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– ¿Qué te pareció mi amigo?

Weisz hizo una pausa y repuso:

– Un idealista, sin duda.

– Un santo.

– Casi. Lleva a cabo aquello en lo que cree.

– Sólo los mejores pasan a la acción, aquí, en esta monstruosidad.

– Me preocupa, las vidas de los santos por lo general acaban en martirio. Y tú me preocupas más, Christa.

– Sí -contestó ella-. Lo sé. -Y añadió con suavidad-: A mí me ocurre lo mismo. Tú me preocupas más.

– Y creo que debería mencionar que las habitaciones de hotel donde se hospedan periodistas a veces son… -Ahuecó la mano tras la oreja-. ¿No?

Aquello la turbó un tanto.

– No había pensado en ello -replicó.

– Ni yo, en un primer momento.

Guardaron silencio un rato. Ninguno de los dos consultó el reloj, pero Christa dijo:

– Pase lo que pase en esta habitación, hace mucho calor.

Se puso en pie y se quitó la chaqueta y la falda, luego la blusa, las medias y el liguero; lo dobló todo y lo dejó encima de la chaise longue. Por lo general llevaba ropa interior de algodón cara, blanca o color marfil, y suave al tacto, pero esa noche lucía seda color ciruela, el sostén con puntilla y las braguitas de cintura baja, pierna subida y ceñidas, un estilo llamado, según le dijo Véronique en su día, corte francés. Él sospechaba que el conjunto era nuevo y lo había comprado para él, tal vez esa tarde.

– Muy tentador -elogió, en los ojos una mirada especial.

– ¿Te gusta? -Se volvió a un lado y a otro.

– Mucho.

Fue hasta la mesa, abrió el bolso y sacó un cigarrillo. Su caminar era el de siempre, como ella, calmo y directo, sólo una forma de trasladarse de un lado a otro, pero, así y todo, las braguitas color ciruela cambiaban la cosa, y quizá en ese instante tardara un poco más en ir de un lado a otro. Cuando volvió a la chaise longue, Weisz dejó la silla y, cenicero en mano, se acomodó en la cama.

– Ven a sentarte conmigo -pidió.

– Prefiero quedarme aquí -repuso ella-. Este mueble invita a la languidez. -Se recostó, cruzó los pies, se agarró un codo con una mano mientras la otra, con el cigarrillo, se le quedó a la altura de la oreja: la pose de una sirena de película-. ¿Qué te parece si vienes tú? -añadió con una voz y una sonrisa acordes con la pose.

Al día siguiente, 13 de marzo, la situación en Checoslovaquia empeoró. Llamaron al padre Tiso a Berlín para que se reuniera personalmente con Hitler y, antes de las doce, Eslovaquia se disponía a declarar su independencia. Así pues la nación, creada en Versalles y disgregada en Munich, apuraba sus últimas horas. En la oficina de Reuters Carlo Weisz estaba muy ocupado: los teléfonos no paraban de sonar y el pitido del teletipo no dejaba de anunciar comunicados de los ministerios del Reich. Una vez más, Europa central estaba a punto de explotar.

En medio de todo ello Gerda, con cierta ternura cómplice, anunció:

– Herr Weisz, es Fräulein Schmidt.

La conversación con Christa tuvo otro cariz, estuvo ensombrecida por la separación. El domingo, día diecisiete, era el último día de Weisz en Berlín. Eric Wolf estaría de vuelta en la oficina el lunes, y a él lo esperaban en París, lo cual significaba que el viernes quince sería el último día que pasarían juntos.

– Puedo verte esta tarde -propuso ella-. Mañana no puedo, y el viernes no sé, no quiero pensar en ello, quizá podamos vernos, pero no quiero, no quiero decirte adiós. ¿Carlo? ¿Hola? ¿Estás ahí?

– Sí. Las líneas llevan mal todo el día -aclaró. Y añadió-: Nos veremos a las cuatro, ¿puedes a las cuatro?

Ella contestó afirmativamente.

Weisz salió del despacho a las tres y media. Fuera, la sombra de la guerra se cernía sobre la ciudad: la gente caminaba deprisa, el rostro reservado, la mirada baja, mientras los coches del Estado Mayor de la Wehrmacht pasaban a toda velocidad y Grosser Mercedes con banderines ondeantes en el parachoques delantero se alineaban a la puerta del Adlon. Al pasar junto a los corrillos de huéspedes que se habían formado en el vestíbulo, volvió a oír la palabra dos veces. Y, a los pocos minutos, la sombra se hallaba en su habitación.

– Esto se nos viene encima -dijo Christa.

– Eso creo. -Estaban sentados en el borde de la cama-. Christa.

– ¿Sí?

– Cuando me vaya el domingo quiero que vengas conmigo. Coge lo que puedas, tráete a los perros, en París hay perros, y reúnete conmigo en el expreso de las 22:40, en el andén, junto a los coches cama de primera. -No puedo -rehusó ella-. Ahora no. No puedo marcharme. -Echó un vistazo a la habitación como si hubiera alguien escondido allí, como si hubiera algo que ella pudiera ver-. No es por Von Schirren -explicó-. Son mis amigos, no puedo abandonarlos. -Sus ojos se clavaron en los de él, asegurándose de que la entendía-. Me necesitan.

Weisz titubeó y repuso:

– Perdóname, Christa, pero lo que haces, lo que hacéis tú y tus amigos, ¿realmente cambiará algo?

– Quién sabe? Pero lo que sí sé es que si no hago algo seré yo quien cambie.

Él empezó a rebatir su justificación, pero se dio cuenta de que daba igual, de que no había modo de convencerla. Cuanto más acechara el peligro, comprendió, menos escaparía ella de él.

– Vale -admitió, dándose por vencido-, nos veremos el viernes.

– Sí -convino ella-, pero no para decirnos adiós, sino para hacer planes, porque iré a París, si tú quieres. Tal vez dentro de unos meses, sólo es cuestión de tiempo. Esto no puede seguir así.

Weisz asintió. Sí. No podía.

– No me gusta decir esto, pero si por algún motivo no estoy aquí el viernes, pásate por recepción. Te dejaré una carta.

– ¿Crees que no estarás?

– Es posible. Si sucede algo importante, puede que me envíen Dios sabe dónde.

No había más que decir. Ella se apoyó en él, le cogió la mano y la apretó.

La mañana del día catorce la temperatura bajó a diez grados y comenzó a nevar. Era una fuerte nevada primaveral, densa y pesada. Quizá eso cambiara las cosas, quizá calmara los ánimos de una ciudad apagada y silente. Los teléfonos sólo sonaban de vez en cuando -eran informadores que propalaban un mismo rumor: los diplomáticos apaciguarían la crisis-, y el teletipo había enmudecido. De la oficina londinense llegaban cables exigiendo noticias, pero las únicas noticias estaban en Londres, donde, a última hora de la mañana, Chamberlain había hecho una declaración: cuando Gran Bretaña y Francia se comprometieron a proteger Checoslovaquia de las agresiones, se referían a las agresiones militares, y esa crisis era diplomática. Weisz regresó al hotel después de las siete, cansado y solo.

A las cuatro y media de la mañana sonó el teléfono.

Weisz se levantó de la cama, se acercó a la mesa tambaleándose y cogió el auricular.

– ¿Sí?

La conexión era horrible. Entre el chisporroteo de las interferencias, la voz de Delahanty se oía lo justo.

– Hola, Carlo, soy yo. ¿Qué tal todo ahí?

– Está nevando, con ganas.

– Ya puedes ir haciendo la maleta, muchacho. Nos hemos enterado de que las tropas alemanas están saliendo de sus cuarteles en los Sudetes, lo que quiere decir que Hitler ya no tiene nada más que hablar con los checos y que tú te subes al primer tren que salga para Praga. Nuestro hombre en la oficina de Praga ha ido a Eslovaquia (la Eslovaquia independiente, esta mañana), donde han cerrado la frontera. Tengo delante un horario y hay un tren a las 5:25. Hemos enviado un cable a la oficina de Praga, te esperan, y tienes reservada una habitación en el Zlata Husa. ¿Necesitas algo más?

– No, salgo para allá.

– Llama o manda un cable cuando llegues.

Weisz entró en el cuarto de baño, abrió el grifo del agua fría y se lavó la cara. ¿Cómo sabía Delahanty en París lo de los movimientos de tropas? Bueno, tenía sus fuentes. Muy buenas fuentes. Fuentes oscuras, tal vez. Weisz hizo el equipaje deprisa, encendió un cigarrillo y, después, del bolsillo del abrigo, sacó el listado que le había dado el amigo de Christa, se paró a pensar un instante y rebuscó en el maletín hasta dar con un comunicado de prensa de doce páginas: «Producción de acero en el valle del Sarre, 1936-1939», retiró la grapa con sumo cuidado, insertó la lista de nombres entre las páginas diez y once, volvió a poner la grapa e introdujo el documento modificado en medio de un montón de papeles similares. A no ser que llamara a un sastre de confianza, a las cuatro de la mañana, para que le hiciera un falso bolsillo, eso era lo mejor que podía hacer.