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«No -pensó ella-, él no haría eso.» Algo pasaba.

En Praga Weisz escribió el cable en mayúsculas. «Hoy la vetusta ciudad de Praga ha sido ocupada por los alemanes y la resistencia ha dado comienzo en el casco antiguo, dos estudiantes…»

La contestación que recibió rezaba: «buen trabajo envía más delahanty fin.» 18 de marzo, cerca de la localidad de Tarbes, suroeste de Francia.

A última hora de la mañana S. Kolb escudriñaba un paisaje árido, rocas y maleza, y se enjugaba las gotas de sudor de la frente. El hombre del que un día aseguraron que tenía «los huevos de un gorila» estaba sentado tieso como un palo, paralizado de miedo. Sí, podía vivir una vida clandestina, perseguido por la policía y los agentes secretos, y sí, podía sobrevivir entre las viviendas y los callejones de ciudades peligrosas, pero ahora realizaba una tarea que le infundía pavor: conducía un automóvil.

Peor, un automóvil precioso, de lujo, alquilado en un taller de las afueras de Tarbes. «Es mucho dinero», le dijo el garagiste con voz melancólica, una mano apoyada en el bruñido capó del coche. «He de aceptar. Pero, monsieur, yo suplico mucho cuidado, por favor.»

Kolb lo intentaba. Cual rayo, iba a treinta kilómetros por hora, las manos blancas sobre el volante. Un movimiento inconsciente de su pie cansado, y se oyó un horrible rugido al que siguió un vertiginoso acelerón. De pronto, detrás, un claxon atronador. Kolb echó un vistazo por el retrovisor, cuyo espejo llenaba un coche gigantesco. Cerca, más cerca, la parrilla cromada del radiador lo miraba con malicia. Kolb pegó un volantazo y pisó a fondo el freno, deteniéndose en el arcén en un extraño ángulo. Cuando el torturador lo adelantó a toda pastilla, hizo sonar el claxon por segunda vez. «¡Aprende a conducir, tortuga!»

Una hora más tarde Kolb encontró el pueblo al sur de Toulouse. A partir de allí necesitaba instrucciones. Le habían dicho que el escurridizo coronel Ferrara había pasado a Francia escabulléndose por la frontera española, donde, al igual que a otros miles de refugiados, lo habían internado. A los franceses les desagradaba lo de «campo de concentración», así que, para ellos, un recinto vigilado y rodeado de alambradas era un «centro de reunión». Y así lo llamó Kolb, primero en la boulangerie del pueblo. No, no habían oído hablar de ese lugar. ¿No? Bueno, de todas formas tomaría una de aquellas estupendas baguettes. Mmm, mejor dos; no, tres. Después entró en la crémerie: una tajada de ese queso duro de color amarillo, s'il vous plaît. Y ese redondo, ¿de cabra? No, de oveja. Que se lo pusiera también. Ah, por cierto… Pero, en respuesta, sólo unos elocuentes hombros encogidos: por allí no había de eso. En el ultramarino, después de comprar dos botellas de vino tinto que salió del pitorro de una cuba de madera, lo mismo. Finalmente, en el tabac, la mujer de detrás del mostrador desvió la mirada y meneó la cabeza, pero cuando Kolb salió, una muchacha, probablemente la hija, fue tras él y le dibujó un plano en un papel. De regreso al coche, Kolb oyó el inicio de una buena pelea familiar en la tienda.

En marcha de nuevo, Kolb intentó seguir el plano. Pero no había carreteras, eso eran caminos de tierra entre matojos. ¿Sería el de la izquierda? No, finalizaba de repente en una pared de roca. Así que a retroceder. El coche se quejaba lastimeramente, las piedras destrozando los bonitos neumáticos. Al cabo, tras una hora espantosa, dio con él. Alambrada alta, centinelas senegaleses, docenas de hombres arrastrando los pies lentamente hasta la cerca para ver quién llegaba en el imponente automóvil.

Tras intercambiar unas palabras, Kolb cruzó la puerta y encontró a un oficial en una oficina, con la nariz cárdena de los borrachos y los ojos inyectados en sangre, que lo miraba con hostilidad y recelo desde el otro lado de una mesa improvisada con tablones. El oficial consultó una manoseada lista escrita a máquina y finalmente dijo sí, tenemos a ese individuo aquí, ¿qué quiere de él? «El SSI tiene mérito», pensó Kolb. Alguien se había adentrado en las catacumbas de la burocracia francesa y se las había arreglado, milagrosamente, para hallar justo el hueso que él necesitaba.

Una tragedia familiar, explicó Kolb. El hermano de su mujer, ese soñador imprudente, se había ido a España a luchar y ahora se hallaba internado. ¿Qué se podía hacer? Al pobre diablo se le necesitaba en Italia para llevar el negocio de la familia, un negocio próspero, una bodega en Nápoles. Y, lo que era aún peor, la mujer estaba embarazada y desnutrida. ¡Cuánto lo necesitaba ella! ¡Todos! Naturalmente estaban los gastos, eso se sobreentendía: habría que abonar el alojamiento, la manutención y los cuidados, tan generosamente provistos por la administración del campo. Ellos se encargarían de hacerlo. Surgió un abultado sobre que acabó en la mesa. Los ojos inyectados en sangre se desorbitaron, y el sobre se abrió, revelando un grueso fajo de billetes de cien francos. Kolb, haciendo gala de toda la timidez de que fue capaz, dijo que esperaba que fuera bastante.

Cuando el sobre desapareció en un bolsillo, el oficial preguntó: «¿Quiere que lo traigan aquí?» Kolb repuso que prefería ir él mismo en su busca, de manera que llamaron a un sargento. Les llevó un buen rato dar con Ferrara. El campo se extendía interminablemente por un pedregal arcilloso a merced de un viento cortante. No se veía a ninguna mujer, a todas luces las retenían en otra parte. Había prisioneros de todas las edades, las mejillas hundidas, obviamente mal alimentados, sin afeitar, la ropa hecha jirones. Algunos llevaban mantas para protegerse del frío, otros formaban grupos, los de más allá jugaban a las cartas en el suelo, utilizando tiras de papel de periódico marcadas con lápiz. Detrás de uno de los barracones, una red floja atada a dos postes y colgada a medio camino del suelo. Quizá tuvieran un balón y jugaran al voleibol meses atrás, cuando llegaron aquí, pensó Kolb.

Al pasar entre los grupos de internados Kolb oyó sobre todo español, pero también alemán, serbocroata y húngaro. De vez en cuando uno de los hombres le pedía un cigarrillo, y Kolb repartía lo que había comprado en el tabac, después se limitó a enseñar las manos abiertas: «Lo siento, no me quedan.» El sargento era insistente. «¿Habéis visto a un hombre llamado Ferrara? ¿Italiano?» De ese modo acabaron encontrándolo, sentado con un amigo, apoyado en la pared de un barracón. Kolb le dio las gracias al sargento, que respondió con el saludo militar y volvió a la oficina.

Ferrara iba vestido de civiclass="underline" una chaqueta sucia y pantalones con los bajos deshilachados, el cabello y la barba como si se los hubiera cortado él mismo. Sin embargo se veía que era alguien, destacaba entre la multitud: cicatriz curva, pómulos pronunciados, ojos de halcón. A Kolb le habían dicho que siempre llevaba guantes negros, pero Ferrara tenía las manos desnudas, la izquierda desfigurada por la piel arrugada, rosada y brillante, de una quemadura mal curada.

– Coronel Ferrara -dijo Kolb, y acto seguido le dio los buenos días en francés.

Ambos hombres se lo quedaron mirando, luego Ferrara repuso:

– ¿Y usted es? -Su francés era muy lento, pero correcto.

– Me llaman Kolb.