistos, a los más pobres." Se acercaba a ella, que había apartado los ojos para no intimidarlo y esperaba inmóvil, transformada en estatua, como si al menor movimiento de pestañas corriera el riesgo de espantar al machito. Él dio un paso más.

Entonces se oyeron murmullos en la escalera. Jean de Mirbel entró sin golpear y dejó la puerta abierta. Xavier entrevio a Michéle, que permanecía en el umbral a oscuras.

Mirbel interpeló a Dominique:

– ¿ Por qué está usted aquí?

– Había venido a hacer la cama…, estábamos conversando -agregó. Se dirigió a Xavier:

– Hay dos toallas sobre la silla. Antes de salir se volvió y le sonrió:

– Hasta mañana.

Mirbel dio algunos pasos por el cuarto. Luego dijo:

– ¿Estaba aquí desde hace tiempo? ¿Te habló de mí? Vamos, confiesa, te habló de mí.

Michéle entró y tomó a su marido del brazo.

– Deja dormir a tu amigo. Mañana por la mañana hablaremos él y yo. Xavier protestó, con sequedad:

– Pero, señora, no tenemos nada más que decirnos. Su marido está de vuelta, por lo tanto puedo irme. ¿Hay un tren por la mañana?

– No volverás a empezar -dijo Mirbel.

– ¿Verdaderamente quiere irse? -preguntó Michéle-. Entonces, ¿por qué lo siguió?

Jean de Mirbel le sopló casi al oído:

– No le contestes.

– Lo traje de vuelta -dijo Xavier-. Ya no tengo nada que hacer aquí.