– Pero, independientemente del título, es una buena historia. Se empieza por el campo de concentración: ¿saldrá algún día? Luego describimos cómo llegó allí. Crece en el seno de una familia pobre, se alista en el ejército, se hace oficial, lucha con una unidad de elite en el río Piave, en la Gran Guerra, le ordenan ir a Etiopía, para que Mussolini forje un imperio, luego renuncia a su cargo, como protesta, después de que aviones italianos rocíen con gas las aldeas de las tribus, va a España y combate a los fascistas, españoles e italianos. Y aquí está, al final, dispuesto a luchar contra el fascismo de nuevo. Es un libro que yo leería, ¿usted no?
– Supongo que sí.
– ¡Pues claro que sí! -Brown arqueó el pulgar y el índice y los fue moviendo a medida que decía-: Mi lucha por la libertad, por el coronel Ferrara. Esto último entre comillas, naturalmente, y sin nombre de pila, porque es un nom de guerre, lo cual nos proporciona una atractiva sobrecubierta, ¿no cree? La gente compra los libros escritos por tipos que deben mantener en secreto su verdadera identidad, que tienen que usar un alias. ¿Por qué? Porque mañana, cuando termine de escribir, volverá a la guerra, contra Mussolini, o Hitler, en Rumania o Portugal o la pequeña Estonia: ¿quién sabe dónde estallará el siguiente conflicto? Así que mis amigos y yo somos de la opinión de que ese libro debería salir a la luz. Y bien, ¿qué le parece? ¿Podría hacerse?
– Yo diría que sí -afirmó Weisz, la voz todo lo neutral que pudo.
– Por nuestra parte sólo vemos un problema. Este coronel Ferrara es un brillante oficial, capaz de hacer muchas cosas, pero no de escribir libros.
– Les poireaux -anunció el camarero, dejando en la mesa un plato de puerros.
No fue más que un parpadeo momentáneo del señor Brown al ver el plato, pero le reveló a Weisz que en realidad al señor Brown no le gustaban los puerros al vapor, probablemente no le gustaran los riñones de ternera, quizá no le gustara la comida francesa ni los franceses, ni Francia.
– Así que lo que pensamos es que tal vez el periodista Carlo Weisz pudiera ayudarnos en eso -concluyó Brown.
– No lo creo posible.
– Pues claro que lo es.
– Tengo demasiado trabajo, señor Brown. De verdad que lo siento, pero no puedo hacerlo.
– Yo apostaría a que sí. Apostaría mil libras.
Era un montón de dinero, pero menudo riesgo.
– Lo siento -se disculpó Weisz.
– ¿Está seguro? Porque veo que no lo ha pensado bien, que no ha considerado todas las posibilidades, ni todos los beneficios. Sin duda le daría cierta reputación. Su nombre no aparecerá en el libro, pero llegaría a los oídos de su jefe, cómo se llama, Delahanty. Es probable que considerara patriótico que usted hubiese participado en la lucha contra los enemigos de Gran Bretaña, ¿no? Sé que a sir Roderick se lo parecería.
Un disparo en la misma puerta de casa. «Si no hace lo que queremos se lo contaremos a su jefe.» Sir Roderick Jones era el director ejecutivo de la agencia Reuters: un famoso tirano, el mismísimo demonio. Lucía corbatas de universidades a las que no había ido, insinuaba haber servido en regimientos de los que distaba mucho de haber formado parte. Por la noche, cuando el Rolls-Royce con chófer lo llevaba a casa desde el despacho, mandaban a un empleado a pisar un taco de goma que había en la calle para que, cuando se aproximaba el coche, el semáforo se pusiera en verde. Y decían que había reprendido a un criado por no plancharle los cordones de los zapatos.
– Y ¿cómo sabe usted eso? -se interesó Weisz.
– Ah, es amigo de un amigo -aclaró Brown-. Excéntrico en ocasiones, pero con corazón. Sobre todo en materia de patriotismo.
– No sé -contestó Weisz, buscando el modo de escurrir el bulto-. Si el coronel Ferrara está en Gascuña…
– ¡Por Dios, no! No está en Gascuña, sino aquí mismo, en París, en la rue de Tournon. Entonces, ahora que eso no es un obstáculo, ¿se lo pensará al menos?
Weisz asintió.
– Bien -aprobó Brown-. Estas cosas es mejor sopesarlas, darse algo de tiempo, ver por dónde sopla el viento…
– Lo pensaré -aseguró Weisz.
– Hágalo, señor Weisz. Tómese su tiempo. Lo llamaré por la mañana.
A las nueve y media Carlo Weisz no estaba listo para tirarse al Sena, pero sí quería echarle un vistazo. Brown no había tardado en irse del restaurante. Dejó unos francos en la mesa -más que suficiente para pagar ambas cenas-, además de los riñones de ternera y a un Henri asomado a la puerta, que lo vio irse calle abajo con mirada angustiosa. Weisz no se entretuvo. Pagó su cena y salió a los pocos minutos. Para el camarero fue una propina que no olvidaría.
No tenía ganas de volver al Dauphine, aún no. Weisz echó a andar y andar, bajó hasta el río y se detuvo en el Pont d'Arcole, la catedral de Notre Dame imponente a su espalda, una inmensa sombra en medio de la lluvia. Siempre le había gustado contemplar los ríos, del Támesis al Danubio, además del Arno, el Tíber y el Gran Canal de Venecia, pero el Sena era el rey de los ríos poéticos, al menos para Weisz. Inquieto y melancólico o manso y lento, dependiendo del humor del río, o del suyo. Esa noche se veía negro, punteado de lluvia y crecido. «¿Qué hago? -se preguntó apoyándose en el pretil, los ojos clavados en el río, como si fuera a responderle-. ¿Por qué no intento dejarme llevar hasta el mar? Sería perfecto.»
Pero era incapaz. No le gustaba sentirse atrapado, pero lo estaba. Atrapado en París, atrapado en un buen trabajo. ¡Todo el mundo debería estar atrapado así! Pero bastaba con añadir la trampa del señor Brown y la ecuación cambiaba. ¿Qué haría si lo echaban de Reuters? Tardaría en dar con otro Delahanty, alguien a quien caía bien, que lo protegía, que le dejaba trabajar conforme a sus capacidades. Repasó mentalmente la lista de trabajillos que habían conseguido los giellisti. No era una lista muy alentadora, un sitio en que ocupar las mañanas, algo de dinero y poco más. Una cadena perpetua, temía. Hitler no caería en un futuro próximo, la historia era propicia para las dictaduras de cuarenta años, lo cual lo convertiría en un hombre libre a los ochenta y un años. ¡Como para empezar de nuevo!
Quizá pudiera retrasar el proyecto, pensó, decir un «sí» que fuera un «no» y luego zafarse de algún modo inteligente. Pero si Brown tenía el poder de hacer que lo despidieran, probablemente también tuviera el de hacer que lo expulsaran del país. Tenía que admitir esa posibilidad. A la luz de la mañana Zanzíbar no se le antojaba tan lúgubre. Y estaba lo peor, la carta a Christa: «cambio de planes, mi amor». No, no, imposible, tenía que sobrevivir, permanecer donde estaba. Además, pese a la fría e irónica doblez de Brown, era posible que el proyecto fuera realmente bueno para el triste mundo de ahí fuera, que inspirara a otros coroneles Ferraras a alzarse en armas contra el diablo. ¿De verdad era tan distinto de lo que hacía en el Liberazione?
Aquello bastó para ponerlo en movimiento: cruzó el puente, pasando ante la consabida pareja de enamorados. Al llegar a la calle de la orilla derecha se puso a caminar hacia el este, alejándose del hotel. Una puta le lanzó un beso, un vagabundo recibió cinco francos, una mujer con un elegante paraguas se lo quedó mirando disimuladamente, y unas cuantas almas solitarias, la cabeza gacha por la lluvia, no se iban a casa, todavía no. Estuvo caminando un buen rato, dejando atrás el Hôtel de Ville, las floristerías del otro lado de la calle, y se descubrió en el canal St. Martin, allí donde confluía con la plaza de la Bastilla.
A unos pasos, por una calle estrecha que salía de la Bastilla, había un restaurante llamado La Brasserie Heininger. A la entrada en la calle, varios mostradores con hielo picado exhibían langostas y demás mariscos, mientras que un camarero, vestido como un pescador bretón, iba abriendo ostras. Weisz había escrito sobre el Heininger en una ocasión, en junio de 1937.