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Las intrigas políticas de los emigrados búlgaros en París dieron un violento giro la pasada noche, en la popular Brasserie Heininger, a poca distancia de la plaza de la Bastilla, cerca de las salas de fiesta y los clubes nocturnos de la tristemente célebre rue de Lappe. Justo después de las diez y media de la noche, el conocido jefe de sala del establecimiento, Omaraeff, un refugiado búlgaro, fue abatido a tiros mientras intentaba esconderse en un retrete del aseo de señoras. A continuación, con el objeto de demostrar que hablaban en serio, dos hombres ataviados con sendos abrigos largos y fieltros -unos gángsteres de Clichy, según la policía- arrasaron el elegante comedor con metralletas, perdonándole la vida a los aterrorizados comensales, pero haciendo trizas todos los espejos con marcos dorados, salvo uno, que logró sobrevivir con un único agujero de bala en la esquina inferior. «No voy a cambiarlo -aseguró Maurice, "Papá" Heininger, dueño de la brasserie-. Lo dejaré tal cual en recuerdo del pobre Omaraeff.» La policía está investigando el suceso.

Weisz cayó en la cuenta de que no tenía sentido continuar hacia el este, pues en aquella dirección sólo había calles oscuras y desiertas y las tiendas de muebles del faubourg St. Antoine. ¿Cómo evitar ir a casa? Tal vez una copa. O dos. En la Brasserie Heininger. Un refugio. Luces brillantes y gente. Por qué no. Enfiló calle abajo, entró en la brasserie y subió la blanca escalera de mármol que conducía al comedor. ¡Estaba abarrotado! La sala estaba llena de cupidos pintados, maderas lustrosas y bancos de felpa roja donde todos los clientes reían, flirteaban y bebían mientras camareros patilludos corrían de un lado a otro llevando fuentes de ostras o choucroute garni. El maître toqueteó el cordón de terciopelo que barraba la entrada a la sala y dirigió a Weisz una larga mirada no muy cordial. ¿Quién era ese lobo solitario empapado que trataba de acercarse a la hoguera?

– Me temo que será una larga espera, monsieur, esta noche estamos desbordados.

Weisz vaciló un instante, esperando ver a alguien pidiendo la cuenta, y acto seguido dio media vuelta con la intención de marcharse.

– ¡Weisz!

El aludido buscó de dónde venía la voz.

– ¡Carlo Weisz!

El conde Janos Polanyi, el diplomático húngaro, se abrió paso por la abarrotada sala, alto, corpulento, canoso y, esa noche, no muy estable. Estrechó la mano de Weisz, lo agarró del brazo y lo llevó hasta una mesa situada en un rincón. Pegado a Polanyi, en el angosto paso que quedaba entre los respaldos de los asientos, Weisz percibió un fuerte olor a vino mezclado con aromas de colonia de malagueta y cigarros puros de calidad.

– Se sentará con nosotros -indicó Polanyi al maître-. Así que traiga una silla.

En la mesa catorce, justo debajo del espejo con el agujero de bala, se alzaron un montón de rostros. Polanyi presentó a Weisz, añadiendo: «periodista de la agencia Reuters», y a continuación se oyó un coro de saludos, todos en francés, al parecer el idioma de la velada.

– Veamos -le dijo Polanyi a Weisz-, de izquierda a derecha: mi sobrino, Nicholas Morath; su amiga, Cara Dionello; André Szara, corresponsal del Pravda. -Szara saludó a Weisz con la cabeza, habían coincidido alguna que otra vez en conferencias de prensa-. Y mademoiselle Allard. -Esta última estaba apoyada en Szara, en el extremo del banco, no dormida, pero sí cada vez más apagada-. Éste es Louis Fischfang, el guionista; junto a él el famoso Voyschinkowsky, al que conocerás como «el genio de la Bolsa»; y a su lado lady Angela Hope.

– Ya nos conocemos -dijo lady Angela con una sonrisa pícara.

– ¿Ah, sí? Estupendo.

El maître llegó con una silla y todos se estrecharon para hacer sitio.

– Estamos bebiendo Echézeaux -aclaró Polanyi. Era evidente: Weisz contó cinco botellas vacías en la mesa y una sexta a la mitad. Luego Polanyi se dirigió al maître-: Necesitaremos una copa y otro Echézeaux. No, mejor que sean dos. -El aludido le hizo una seña a uno de sus subordinados, cogió el abrigo de Weisz y se fue camino del ropero. Al poco se presentó un camarero con una copa y las botellas. Mientras abría una, Polanyi le dijo a Weisz-: ¿Qué te trae por aquí con un tiempo tan infame? ¿No andarás tras un artículo?

– No, no. Esta noche no. Sólo he salido a dar un paseo bajo la lluvia.

– En cualquier caso estábamos en… -terció Fischfang.

– Ah, sí, estábamos a mitad de un chiste -comentó Polanyi.

– Sobre el loro de Hitler -puntualizó Fischfang-. Número no sé cuántos. ¿Lleva alguien la cuenta? -Fischfang era un hombrecillo nervioso con gafas de montura metálica torcidas, lo cual le hacía parecer Leon Trotsky.

– Empieza otra vez, Louis -pidió Voyschinkowsky.

– Esto es que el loro de Hitler está dormido en su percha, y Hitler trabajando en su escritorio. De pronto el loro despierta y chilla: «Aquí viene Hermann Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe.» Hitler deja el trabajo. ¿Qué pasa? La puerta se abre y es Göring. Hitler y Göring se ponen a hablar, pero el pájaro los interrumpe: «Aquí viene Joseph Goebbels, ministro de Propaganda.» Y, mira por dónde, un minuto después es así. Hitler les cuenta lo que está pasando, pero Göring y Goebbels creen que bromea. «Venga, Adolf, es un truco, seguro que le haces señas al pájaro.» «Que no, que no», asegura Hitler. «No sé cómo, pero este pájaro sabe quién va a venir, y os lo voy a demostrar. Nos esconderemos en el armario, donde el pájaro no me ve, y esperaremos la siguiente visita.» Cuando están en el armario el loro empieza de nuevo, pero esta vez sólo está tembloroso y mete la cabeza debajo del ala y chilla. -Fischfang se encorvó, escondió la cabeza debajo del brazo y emitió una serie de atemorizados chillidos. En las mesas de al lado algunos volvieron la cabeza-. Al cabo de un minuto la puerta se abre y aparece Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo. Echa un vistazo, cree que en el despacho no hay nadie y se marcha. «Está bien, chicos -dice el loro-, ya podéis salir. La Gestapo se ha ido.»

Unas sonrisas y una risa poco entusiasta del educado Voyschinkowsky.

– Los graciosos chistes sobre la Gestapo -dijo Szara.

– No tan graciosos -afirmó Fischfang-. Un amigo mío lo oyó en Berlín. A eso se dedican esos chicos.

– ¿Y por qué no se dedican a pegarle un tiro a ese cabrón de Hitler? -apuntó Cara.

– Brindaré por eso -respondió Szara, su francés teñido de un fuerte acento ruso.

Weisz no había probado nunca el Echézeaux: era demasiado caro. El primer sorbo le reveló el motivo.

– Paciencia, niños -medió Polanyi, dejando la copa sobre el mantel-. Ya caerá.

– ¡Por nosotros! -exclamó lady Angela, alzando su copa.

Morath, a quien aquello le divertía, le dijo a Weisz:

– Ha caído en las garras de, bueno, no de ladrones, pero sí de, eh… los ciudadanos de las sombras.

Szara rompió a reír y Polanyi sonrió.

– ¿No de ladrones, Nicky? Bueno, pero monsieur Weisz es periodista.

A Weisz no le agradó que lo excluyeran.

– Esta noche no -insistió-. Sólo soy un emigrado más.

¿De dónde? -quiso saber Voyschinkowsky.

– Es de Trieste -replicó lady Angela como si eso fuera otro chiste. Todos rieron.

– Pues entonces es miembro de honor -aseveró Fischfang.

– ¿En calidad de qué? -se interesó lady Angela, toda inocencia.

– De eso que Nicky ha dicho. «Ciudadanos de las sombras.»

– Por Trieste, pues -intervino Szara, con la copa en alto.

Por Trieste y por todas las demás -amplió Polanyi-. Ginebra, pongamos. Y Lugano.

– Lugano, sí, «Espiópolis» -señaló Morath.