– Dárselo a alguien que pueda utilizarlo.
– ¿Los franceses? ¿Los británicos? ¿Ambos? ¿Se lo entregamos a un diplomático?
– No hagas eso.
– ¿Por qué no?
– Porque volverán dentro de una semana pidiendo más. Y no lo pedirán por favor.
– Entonces por correo. Enviarlo al ministerio de Asuntos Exteriores francés y a la embajada británica. Que traten ellos con la OVRA.
– Yo me encargo -prometió Salamone, deslizando la lista hacia su lado de la mesa.
Weisz se la quitó.
– No, yo soy el responsable, lo haré yo. ¿Te parece que la vuelva a pasar a máquina?
– Entonces llegarán hasta tu máquina de escribir -razonó Salamone-. Pueden averiguar esa clase de cosas. En las novelas policíacas pueden, y yo creo que es cierto.
– Pero sino, darán con la máquina del tipo del parque. Y si lo descubren…
– Pues entonces hazte con otra máquina de escribir.
Weisz sonrió.
– Creo que este juego se llama la patata caliente. ¿De dónde demonios voy a sacar otra máquina de escribir?
– Comprándola. En Clignancourt, en el mercadillo. Luego deshazte de ella. Empéñala, tírala por la ventana o déjala en la calle. Y hazlo antes de entregarle la lista a un correo.
Weisz dobló la lista y la introdujo de nuevo en el sobre.
Esa tarde, a las ocho, Weisz salió a la caza de la cena. ¿Mère no sé qué? ¿Chez no sé cuántos? Había leído Le Journal de ese día, de modo que paró en un quiosco a comprar un Petit Parisien para que le hiciera compañía mientras cenaba. Era un periodicucho horrible, pero él lo disfrutaba a escondidas, todos esos amoríos y esa ostentación de alto copete de alguna manera pegaba con la cena, sobre todo si uno cenaba solo.
Caminando bajo la lluvia, se metió por una bocacalle y se topó con un pequeño establecimiento llamado Henri. La ventana estaba bastante empañada, pero pudo ver un suelo de baldosas blancas y negras, comensales en la mayoría de las mesas y una pizarra con el menú de esa noche. Cuando entró, el dueño, corpulento y rubicundo, como no podía ser de otra manera, fue a saludarlo, limpiándose las manos en el delantal. ¿Cubierto para uno, monsieur? Sí, por favor. Weisz colgó la gabardina y el sombrero en el perchero que había junto a la puerta. En los restaurantes muy llenos, con mal tiempo, el trasto acababa cargado hasta los topes y, sin ningún género de duda, volcaba al menos una vez durante la velada, cosa que siempre hacía reír a Weisz.
Lo que Henri ofrecía esa noche era un buen plato de puerros al vapor seguido de rognons de veau, riñones de ternera, salteados con champiñones y un montón de crujientes pommes frites. Leyendo el periódico, poniéndose al día de los prodigiosos líos de faldas de un cantante de café-concert, Weisz se terminó casi toda la frasca de tinto, luego rebañó la salsa de los riñones con un pedazo de pan y a continuación decidió tomar el queso, un vacherin.
Estaba sentado en un rincón y, cuando se abrió la puerta, miró de soslayo. El hombre que entró se quitó el sombrero y el abrigo y encontró un gancho libre en el perchero. Era un tipo tirando a gordo, bonachón, una pipa entre los dientes y un chaleco bajo la chaqueta. Echó un vistazo en derredor y, justo cuando Henri se le acercó, divisó a Weisz.
– Vaya, hola -saludó-. El señor Carlo Weisz, menuda suerte.
– Señor Brown. Buenas noches.
– No le importará que me siente con usted, ¿verdad? ¿Está esperando a alguien?
– No, a decir verdad casi he terminado.
– Odio comer solo.
Henri, limpiándose las manos en el delantal, parecía que no siguiera la conversación, pero cuando el señor Brown dio un paso hacia la mesa de Weisz sonrió y retiró una silla.
– Muchas gracias -se lo agradeció Brown. Se acomodó y se puso las gafas para leer la pizarra-. ¿Qué tal la comida?
– Muy buena.
– Riñones -constató-. Estupendo. -Pidió y luego dijo-: Lo cierto es que tenía pensado ponerme en contacto con usted.
– ¿Ah, sí? Y ¿por qué?
– Un pequeño proyecto, algo que podría interesarle.
– ¿De veras? Le dedico a Reuters casi todo mi tiempo.
– Sí, lo imagino. De todas formas esto se sale un poco de lo habitual y supone una oportunidad para, en fin, cambiar las cosas.
– ¿Cambiar las cosas?
– Eso es. Últimamente, en Europa no pinta bien la cosa, con Hitler y Mussolini…, creo que sabe a qué me refiero. Bueno, yo vivo mi vida diaria, pero uno quiere hacer algo más, y me relaciono con un puñado de amigos de igual parecer y, de vez en cuando, intentamos hacer algo que merezca la pena. El grupo es muy informal, entiéndame, pero contribuimos con algunas libras y utilizamos nuestros contactos de negocios y, nunca se sabe, tal vez, como le he dicho, puedan cambiarse las cosas.
Un camarero trajo una frasca de vino y un cestillo de pan. El señor Brown dejó escapar un «Mmm» a modo de gracias, se sirvió un vaso de vino, le dio un sorbo y observó:
– Bueno. Muy bueno, sea lo que sea. Nunca te lo dicen, ¿verdad? -Bebió otro trago, partió un panecillo en dos y comió-. Veamos -añadió-, ¿por dónde iba? Ah, sí, nuestro pequeño proyecto. A decir verdad comenzó la noche que tomamos aquellas copas en el bar del Ritz, con Geoffrey Sparrow y su amiga, ¿se acuerda?
– Sí, claro que me acuerdo -respondió Weisz con cautela, temeroso de lo que pudiera venir a continuación.
– Bueno, me dio que pensar, ¿sabe? Se me presentó la oportunidad de hacer algo por el lamentable mundo de ahí fuera. Así que le pedí a un amigo que hiciera unas averiguaciones y, por pura casualidad, dimos con ese coronel Ferrara sobre el que usted escribió. Pobre diablo, su unidad se retiró a Barcelona, donde tuvieron que deshacerse de los uniformes y huir, por los Pirineos, de noche, lo cual es realmente peligroso, como usted bien sabe. Una vez en Francia lo arrestaron, claro está, y lo internaron en un espantoso campo de Gascuña. Y allí es donde lo encontramos, por medio de un amigo que trabaja en un ministerio francés.
Aquello cada vez pintaba peor.
– No es fácil hacer algo así.
– No, nada fácil. Pero, maldita sea, mereció la pena, ¿no cree? Es decir, usted fue quien escribió el artículo, así que sabe quién es, qué es, debería decir. Es un héroe, una palabra que no acostumbra a verse mucho últimamente, no está de moda, pero ésa es la verdad. En medio de todos estos gimoteos y aspavientos, ahí está ese hombre que defiende aquello en lo que cree y…
El camarero llegó con una generosa porción de vacherin, blando y oloroso. A Weisz ya no le apetecía. Brown y sus amigos de igual parecer, con lo que quiera que tramasen, le habían quitado el apetito y lo habían sustituido por un frío nudo en el estómago.
– Ah, el queso. Rico y en su punto, diría yo.
– Así es -convino Weisz, palpándolo con el pulgar. Cortó un trozo, una loncha como Dios manda, no la punta, y lo pinchó con el tenedor, pero eso fue todo lo que hizo-. ¿Decía?
– Eh, sí, el coronel Ferrara. Un héroe, señor Weisz, del que el mundo debería saber. Seguro que usted piensa igual, y Reuters también, evidentemente. La verdad, ¿podría nombrarme a otro? Ahí fuera hay un montón de víctimas y un montón de odiosos malos, pero ¿dónde están los héroes?
Weisz no tenía que responder, y no lo hizo.
– ¿Y bien?
– Pues bien, señor Weisz, pensamos que el coronel Ferrara debería dar a conocer su historia. Con todo detalle, públicamente.
– Y ¿cómo lo haría?
– De la forma habitual. La habitual siempre es la mejor, y en este caso equivaldría a un libro. Su libro. Soldado de la libertad o algo por el estilo. ¿La lucha por la libertad? ¿Le gusta más así?
Weisz no picó. Su expresión decía: «¿Quién sabe?»