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A continuación, en una hoja de papel del Adlon, escribió: «Amor mío, me han enviado a Praga, y es probable que cuando termine vuelva a París. Te escribiré desde allí, te esperaré allí. Te quiero, Carlo.»

Metió la carta en un sobre dirigido a Frau Von S., lo cerró y lo dejó en recepción cuando se fue.

En el expreso de las 5:25, Berlín-Dresde-Praga, Weisz coincidió con otros dos periodistas en un compartimento de primera clase: Simard, una pequeña comadreja muy bien vestida de Havas, la agencia de noticias francesa, e Ian Hamilton, con un sombrero de piel con orejeras, del Times de Londres.

– Supongo que habéis oído lo mismo que yo -dijo Weisz mientras dejaba la maleta sobre la rejilla.

– Esos pobres hijos de puta no han tenido suerte -contestó Hamilton-. Ahora Adolf les va a echar el guante.

Simard se encogió de hombros.

– Sí, pobres checos, pero siempre podrán agradecérselo a París y a Londres.

Se acomodaron para el viaje de cuatro horas por lo menos, tal vez más con la nieve. Simard se quedó dormido y Hamilton se puso a leer el Deutsche Allgemeine Zeitung.

– Hay un artículo sobre Italia -le dijo a Weisz-. ¿Lo has visto?

– No. ¿De qué va?

– De la situación de la política italiana, la lucha contra las fuerzas antifascistas. Todas ellas influidas por los bolcheviques, o eso quieren que creas.

Weisz se encogió de hombros. Vaya una novedad.

Hamilton le echó un vistazo a la página y leyó:

– «… frustrado por las patrióticas fuerzas de la OVRA…» Dime, Weisz, ¿qué significa? Aparece de vez en cuando, pero sólo suelen usar las iniciales.

– Dicen que significa Operazione di Vigilanza per la Repressione dell' Antifascismo, que sería la organización de vigilancia para la represión del antifascismo. Pero hay otra versión: he oído que procede de una nota que escribió Mussolini en la que decía que quería una organización policial de ámbito nacional cuyos tentáculos se introdujeran en la vida italiana como una piovra, que es un mítico pulpo gigante. Pero mecanografiaron mal la palabra y escribieron ovra, y a Mussolini le gustó cómo sonaba, pensó que era aterradora, y OVRA pasó a ser el nombre oficial.

– ¿En serio? -repuso Hamilton-. Es bueno saberlo. -Sacó libreta y lápiz y anotó la historia-. ¡Cuidado, que viene la piovra!

Weisz esbozó una agria sonrisa.

– No tiene tanta gracia en la vida real -espetó.

– No, supongo que no. De todas formas cuesta tomarse a ese fulano en serio.

– Lo sé -reconoció Weisz.

Mussolini el Bufón, una opinión compartida por muchos, pero lo que había hecho no era nada divertido.

Hamilton dejó el periódico alemán.

– ¿Quieres echarle un vistazo?

– No, gracias.

Hamilton metió una mano en su maleta y sacó un libro, El sueño eterno, de Raymond Chandler, que abrió por una página con la esquina doblada.

– Es la mejor para los viajes en tren -comentó.

Weisz se puso a mirar por la ventana, hipnotizado con la nieve, pensando sobre todo en Christa, en que iría a París. Luego cogió la novela de Malraux y comenzó a leer, pero a las tres o cuatro páginas se durmió.

Lo despertó la voz de Hamilton.

– Vaya, vaya -dijo-, mirad a quién tenemos aquí.

Las vías férreas, que seguían el río Elba, ahora discurrían paralelas a la carretera, donde, apenas visible a través de la copiosa nevada, una columna de la Wehrmacht avanzaba hacia el sur, hacia Praga. Camiones llenos de soldados de infantería apiñados bajo las lonas, motocicletas que patinaban, ambulancias, algún que otro coche del Estado Mayor. Los tres periodistas estuvieron observando en silencio y después, al cabo de unos minutos, trabaron conversación. Pero la columna no tenía fin y, una hora después, cuando las vías cruzaron al otro lado del río, aún se desplazaba con lentitud por la carretera cubierta de nieve. En la siguiente estación el expreso entró en un apartadero para dejar paso a un tren militar. Tirado por dos locomotoras, ante ellos desfiló un sinfín de vagones plataforma con piezas de artillería y carros de combate, sus largos cañones sobresaliendo por debajo de las lonas afianzadas.

– Igual que la dernière -observó Simard: «la última», como la llamaban los franceses.

– Y la siguiente -apuntó Hamilton-. Y la que venga después.

«Y la de España», pensó Weisz. Y él volvería a escribir sobre ella. Se quedó mirando el convoy hasta que finalizó, con un furgón de cola en cuyo techo había una ametralladora; la protectora barrera de sacos terreros y los cascos de los soldados estaban blancos por la nieve.

En la siguiente parada prevista, la localidad checa de Kralupy, el tren permaneció en la estación largo tiempo, la locomotora dando resoplidos de vapor de vez en cuando. Cuando Hamilton se levantó para «ver qué pasa», el revisor de primera apareció en la puerta de su compartimento.

– Caballeros, les pido disculpas, pero el tren no puede continuar.

– ¿Por qué no? -quiso saber Weisz.

– No hemos sido informados -contestó el revisor-. Lamentamos causarles molestias, caballeros, tal vez más tarde podamos reanudar la marcha.

– ¿Es por la nieve? -terció Hamilton.

– Se lo ruego -replicó el revisor-. Lamentamos seriamente causarles molestias.

– Muy bien -dijo Hamilton tomándoselo con filosofía-, pues al carajo. -Se puso en pie y bajó su maleta de un tirón de la rejilla-. ¿Dónde está la maldita Praga?

– A unos treinta kilómetros de aquí -informó Weisz.

Se bajaron del tren y echaron a andar con dificultad por el andén, rumbo a la cafetería de la estación, situada al otro lado de la calle. Allí el dueño llamó por teléfono y, veinte minutos más tarde, se presentaron el taxi de Kralupy y el hosco gigante que lo conducía.

– ¡Praga! -exclamó-. ¿Praga?

¿Cómo se atrevían a apartarlo de la chimenea y del hogar con semejante tiempo?

Weisz empezó a retirar marcos del Reich del fajo que tenía en el bolsillo.

– Yo también pongo -ofreció Hamilton en voz queda, leyendo los ojos del conductor.

– Yo sólo puedo ayudar un poco -dijo Simard-. En Havas…

Weisz y Hamilton le restaron importancia al hecho con la mano. Les daba igual, pertenecían a una clase de viajeros que se valía tradicionalmente de carros de bueyes o elefantes o palanquines con porteadores indígenas, el sobreprecio del taxi de Kralupy apenas merecía comentario.

El vehículo era un Tatra con una parte trasera que describía una larga curva descendente, la carrocería bulbosa y un faro de más, como el ojo de un cíclope, entre los dos de costumbre. Weisz y Simard se sentaron en el amplio asiento posterior, mientras que Hamilton se acomodó junto al taxista, que no paraba de refunfuñar mientras amusgaba los ojos debido a la nieve y empujaba el volante a medida que se abrían paso derrapando entre los ventisqueros más altos. Lo de empujar el volante debía deberse a que en su opinión el motor no era fundamental para la locomoción. Los invasores alemanes habían cerrado la carretera de Praga, así como la vía férrea. En un momento dado tropezaron con un control militar alemán y un soldado mandó parar al taxi. Eran dos motocicletas con sidecar que bloqueaban el camino. Sin embargo un resuelto despliegue de carnets de prensa rojos surtió efecto, y les indicaron que podían seguir con un saludo informal con el brazo estirado y un afable: «Heil Hitler