Ferrara esperó a saber más. ¿Y?
– Me preguntaba si podríamos hablar un momento. Los dos, a solas.
Ferrara le dijo algo a su amigo en un italiano apresurado y se puso en pie. Echaron a andar juntos, pasando ante corrillos de hombres que miraban a Kolb y luego apartaban la cara. Una vez solos, Ferrara se volvió, encarándose con el otro, y le dijo:
– En primer lugar, monsieur Kolb, dígame quién lo envía.
– Amigos suyos, de París.
– No tengo amigos en París.
– Carlo Weisz, el periodista de Reuters, se considera amigo suyo.
Ferrara se paró a pensar un rato.
Bueno, tal vez -admitió.
– He organizado su liberación -contó Kolb-. Puede volver a París conmigo si lo desea.
– ¿Trabaja para Reuters?
– A veces. Mi trabajo consiste en encontrar personas.
– Un agente secreto.
– Algo así.
Al poco Ferrara contestó:
– París. -Y añadió-: Quizá vía Italia. -Su sonrisa era fría como el hielo.
– No, no es eso -le aseguró Kolb-. De ser así aquí habría tres o cuatro de los nuestros, y sólo estoy yo. De aquí iremos a Tarbes, y luego a París en tren. Tengo un coche esperando a la puerta, puede conducir usted si quiere.
– Ha dicho «organizado», ¿a qué se refería?
– Dinero, coronel.
– ¿Lo paga Reuters?
– No, Weisz y sus amigos. Los emigrados.
– ¿Por qué iban a hacerlo?
– Por cuestiones políticas. Quieren contar su historia, quieren que sea usted un héroe que plante cara a los fascistas.
Ferrara no se rió, pero sí se paró y miró a Kolb a los ojos.
– No es broma, ¿verdad?
– No. Y ellos tampoco bromean. Le han conseguido un sitio donde quedarse en París. ¿Qué documentos tiene?
– Un pasaporte italiano -repuso Ferrara, en la voz aún un deje de ironía.
– Bien. Pues entonces vámonos, estas cosas salen mejor si uno se mueve deprisa.
Ferrara meneó la cabeza. Un repentino giro de la fortuna, sí, pero ¿qué clase de fortuna? ¿Debía quedarse? ¿Irse? Finalmente decidió:
– De acuerdo, sí, ¿por qué no?
Mientras regresaban a los barracones, Ferrara se volvió y le hizo señas a su amigo, que había estado siguiéndolos, y ambos hombres estuvieron hablando algún tiempo, el amigo clavando los ojos en Kolb como para memorizarlo. Ferrara, en italiano atropellado, mencionó el nombre de Kolb, y su amigo lo repitió. Luego Ferrara entró en el barracón y salió con un fardo de ropa atado con una cuerda.
– Hace mucho que no puedo ponérmela -comentó-, pero me sirve de almohada.
Cuando llegaron al coche, Kolb le ofreció la comida que había comprado. Ferrara la cogió casi toda, salvo medio pan, y dijo:
– Sólo será un minuto. -Y volvió a cruzar la puerta del campo.
Al final terminó conduciendo Ferrara, después de hacerse una idea de la habilidad de Kolb al volante, de manera que sólo tardaron veinte minutos en llegar al pueblo y luego, una hora después, dejaron el coche en el taller y tomaron un taxi a Tarbes. Cerca de la estación encontraron una tienda de ropa para caballero donde Ferrara escogió un traje, una camisa, ropa interior, todo excepto zapatos, pues sus botas militares habían sobrevivido dignamente en el campo. Lo pagó todo Kolb. Mientras Ferrara se cambiaba en la trastienda el dueño dijo:
– Estaba en el campo, supongo, a menudo vienen aquí, si tienen la suerte de salir. -Y al momento agregó-: Una vergüenza para Francia.
Por la tarde se encontraban en el tren camino de París. Con la luz postrera del día, el árido sur fue dando paso lentamente a manchas de nieve en campos arados, a las suaves ondulaciones de la región del Lemosín: árboles desmochados bordeaban caminitos serpenteantes que se perdían en la distancia. «Qué sugerentes», pensó Kolb. Hablaban de cuando en cuando de los tiempos en que vivían. Ferrara le contó que había aprendido francés en el campo, para pasar las horas muertas y con la mira puesta en su nueva vida de emigrado, si es que el gobierno le permitía quedarse. Había estado en París una vez, hacía años, pero Kolb percibió en su voz que la recordaba y que ahora, para él, equivalía a un refugio. En ocasiones sospechaba de Kolb, pero era normaclass="underline" de algún modo, su trabajo flotaba en el aire, se palpaba la sombra de su vida secreta, se notaba.
– ¿De verdad lo envían los, cómo decirlo, lo que llamamos los fuorusciti? -preguntó Ferrara. Lo cual quería decir, y a ambos les llevó unos minutos encontrar las palabras, los que han huido, como preferían denominarse los emigrados italianos.
– Sí. Lo saben todo de usted, naturalmente. -Seguro que sí, al menos eso era verdad, aunque todo lo demás era mentira pura y dura-. Y eso es lo que quieren, su historia.
«Por lo menos eso es lo que queremos nosotros. Pero no nos preocupemos por esas cosas», pensó Kolb, ya tendrían tiempo de sobra para la verdad. Era mejor contemplar sin más los invernales valles, con sus colores desvaídos, a medida que iban quedando atrás al ritmo de las ruedas del tren.
Cuando llegaron a París despuntaba el nuevo día, vetas de luz roja. Las barrenderas, ancianas en su mayor parte, se afanaban con escobas de ramas y vehículos con agua. En la Gare de Lyon, Kolb encontró un taxi que los llevó al sexto distrito y al Hotel Tournon, en la calle del mismo nombre.
Lo más probable es que el SSI se hubiera pensado mucho dónde hospedar a Ferrara, sospechaba Kolb. ¿En unas habitaciones magníficas? ¿Había que intimidar a ese peón? ¿Aturdido a base de lujo? Con la guerra que se avecinaba, el Exchequer tal vez hubiese abierto la mano un tanto, pero el Servicio Secreto de Inteligencia se había pasado los años treinta muerto de hambre, y medían el dinero con cuentagotas. El único que abría el grifo de verdad era Hitler y, bueno, aunque se había hecho con Checoslovaquia, no era para tanto. Así que el Hotel Tournon: «Consíguele una habitación discreta, Harry, nada ostentoso.» Y el barrio también era bastante conveniente para sus fines, ya que el Peón Dos vivía allí y podría ir andando al trabajo que le estaba destinado. «Pónselo fácil, tenlos contentos a los dos. La vida funciona así.»
Con todo, el SSI rico o pobre, a la recepcionista de noche la habían untado bien. Se levantó del sofá del vestíbulo cuando Kolb aporreó la puerta y los recibió con una espantosa bata de andar por casa, el cabello castaño rojizo revuelto y un sobrecogedor aliento.
– Ah, mais oui. Le nouveau monsieur pour la numéro huit.
Sí, ése era el nuevo inquilino de la número ocho, qué amigos tan generosos, seguro que él también lo sería.
Tras salvar unas crujientes escaleras de madera llegaron a una habitación espaciosa con una ventana alta. Ferrara se paseó por el cuarto, se sentó en la cama y abrió los postigos para ver el tranquilo patio. No estaba mal, nada mal. Desde luego no era un cuarto minúsculo en el piso de algún fuorusciti, ni tampoco un hotel barato lleno de refugiados italianos.
– ¿Y los emigrados pagan esto? -preguntó Ferrara con evidente escepticismo.
Kolb se encogió de hombros y esbozó la más angelical de las sonrisas. «Que todos tus secuestros sean tan dulces, corderito.»
– ¿Le gusta? -quiso saber Kolb.
– Pues claro que me gusta. -Ferrara omitió lo demás.
– Me alegro -contestó Kolb, que no era manco callándose cosas.
Ferrara colgó la chaqueta en una percha del armario y se sacó de los bolsillos el pasaporte, unos papeles y una fotografía en color sepia de su mujer y sus tres hijos con un marco de cartón. En su día la habían doblado y la foto se había roto por una esquina de arriba.
– ¿Su familia?
– Sí -replicó Ferrara-. Pero sus vidas siguen un camino muy distinto del mío. Hace más de dos años que no los veo. -Metió el pasaporte en el cajón de abajo del armario, cerró la puerta y colocó la fotografía en el alféizar interior de la ventana-. Es lo que hay -añadió.