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Carlo Weisz se sentó a su mesa, la chaqueta colgada en el respaldo de la silla. Llevaba una camisa de color gris claro con finas listas rojas, las mangas subidas, el último botón desabrochado, la corbata floja. Junto a un cenicero del San Marco, el café de los artistas y conspiradores de Trieste, un paquete de Gitanes. Tenía la radio encendida -el dial despedía un resplandor ambarino- y estaba sintonizada en una interpretación de Duke Ellington grabada en un club nocturno de Harlem. La habitación estaba a oscuras, iluminada únicamente por una pequeña lámpara con la pantalla de cristal verde. Se retrepó en la silla un instante, se frotó los ojos y acto seguido se pasó los dedos por el pelo para apartárselo de la frente. Si, por casualidad, alguien lo veía desde algún apartamento al otro lado de la calle -tenía los postigos abiertos- al observador jamás se le ocurriría pensar que aquélla era una escena para un noticiario o una página de un libro ilustrado titulado Combatientes del siglo xx.

Weisz exhaló un suspiro mientras retomaba el trabajo. Cayó en la cuenta de que sólo ahora se sentía en paz. Extraño, muy extraño, sí. Porque lo único que estaba haciendo era leer.

10 de enero de 1939. Desde medianoche caía sobre París una nevada lenta y constante. A las 3:30 de la mañana Weisz se hallaba en la esquina de la rue Dauphine, la que daba al muelle que recorría la orilla izquierda del Sena. Escudriñó la oscuridad, se quitó los guantes y se frotó las manos para calentarlas. Una noche sin viento; la nieve descendía lentamente sobre la blanca calle y el negro río. Weisz amusgó los ojos en dirección al muelle, pero no vio nada; luego consultó el reloj. Las 3:34. Impuntual, no era propio de Salamone, tal vez… Pero antes de que pudiera imaginar las posibles catástrofes distinguió dos faros mortecinos que temblaban mientras el coche se deslizaba por los resbaladizos adoquines.

El baqueteado y viejo Renault de Salamone patinó y se detuvo cuando Weisz le hizo señas. Éste hubo de pegar un fuerte tirón para abrir la puerta mientras Salamone empujaba desde el otro lado. «Joder, joder», dijo Salamone. El coche estaba frío, la calefacción llevaba bastante tiempo sin funcionar y los esfuerzos de los dos pequeños limpiaparabrisas no conseguían despejar el cristal. En el asiento de atrás había un paquete envuelto en papel de estraza y atado con bramante.

El coche avanzaba en dirección este dando sacudidas y derrapando; dejó atrás la oscura mole de Notre Dame y continuó junto al río hacia el Pont D'Austerlitz, para cruzar a la orilla derecha. Cuando el parabrisas se empañó, Salamone se inclinó sobre el volante.

– No veo nada -aseguró.

Weisz extendió el brazo y limpió un pequeño círculo con el guante.

– ¿Mejor?

– Mannaggia! -exclamó el otro, que significaba «maldita sea la nieve, el coche y todo»-. Toma, prueba con esto.

Rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó un gran pañuelo blanco.

El Renault, que había aguardado pacientemente ese momento en que el conductor sólo tuviera una mano en el volante, giró con suavidad mientras Salamone soltaba una imprecación y pisaba a fondo el freno. El coche hizo caso omiso, dio otra vuelta y a continuación enterró las ruedas de atrás en un montón de nieve que se había acumulado contra una farola.

Salamone se guardó el pañuelo, arrancó el coche, que se había calado, y metió primera. Las ruedas giraron mientras el motor gemía: una, dos veces, y otra más.

– Espera, para, que empujo -se ofreció Weisz. Utilizó el hombro para abrir la puerta, dio un paso, sus pies volaron por los aires y él aterrizó en el suelo.

– ¿Carlo?

Weisz se levantó a duras penas y, dando pasitos cortos y cautelosos, rodeó el coche, y apoyó ambas manos en el maletero.

– Prueba ahora.

El motor aceleró mientras las ruedas giraban y se hundían más y más en los surcos que habían dibujado.

– ¡No pises tanto el acelerador!

La ventanilla chirrió cuando Salamone le dio a la manivela.

– ¿Qué?

– Con suavidad, con suavidad.

– Vale.

Weisz empujó de nuevo. Esa semana no habría Liberazione.

De una boulangerie que había en la esquina salió un panadero con una camiseta blanca, un delantal blanco y un paño blanco con las puntas anudadas en la cabeza. Los hornos de leña de las panaderías debían encenderse a las tres de la mañana. Weisz olió el pan.

El hombre se situó a su lado y le dijo:

– A ver si podemos entre los dos.

Tras tres o cuatro intentonas, el Renault salió disparado hacia delante y se interpuso en la trayectoria de un taxi, el único vehículo que circulaba por las calles de París esa madrugada. El conductor dio un volantazo, hizo sonar el claxon, gritó: «¿Qué demonios te pasa?» y se llevó el índice a la sien. El taxi patinó en la nieve y después entró en el puente mientras Weisz le daba las gracias al panadero.

Salamone cruzó el río a cinco por hora y fue girando por bocacalles hasta dar con la rue Parrot, cercana a la Gare de Lyon. Allí había un café abierto las veinticuatro horas para viajeros y ferroviarios. Salamone salió del coche y se dirigió a la terraza acristalada. Sentado a una mesa junto a la puerta, un hombre menudo con el uniforme y la gorra de revisor de los ferrocarriles italianos leía un periódico y bebía un aperitivo. Salamone dio unos golpecitos en el cristal, el hombre levantó la vista, se terminó la bebida, dejó algo de dinero en la mesa y siguió a Salamone hasta el coche. Con una estatura que no superaría en mucho el metro y medio, lucía un denso bigote de empleado de ferrocarril y tenía una barriga lo bastante abultada para hacer que la chaqueta del uniforme se abriera entre los botones. Se subió al asiento posterior y le estrechó la mano a Weisz.

– Menudo tiempecito, ¿eh? -comentó mientras se sacudía la nieve de los hombros.

Weisz asintió.

– Está igual desde Dijon.

Salamone se acomodó en el asiento delantero.

– Nuestro amigo va en el de las siete y cuarto a Génova -le aclaró a Weisz. Luego se volvió al revisor-: Eso es para ti. -Le señaló con la cabeza el paquete.

El revisor lo cogió.

– ¿Qué hay dentro?

– Las planchas para la linotipia. Y dinero para Matteo. Y el periódico, con la hoja de composición.

– Dios, debe de haber un montón de dinero, ya podéis buscarme en México.

– Lo que pesa son las planchas. Están hechas de zinc.

– ¿Es que no pueden hacer ellos las planchas?

– Dicen que no.

El revisor se encogió de hombros.

– ¿Cómo va todo por casa? -preguntó Salamone.

– La cosa no mejora. Confidenti por todas partes. Hay que tener cuidado con lo que se dice.

– ¿Te vas a quedar en el café hasta las siete? -quiso saber Weisz.

– De eso nada. Iré al coche cama de primera a echar una cabezadita.

– Bien, será mejor que nos vayamos -sugirió Salamone.

El revisor se bajó y cogió el paquete con ambas manos.

– Ten cuidado -le pidió Salamone-. Ándate con ojo.

– Con cien ojos -prometió el revisor.

Sonrió ante la idea y se alejó arrastrando los pies por la nieve.

Salamone metió una marcha.

– Es bueno. Pero nunca se sabe. El anterior duró un mes.

– ¿Qué le pasó?

– Está en la cárcel -replicó Salamone-. En Génova. Intentamos mandarle algo a la familia.

– Anda que no cuesta todo esto -opinó Weisz.

Salamone sabía que estaba hablando de algo más que de dinero, y meneó la cabeza apenado.

– La mayoría de las cosas me las guardo, al comité no le cuento más de lo necesario. Naturalmente te iré poniendo al corriente, por si acaso, ya sabes a qué me refiero.