– En París esos periódicos los publican distintas facciones. ¿Tiene alguna preferencia?
– No, eso nos da igual, aunque es probable que los partidos centristas gocen de mayor credibilidad.
– Eso es cierto -convino Weisz-. Se sabe que la extrema izquierda inventa.
Christa dejó que los perros la obligaran a girar en redondo, situándose así frente a los dos hombres.
– Ahora -anunció.
El hombre metió la mano en el bolsillo y le dio a Weisz un sobre.
Weisz esperó hasta estar de vuelta en la oficina y luego se aseguró de que no lo observaban mientras abría el sobre. Dentro encontró seis páginas a espacio sencillo: un listado de nombres mecanografiado en papel fino, como de correo aéreo, con una máquina que utilizaba un tipo de imprenta alemán. Los nombres eran fundamentalmente alemanes, pero no del todo, con una numeración que abarcaba del R100 al V718; seiscientas dieciocho entradas pues, precedidas por diversas letras, «R», «M», «T» y «N» en su mayor parte, pero también otras. Cada nombre iba seguido de una ubicación, oficinas o asociaciones, en varias ciudades -«R» de Roma, «M» de Milán, «T» de Turín, «N» de Nápoles y demás- y de un pago en liras italianas. El encabezamiento rezaba: «Desembolsos: enero, 1939.» La copia se había realizado apresuradamente, pensó, así lo decían las tachaduras, la letra o el número correcto escrito a mano.
«Agentes», los había llamado el tipo del parque. Eso era muy amplio. ¿Serían espías? Weisz creía que no. Puede que los nombres fueran alias, pero no eran nombres en clavé -cura, leopardo- y, tras analizar los lugares, no descubrió fábricas de armamento ni bases aéreas o navales ni laboratorios ni empresas de ingeniería. Lo que sí encontró fue un organismo policial adscrito al ministerio del Interior italiano, la Direzione della Pubblica Sicurezza, Departamento de Seguridad Pública, con las correspondientes comisarías, llamadas questura, presentes en cada ciudad y pueblo de Italia. Esos agentes también estaban adscritos a la Auslandsorganisation y el Arbeitsfront de diversas localidades. La primera investigaba a profesionales y hombres de negocios alemanes en Italia, y el segundo se ocupaba de los asalariados alemanes en el país transalpino.
¿Qué hacían? Vigilar a los alemanes en el extranjero oficialmente desde la Pubblica Sicurezza y cada questura, y clandestinamente desde las asociaciones; dicho de otro modo, manejando dossieres o asistiendo a cenas. Un cuerpo de los servicios de inteligencia alemanes destacado en Italia oficialmente conseguiría un verdadero dominio del idioma y un profundo conocimiento de las estructuras del gobierno de Roma. Aquello había comenzado -y los giellisti de París lo sabían- con la creación de una comisión racial alemana en el ministerio del Interior italiano, enviada por los nazis para ayudar a Italia a organizar operaciones antisemitas. Luego había crecido, sus hombres habían pasado de una docena a seiscientos, y constituía una fuerza in situ en caso de que algún día Alemania estimase necesario ocupar su antigua aliada. A Weisz se le ocurrió que esa organización que estaba atenta a posibles deslealtades entre los alemanes afincados en el extranjero también podía vigilar a italianos antinazis, así como a otros ciudadanos extranjeros -británicos, americanos- residentes en Italia.
Al leer la lista, el pulgar bajando por el margen, se preguntó quiénes serían esas personas. G455, A. M. Kruger, de la Auslandsorganisation en Génova. ¿Un ferviente miembro del partido? ¿Ambicioso? ¿Consistiría su trabajo en trabar amistades e informar acerca de ellas? «¿Conozco a alguien que pudiera hacer algo así?», pensó Weisz. O J. H. Horst, R140, de la Pubblica Sicurezza en Roma. ¿Un miembro de la Gestapo? ¿Obedecería órdenes? ¿Por qué le costaba creer en la existencia de esa gente?, se preguntó Weisz. ¿Cómo se volvían unos…?
– ¿Herr Weisz? Herr Doktor Martz, señor. Una llamada urgente, para usted.
Weisz pegó un salto. Gerda se encontraba en el umbral, al parecer lo había avisado y no había recibido respuesta. ¿Habría visto la lista? Seguro que sí, y lo único que pudo hacer Weisz fue no taparla con la mano como un niño en la escuela.
¡Aficionado! Enfadado consigo mismo, le dio las gracias a Gerda y cogió el teléfono. La conferencia de prensa de la tarde en el ministerio de Asuntos Exteriores se había adelantado a las cuatro. Avances significativos, noticias importantes, se rogaba encarecidamente la asistencia de Herr Weisz.
La conferencia de prensa la dio el todopoderoso Von Ribbentrop en persona. Antiguo vendedor de champán, el ahora ministro de Asuntos Exteriores se había crecido hasta adquirir una importancia pasmosa, su risueño rostro todo pomposidad y arrogancia. Sin embargo, el 12 de marzo se mostraba visiblemente enojado, el semblante un tanto enrojecido, el manojo de papeles de su mano golpeando con energía el atril. Unidades del ejército checo habían entrado en Bratislava, depuesto al sacerdote fascista, el padre Tiso, de su cargo de primer ministro de Eslovaquia y destituido al gabinete. Habían declarado la ley marcial. La conducta de Von Ribbentrop desvelaba lo que no decían sus palabras: «¿Cómo se atreven?»
Weisz tomó notas como un poseso y corrió a telegrafiar nada más finalizar la conferencia.
reuters parís fecha doce marzo berlín weisz von ribbentrop amenaza con represalias contra checos por deponer padre tiso como primer ministro eslovaquia y declarar ley marcial fin.
Después se fue a toda prisa a la oficina y escribió su artículo mientras Gerda llamaba a la operadora internacional y mantenía la línea abierta charlando con su homóloga en París.
Cuando terminó de dictar eran más de las seis. Regresó al Adlon, se quitó la ropa sudada y se dio un baño rápido. Christa llegó a las siete y veinte.
– Vine antes -comentó-, pero en recepción me dijeron que no estabas.
– Lo siento. Los checos han echado a los nazis de Eslovaquia.
– Sí, lo he oído en la radio. ¿Qué pasará ahora?
– Alemania enviará tropas, y Francia e Inglaterra declararán la guerra. A mí me internarán y pasaré los próximos diez años leyendo a Tolstoi y jugando al bridge.
– ¿Tú juegas al bridge?
– Aprenderé.
– Pensaba que estabas enfadado.
Suspiró.
– No.
La boca de Christa era severa. Su mirada, resuelta, casi desafiante.
– Espero que no. -Era evidente que había pasado algún tiempo, dondequiera que hubiese ido antes, preparándose para responder al enfado de Weisz con el suyo, y no estaba del todo dispuesta a darse por vencida-. ¿Prefieres que me vaya?
– Christa.
– ¿Lo prefieres?
– No. Quiero que te quedes. Por favor.
Se sentó en el borde de una chaise longue que se hallaba en un rincón.
– Te pedí que nos ayudaras porque estabas aquí. Y porque pensé que lo harías. Que querrías hacerlo.
– Es verdad. He echado una ojeada a los papeles y son importantes.
– Y sospecho, cariño, que tú no eres ningún angelito en París.
Él rompió a reír.
– Bueno, igual un ángel caído, pero París no es Berlín, todavía no, y no hablo de ello porque es mejor no hacerlo. ¿No te parece?
– Sí, supongo que sí.
– Es lo mejor, créeme.
Ella se relajó; una nube cruzó su rostro y meneó la cabeza. «Qué mundo éste.»
Él entendió el gesto.
– A mí me pasa lo mismo, cariño -dijo en alemán, a excepción de la última palabra: «carissima».