– ¿Lo habías oído? -le preguntó Voyschinkowsky a Weisz.
Éste sonrió.
– Sí, «Espiópolis». Como cualquier ciudad fronteriza.
– O cualquier ciudad con emigrados rusos -indicó Polanyi.
– Estupendo -intervino lady Angela-. Ahora podemos incluir París.
– Y Shanghai -contestó Fischfang-. Y Harbin, sobre todo Harbin, «donde las mujeres visten a crédito y se desvisten por dinero».
– Por ellas -propuso Cara-. Por las rusas blancas de Harbin.
Brindaron, y Polanyi rellenó las copas.
– Naturalmente deberíamos incluir al resto. Los recepcionistas de hotel, por ejemplo.
A Szara le gustó la idea.
– Pues entonces por los cifradores de los mensajes de las embajadas. Y por las bailarinas de los clubes nocturnos.
– Y por los tenistas profesionales -añadió Cara-. Por sus perfectos modales.
– Sí -aprobó Weisz-. Y por los periodistas.
– ¡Eso, eso! -aplaudió lady Angela en inglés.
– ¡Larga vida! -exclamó Polanyi alzando la copa.
Todos se echaron a reír, brindaron y bebieron de nuevo. Salvo mademoiselle Allard, cuya cabeza descansaba en el hombro de Szara, los ojos cerrados, la boca ligeramente abierta. Weisz encendió un cigarrillo y recorrió la mesa con los ojos. ¿Serían todos espías? Polanyi lo era, al igual que lady Hope. Morath, el sobrino de Polanyi, probablemente también, y Szara, corresponsal del Pravda, tenía que serlo, dado el voraz apetito de la NKVD. Y, a juzgar por lo que decía, Fischfang también. ¿Serían todos del mismo bando? Dos húngaros, una inglesa, un ruso. ¿Qué era Fischfang? Probablemente un judío polaco residente en Francia. ¿Y Voyschinkowsky? Francés, tal vez de ascendencia ucraniana. Cara Dionello, a quien a veces se mencionaba en las columnas de cotilleo, era argentina y muy rica. ¡Menuda pandilla! Aunque al parecer toda ella contraria a los nazis. De un modo u otro. Sin olvidar, pensó, a Carlo Weisz, italiano. No, triestino.
Acababan de dar las dos de la mañana cuando el triestino se bajó de un taxi frente al Hotel Dauphine. A la octava intentona consiguió meter la llave en la cerradura, abrió la puerta, pasó ante el vacío mostrador de recepción y, al cabo, tras perder el equilibrio al menos tres veces, subió las escaleras que conducían a su refugio. Allí
En todo caso, era un periodista inspirado que escribía un artículo breve y sencillo sobre unos agentes alemanes infiltrados en el aparato de seguridad italiano. Más o menos lo que le había contado a Salamone en el bar ese día. Los editores del Liberazione habían oído, por boca de unos amigos de Italia, que los alemanes, en algunos casos de forma oficial, en otros no, trabajaban desde dentro de la policía y los organismos de seguridad. Una verdadera vergüenza, si era cierto, y ellos creían que lo era, que Italia, tantas veces invadida, invitara a agentes extranjeros a franquear sus muros y entrar en su castillo. ¿Un caballo de Troya? ¿Preparativos para otra invasión, alemana esta vez? ¿Una invasión respaldada por los propios fascistas? Liberazione esperaba que no. Pero entonces, ¿qué significaba aquello? ¿Cómo acabaría? ¿Era ése el proceder adecuado de quienes se llamaban a sí mismos patriotas? «Nosotros, los giellisti -escribió-, siempre hemos compartido una pasión con nuestros opositores: el amor por nuestro país. Así que les rogamos, lectores de la policía y los servicios de seguridad -sabemos que leen nuestro periódico, aunque esté prohibido-, que se paren a pensar con calma en esto, en lo que significa para ustedes, para Italia.»
Al día siguiente recibió una llamada de teléfono en la agencia Reuters. Si el señor Brown se hubiese mostrado frío y duro y se hubiese comportado como un jugador con ventaja, tal vez hubiese escuchado un brusco va fan culo y déjame en paz. Pero el del otro extremo de la línea era un señor Brown sensato y afable que tenía una difícil mañana profesional. Esperaba que Weisz se hubiera pensado su proposición, que, dada la situación política del momento, viera la necesidad de Soldado de la libertad. En ese caso sus intereses coincidirían. Algo de tiempo, algo de arduo trabajo, y un duro golpe al enemigo común. Y le pagarían sólo si él quería.
– Usted decide, señor Weisz.
Quedaron ese día después del trabajo, en el café de debajo del Hotel Tournon, al que se llegaba bajando tres escalones desde la calle. El señor Brown, el coronel Ferrara y Weisz. Ferrara se alegró de verlo. Weisz tenía sus dudas, ya que él había metido a Ferrara en aquello. Pero había estado hasta hacía poco en un campo, así que Weisz era su salvador, y Ferrara así se lo dijo.
Durante la reunión el señor Brown habló en inglés, y Weisz se ocupó de traducir para Ferrara.
– Naturalmente escribirá usted en italiano -aseguró Brown-. Tenemos a alguien que se encargará de la versión inglesa, poco menos que día a día, porque la primera edición, lo antes posible, la sacaremos en Londres, con Staunton and Weeks. Estuvimos pensando en Chapman & Hall, o en Victor Gollancz, pero nos gusta Staunton. En cuanto a la edición en italiano, tal vez se haga cargo de ella una pequeña editorial francesa, o bien utilizaremos uno de los diarios de emigrados, sólo el nombre, pero introduciremos ejemplares en Italia, no les quepa la menor duda. Y debe llegar a Estados Unidos. Podría ser influyente allí, queremos que los americanos se planteen ir a la guerra, pero Staunton se encargará de eso. ¿Todo bien hasta aquí?
Después de que Weisz le contara lo que había dicho, el coronel asintió. La idea de convertirse en escritor empezaba a materializarse.
– Por favor, pregunte qué ocurrirá si al editor de Londres no le gusta -le pidió a Weisz.
– Ah, seguro que le gusta -auguró Brown.
– No se preocupe -tranquilizó Weisz a Ferrara-. Ésta es la mejor de las narraciones, la que se cuenta sola.
No del todo. Weisz se dio cuenta, entre finales de marzo y principios de abril, de que era preciso adornarla considerablemente, pero le salió con más facilidad de lo que habría imaginado: conocía la vida italiana y conocía la historia. Con todo, se ajustaba a los hechos, y Ferrara, con un poco de ayuda, tenía buena memoria.
– Mi padre trabajaba para el ferrocarril, en la ciudad de Ferrara. De guardagujas, en la estación.
– Y tu padre era ¿serio y distante?, ¿cálido y sensible?, ¿malhumorado?, ¿alto?, ¿bajo? La casa, ¿qué aspecto tenía? ¿La familia? ¿Las vacaciones? ¿Una estampa navideña? Eso sería atractivo: nieve, velas en las ventanas. ¿Jugabas a los soldados?
– Si lo hacía no lo recuerdo.
– ¿No? ¿Con el palo de una escoba por fusil, a lo mejor?
– Me acuerdo del fútbol, siempre que podía. Pero tampoco jugábamos tanto, tenía cosas que hacer después de la escuela. Acarrear agua de la bomba o ir a buscar carbón para la cocina que teníamos. Vivir día a día requería un montón de trabajo.
– Así que nada militar.
– No, nunca se me pasó por la cabeza. Cuando tenía once años le llevaba la cena a mi padre a la estación y conocí a sus amigos. Se daba por sentado que yo acabaría haciendo lo mismo que él.
– ¿Te agradaba la idea?